Publicado en nuestro blog anterior en diciembre de 2012.
En
1665 Robert Hooke observando un disco de corcho a través de uno de
los primeros microscopios, descubrió la existencia de una especie de
celdillas a las que bautizó con el nombre latino de células.
Bien entrado el siglo XIX ya se habían observado suficientes células
animales y vegetales como para poder plantear la entonces aun
atrevida hipótesis de que todas las células se originan siempre a
partir de otras células semejantes. Se trataba de una observación
nada inocente, puesto que implicaba que los organismos vivos tampoco
surgen de forma espontánea, una creencia que aunque hoy nos parezca
ridícula, estaba muy extendida y extraordinariamente arraigada en la
época.
Fue
Rudolf Virchow quien en 1858 (un año antes de la publicación de El
origen de las especies de
Charles Darwin), declaró solemnemente en Berlín ante un nutrido
auditorio que omnis
cellula ex cellula,
toda célula surge de otra célula. Hoy tenemos la certeza de que
todos los organismos vivos que se arrastran sobre la tierra, nadan en
los océanos o surcan los cielos, desde hace aproximadamente 4.000
millones de años, constituyen un caudal ininterrumpido de células
que se dividen dando lugar a otras, y forman grandes comunidades de
todas las formas vivas imaginables.
Los
seres vivos más simples son unicelulares, y lo que no está formado
por células sencillamente no vive. La célula es pues, por
antonomasia, la unidad vital elemental. Cada célula constituye un
sistema cerrado que contiene un conjunto completo de datos con todas
las instrucciones necesarias para cumplir sus funciones y poder
reproducirse. Todas utilizan el mismo método que de manera
simplificada, funciona según la fórmula ADN
se convierte en ARN, que a su vez se convierte en proteína,
siendo las proteínas el material plástico que forma estructuras de
todo tipo. Todos los organismos estamos hechos de proteínas. El ADN
contiene toda la información, las instrucciones, y el ARN traduce
dicha información para formar proteínas. Tan simple como
maravilloso.
Los
organismos pluricelulares estamos formados por comunidades de células
que deben su existencia a una única (el óvulo fecundado) que se
divide, dando lugar a nuevas células que a su vez se dividen y se
diferencian de forma gradual y sucesiva, hasta que aquel óvulo
fecundado se convierte finalmente en un conejo, un caimán o un
bailarín de claqué. Las células son el núcleo de la vida porque
poseen un metabolismo energético propio y pueden dividirse. Sólo
los objetos con capacidad de replicación forman parte del reino de
las cosas vivas. En numerosos experimentos de laboratorio se ha
conseguido crear agregados moleculares complejos a partir de “caldos”
que recreaban las remotas condiciones de aquella Tierra primitiva en
la que surgió la vida. Por este procedimiento se llegan a formar
aminoácidos y ácidos nucleicos. Dicho de otra manera, los
materiales necesarios para construir la primera célula aparecen con
facilidad. Ahora bien, la cuestión hasta hoy insoluble es cómo y a
través de qué mecanismos esos materiales se organizan para formar
la complejísima estructura que una simple célula posee. En ese
punto, en ese salto concreto, radica el verdadero misterio del origen
de la vida. Puesto que estáis leyendo estas líneas daré por
sentado que no sois conejos ni caimanes. La conclusión es que
forzosamente tenéis que ser bailarines de claqué, así que entre
baile y baile, por favor reflexionad un minuto sobre las fabulosas
implicaciones del origen de la vida.
Si nos encuentran... estamos perdidos. Groucho Marx.
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