Ya
no hay formalidad. Antes los milagros y las apariciones divinas sucedían como
Dios manda. La Virgen se aparecía a unas inocentes pastorcillas en la
copa de una encina, con música de coros celestiales y una luz cegadora de mil
pares de narices. Después se seguían los cauces reglamentarios: primero el
párroco del pueblo y luego el señor obispo, daban fe de la pureza y la modestia
de las niñas; más tarde el fervor popular, saltándose a la torera las cautelas
canónicas, improvisaba en aquel bendito lugar un altar o una capilla;
finalmente, andando los años, el Papa de turno acababa consagrando una basílica,
y el lugar se llenaba de autobuses, de botellitas de agua bendita y de puestos
de banderines y medallitas.
Pero
claro, todo eso era antes. Ahora ya no quedan pastorcillas, y apenas puede
encontrarse alguna encina. Ahora, como ya no hay vergüenza ni decencia en esta
sociedad en descomposición, las vírgenes, los cristos y los santos se aparecen
en los lugares y los objetos más inverosímiles. La cosa empezó con las caras de
Bélmez, y hoy día se ha convertido en un fenómeno imparable.
¿A
dónde nos conducirá este laicismo galopante? ¿Asistimos a señales de la proximidad del fin del mundo, que se suman a las catástrofes naturales y la secesión catalana? Salen nazarenos en las manchas de
un plátano, y el Cabildo se queda de brazos cruzados, como si no hubiera pasado
nada. La Purísima Concepción se hace presente bajo la corteza de un arbolito, o
marca su silueta en la tripa de una tortuga. ¿Por qué esta nueva moda milagrera
elige lugares tan vulgares y hasta tan grotescos? Es un misterio. Quién sabe si
será una señal del cielo que anuncie el Apocalipsis. En un casino de cualquier
pueblo español vemos emerger a esa misma Virgen María en una sencilla copa de
pacharán, entre el humo de los farias y el bullicio castizo de las partidas de tute.
Como
la iconografía sacra representa a Cristo con barbas, pelo largo y aspecto de
hippie, cualquier mancha emborronada vagamente humanoide sirve para proclamar
el milagro a los cuatro vientos. Aparte del Cristo del plátano, los hay en las
tostadas de pan, en las manchas de humedad y hasta en el aceite quemado de la
sartén que con una mezcla de orgullo y arrobo, muestra ese jovencito de la
foto, un claro exponente del fracaso escolar, que se vistió para la ocasión con
un traje de su abuelo. Ya que no pone el menor interés en estudiar, podía al
menos esmerarse con el lavado de la vajilla, caramba. Pero en fin, cualquier
excusa es válida para no dar golpe y para salir en la tele.
También
a ese anciano y barrigudo coleccionista de coches fúnebres, le apareció un
rostro del Salvador en el vaho del cristal de uno de ellos. En la foto lo mira
igual que si le hubiera crecido en el huerto un tomate de kilo y medio. Pero la
mejor de la serie de cristos es esa otra señora tan ordinaria y tan marimacho,
que no oculta su felicidad ante el microscópico rostro de Cristo que formó el
óxido en el extremo de la tubería del calentador. Más le valdría darle una
manita de pintura antioxidante o cambiar la instalación, porque cualquier día
se quedará sin agua caliente. Aunque mirándola se comprende que debe darle
igual para lo poco que se lava el pelo.
Y
en materia de rebanadas de pan tostado, lo mas cool es el Ecce Homo de Borja estampado en el pan bimbo. Lo que
pierde el desayuno equilibrado, lo gana el fervor popular y la exaltación de la
mística pueblerina. Diga usted que si.
Ahora,
que lo que constituye ya el no va más de las apariciones cristianas
cutre-grotescas es el rostro del galileo ni más ni menos que en el culo de un
perro. Como la cosa no puede ser más chabacana ni más impresentable, os
presento la foto con reseña periodística y todo.
Pero
hay más. Aparte de figuras divinas están las de mitos divinizados, como el Che
Guevara que nos muestra el señor barbudo impreso en una loncha de panceta. O
como la inconfundible imagen del malogrado Michael Jackson, que no contento con
aparecer en otra tostada, se muestra también en el capó de una pieza de
desguace. Mística epifanía anunciadora sin duda de quién sabe qué tremendos
cataclismos. O sea, un horror. El día menos pensado se nos aparecerá el Mahatma
Gandhi en el pocillo del inodoro, o la Santísima Trinidad en el estarcido
accidental de unos calzoncillos blancos. ¿Qué hacer en ese caso? ¿Será correcto
y piadoso echarlos a la lavadora con el resto de la colada, o habría que hacerlos
enmarcar para donarlos a la parroquia? Son dudas que no dejan de asaltar al
creyente de nuestros días. Como colofón y para colmo de males, Mariano Rajoy se
nos aparece hasta en la sopa.
Que
Dios sufriera de Alzheimer, explicaría muchas cosas.
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