En
1035, al morir Sancho III el Mayor de Pamplona, Fernando, el segundo de sus
hijos, accedió al gobierno del condado de Castilla, pero con la novedad de
adoptar el título de rey. Nacía así el que iba a ser el más importante de los
reinos cristianos peninsulares. Sólo dos años más tarde, en 1037, Fernando se
enfrentó en un singular combate a su cuñado Bermudo III, el monarca leonés, a
quien venció. De esa manera, cumpliendo las leyes de la caballería, Fernando I
llamado el Magno, se proclamó también rey de León, unificando ambos reinos,
pero con la preeminencia de Castilla que desde entonces se mantendría ya para
siempre en todos los títulos y los documentos. Aún llegó más lejos Fernando,
combatiendo y venciendo en Atapuerca a su hermano mayor, García Sánchez III de
Pamplona, y aprovechando la debilidad de las taifas andalusíes más occidentales
para hacerse con las plazas de Viseo, Lamego y Coimbra, en territorio de la
actual Portugal.
Sin
embargo, después de aquella costosa unificación, siguiendo las costumbres de
aquel tiempo en que las naciones y los territorios se consideraban propiedades
privadas de sus monarcas, Fernando I el Magno, volvió a dividir su herencia,
adjudicando Castilla a Sancho II, su primogénito, León a Alfonso VI, su segundo
hijo, y Galicia a García, el tercero. Como parte de la herencia, correspondían
al rey castellano los tributos de la taifa de Zaragoza, al leonés los de
Toledo, y a García de Galicia las parias de Sevilla y Badajoz. ¿Todos
contentos? Pues no, ni mucho menos. Los hermanos mayores disputaron. García, el
más débil, pronto cedió su reino a Alfonso el leonés. Las guerras se entablaron
entre éste y Sancho de Castilla que muy pronto obtuvo ventaja venciendo en las
batallas de Llantada (1068) y Golpejera (1072). Tanta fue la superioridad
castellana, que Alfonso el leonés tuvo que refugiarse en la corte de al-Qadir
de Toledo, su vasallo musulmán.
Todo
parecía favorecer a Sancho hasta que se produjo un acontecimiento inesperado,
su muerte al pie de las murallas de Zamora a manos del traidor Bellido Dolfos.
De esa manera, Alfonso VI regresó de su exilio toledano para hacerse cargo de
los reinos otra vez unificados de Castilla (siempre en primer lugar, como hemos
dicho) y de León. La célebre jura de Santa Gadea en la que según el poema del
Mío Cid, Rodrigo de Vivar obligó a jurar al monarca no haber tenido parte en la
alevosa muerte de su hermano, es al parecer, un suceso apócrifo que no aparece
en crónica ni documento alguno. En cualquier caso, la tradición, como tantas
veces, se ha encargado de acreditar el mito. Lo que parece histórico es que
Alfonso mantuvo una relación tensa con el Cid, que había sido hombre de
confianza de su difunto hermano, y que le desterró, no una, como narra el
poema, sino varias veces. Rodrigo contaba con una nutrida tropa de mercenarios,
sus mesnaderos, y actuó siempre al servicio de quienes mejor le pagaban, como
había sido el difunto Sancho, o como fue más tarde el rey de la taifa
zaragozana. Incluso peleó por su cuenta, haciéndose con la plaza de Valencia
que primero él, y después su viuda, señorearon durante años.
El reinado de Alfonso VI se extendió de 1072 a 1109, treinta y siete años, un periodo muy dilatado sobre todo en esa época. Durante ese tiempo al frente de Castilla, aprovechó la debilidad del reino de Pamplona para anexionarse vastas regiones de La Rioja y del actual País Vasco. Pero acaso su logro militar más importante fue la conquista de Toledo, una gran ciudad, quizá la más importante del territorio andalusí de entonces, superando incluso a Granada y a Córdoba, que en las postrimerías del siglo XI había iniciado ya su decadencia. Ciudades cristianas como Burgos o León eran prácticamente villorrios comparados con Toledo, una ciudad con una población importante y una vida urbana y económica notables. Alfonso VI adoptó el pomposo título de imperator totius Hispaniae.
A
la conquista de Toledo siguió la ocupación del valle del Tajo y de amplias
comarcas que actualmente denominamos manchegas. El vasto territorio comprendido
entre el Duero y el Tajo se consideró territorio fronterizo, acuñándose los
términos de extremadura o extremaduras para referirse a dicha
zona. Ciudades como Soria, Segovia, Ávila o Salamanca, se constituyeron en
bastiones de aquellas extremaduras. Tanto
en Toledo como en las localidades cercanas, quedaron muchos de sus antiguos
habitantes: mozárabes que se proclamaron liberados del yugo musulmán, muladíes
que pasaron a ser considerados mudéjares, como se llamaba a los musulmanes en
territorios cristianos, y por supuesto, judíos que continuaron sus vidas y
actividades en sus juderías bajo los nuevos señores. A repoblar las recién
conquistadas tierras acudieron gentes de todo tipo, caballeros, siervos e
incluso delincuentes, que procedían de las montañas cantábricas, de La Rioja o
de tierras alavesas. Particular importancia económica adquirió la ganadería
lanar, ampliándose las zonas de pastos y estableciéndose las rutas de
trashumancia que en las décadas y siglos sucesivos harían de Castilla una
potencia económica a nivel europeo, sustentada en el comercio de la lana.
Muchas de las villas y ciudades de aquella nueva extremadura recibieron diferentes privilegios en forma de fueros y cartas pueblas, que atraían a nuevos pobladores.
La fuerza es la ley de las bestias.
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