El
del Califato Omeya cordobés fue un régimen teocrático en el que no existía la
menor separación entre el poder político y el religioso. Aunque en el tiempo
anterior del Emirato el Islam peninsular reconocía la autoridad espiritual de
Bagdad, a partir de que Abderramán III se proclamara califa, al-Andalus se
desligó de cualquier lazo que le uniera a los califas abasíes. Abderramán y sus
sucesores fueron líderes tanto políticos como espirituales, y además de juzgar
los delitos, dirigir los ejércitos o acuñar moneda, presidían la oración de los
viernes.
Inmediatamente
por debajo del califa, estaba el hachib,
una especie de chambelán o mayordomo de palacio que ejercía como primer ministro,
controlaba la Cancillería y la Hacienda, y estaba al frente de la casa real. El
más notable ejemplo de hachib
poderoso fue el célebre Almanzor, artífice del mayor apogeo de al-Andalus y
azote de los todavía incipientes reinos cristianos del norte peninsular.
Sujetos
al hachib estaban los visires, unos personajes que en el
organigrama andalusí ocuparon una posición muy inferior a los de otros estados
islámicos orientales. Su número fue variable, y por ejemplo, durante el reinado
de Abderramán III hubo nada menos que dieciséis visires. En cuanto a las instituciones, la Cancillería se encargaba
de expedir los documentos oficiales, así que estaba literalmente abarrotada de
escribientes. Por su parte, la Hacienda era la que recaudaba el zacat o limosna que aportaban los fieles
musulmanes (árabes, beréberes y muladíes), y también los tributos con que se
gravaba a los no musulmanes (mozárabes y judíos), que en algunos casos
adquirían un carácter confiscatorio, algo que formó parte de la política fiscal
de Almanzor, encaminada a incentivar más conversiones al Islam.
De
la administración de justicia se encargaban los cadíes, cargo al que accedían sólo hombres de moral intachable.
Algunos, como el cadí de Córdoba en
tiempos de Abderramán, llegaron a adquirir un importante peso político y
religioso. La administración territorial estaba repartida en distritos o coras, que correspondían a sus
principales núcleos urbanos: Écija, Sevilla, Algeciras, Elvira, Jaén, Carmona…
Al frente de cada cora estaba un valí o gobernador. La extensión de cada cora podía ser muy variable, por
ejemplo, la de Ceuta comprendía amplios territorios del norte de África,
llegando a ser varias veces mayor que la propia península Ibérica.
El
ejército se nutría tanto de las levas como de combatientes voluntarios y
mercenarios extranjeros. Se sabe que entre las tropas de Almanzor que llegaron
a saquear León o Compostela había cierto número de mozárabes cristianos. Aun
desconociendo si participaron tan activamente como sus camaradas musulmanes en
los actos sacrílegos que se les atribuyeron, cabe concluir que las guerras han
sido despiadadas en toda época, como despiadados son los que combaten en ellas.
Cobró
gran importancia la caballería. Los jinetes sobrepasaban en número a los
infantes, lo que dio lugar al auge de la ganadería caballar en al-Andalus. Se
ha calculado que en el siglo X, durante el apogeo andalusí, pudo haber más
caballos, mulos y équidos en general en nuestro suelo que en el resto de
Europa. A partir del reinado de Abderramán, también adquirió peso la marina de
guerra. Su actividad estuvo dirigida casi en exclusiva al Mediterráneo,
destacando como principales puertos y astilleros los de Algeciras, Almería y
Tortosa.
La
cultura floreció en el al-Andalus califal como en ningún otro lugar del mundo
en su tiempo. No es de ninguna manera exagerada la comparación de Córdoba con
la Atenas clásica. La capital se convirtió en un foco de atracción de sabios y
estudiosos de diferentes materias. Bajo los arcos de la mezquita pasearon
grandes figuras de la ciencia islámica, hombres llegados desde Bagdad, Damasco,
Egipto, Persia o la India. También acogió Córdoba a no pocos cristianos
europeos cuyas ansias de conocimiento sin duda superaron al natural temor de
introducirse en el que se consideraba un mundo hostil. Buena parte de las
enseñanzas de los clásicos grecolatinos se reintrodujeron en occidente a través
de Córdoba. Su intensa luz alumbró el amanecer del Renacimiento carolingio, como
tres siglos después iluminaría los estudios y escritorios de la Toledo
cristiana. Particular importancia tuvieron en la ciencia andalusí las
matemáticas y la medicina. Los médicos cordobeses adquirieron fama universal.
Muchos de ellos partieron de al-Andalus hacia las lejanas cortes de París,
Génova, Roma, Bizancio, Damasco o Madrás. Los que permanecieron en Córdoba
recibieron a pacientes ilustres, ricoshombres toscanos, genoveses, ingleses o
venecianos, y hasta reyes de León o de Navarra, peregrinaron a Córdoba buscando
alivio a sus dolencias.
Cuando un médico se equivoca, lo mejor es echarle tierra al asunto. Woody Allen.
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