Que la adolescencia es una etapa de
transición no exenta de problemas y a menudo difícil, es algo que a nadie se le
oculta. Desde luego, no parece la mejor edad para prolongarla más allá de lo
imprescindible. Sin embargo, hay quienes a veces quedan atrapados en ella sin
remedio, del mismo modo que quedaron en Nunca Jamás aquellos niños perdidos de
la inolvidable obra de James M. Barrie, cuya lectura y relectura recomiendo
fervorosamente a chicos y grandes.
Al adolescente típico, tópico y febril, saturado de hormonas, ávido de emociones y sediento de vida, el mundo le queda pequeño. Quiere alcanzar la felicidad, quiere sexo, quiere libertad… Lo quiere todo y lo quiere ya, sin esperar ni un minuto. Después ocurre que la cruda realidad lo hace descender de su nube, y finalmente se resigna a aceptar que a menudo es imposible obtenerlo todo. Poco a poco va remitiendo la fiebre, y acaban, como en su momento acabamos todos, por refugiarse en ese conformismo funcionarial de los adultos que nos ayuda a cargar con la cruz del te de las cinco o el desayuno sin diamantes, y a sufrir la corona de espinas del domingo por la tarde, durante el resto de nuestras vidas. Sin una queja. Sin siquiera levantar la voz…
Pero, como en todo, hay excepciones.
Fijaos en las estrellas del rock. Mejor dicho, en algunas estrellas del rock.
Triunfan en plena juventud, a menudo sin haber madurado. Lo quieren todo y lo
quieren ya. La diferencia con el común de los mortales es que ellos sí pueden
obtenerlo fácilmente. No tienen más que chasquear los dedos y ahí están el
sexo, el éxito, el dinero, las drogas, tal vez la felicidad, o al menos la
sensación de tocar el cielo con las manos.
Naturalmente la cosa suele acabar
mal. Una personalidad inmadura con tanto poder a su alcance, es como un mono
que juega a la ruleta rusa. Recordad a Brian Jones, el primer guitarrista y
cofundador de los Rolling Stones, que fue hallado muerto en la piscina,
inaugurando una larguísima lista de decenas de muertes trágicas. Le siguieron
Jimmy Hendrix, aquella pequeña Janis Joplin de voz desgarrada, Jim Morrison…
Acaso los más llorados fueron Elvis Presley y Michael Jackson. Las últimas en
caer, Amy Winehouse y Whitney Houston.
El riesgo ni es nuevo, ni se limita
a las estrellas del rock. Hay multitud de ejemplos de inmadurez peterpánica en el Hollywood de la edad dorada, a menudo
con trágicos resultados: Roscoe Arbuckle, Valentino, George Raft, Charles
Laughton, John Barrimore, Jean Harlow, Johnny Weissmuller, Errol Flynn, Judy
Garland, Veronica Lake, Alan Ladd, Lana Turner, Carole Landis, George Sanders,
Jayne Mansfield, James Dean, Montgomery Clift, o hasta
A lo largo de la historia encontramos personajes que con toda probabilidad padecieron el síndrome: Calígula, Nerón, Mozart, Catalina de Rusia, María Antonieta… Tampoco se libran deportistas como Maradona o Dennis Rodman. El perfil corresponde a chicos y chicas que triunfan sin haber tenido tiempo de madurar, quizá con escasa formación, y a menudo con el agravante de mantener a una legión de parásitos aduladores que como moscas revolotean a su alrededor, y no son precisamente una buena influencia. Niños perdidos para quienes un día se paró el reloj en ese punto fatídico de la travesía en que el timón gira sin control. Un loco viaje a ninguna parte con brillo de lentejuelas y callejones sin salida.
Mi
madre adoraba a los niños. Hubiera dado cualquier cosa porque yo lo fuera. Groucho Marx.
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