La
romanización de la península ibérica resultó intensa y duradera, prolongándose
desde las Guerras Púnicas, siglo y medio antes de nuestra era, hasta el siglo V
con la llegada y asentamiento de los visigodos, y aún algo más en determinadas
zonas. Cualquier testimonio escrito de aquel periodo resulta por su rareza un
auténtico tesoro. Tanto las escasas fuentes escritas de historiadores y
cronistas de la época, como las inscripciones halladas en tumbas, monumentos y
todo tipo de soportes, nos ayudan a hacernos idea, siquiera sea aproximada, de
cómo vivían las gentes de la Hispania romana, a qué se dedicaban, cómo se
alimentaban y cuáles eran las bases de su economía.
La
mayor parte de las inscripciones halladas hasta el presente se refieren a
transacciones comerciales, pactos entre ciudades y gentilidades, tareas
agrícolas, ofrendas religiosas a los dioses o loas a difuntos ilustres, pero
nos dicen muy poco acerca de las relaciones interpersonales de aquellas gentes,
sus amores y sus pasiones.
Por
eso resulta asombroso e impagable el testimonio recogido en una tégula fechada
en el siglo III que se halló en Villafranca de los Barros (Badajoz), que se
conserva en el Museo Arqueológico Nacional, y fue transcrita hace unas décadas
por el profesor Mallon. Se trata del fragmento de una epístola que relata un
suceso delictivo, un crimen perpetrado en una explotación agrícola, el pagus o finca latifundista asociada a
una villa romana de la Lusitania.
Los
protagonistas de la historia son en su mayoría esclavos. Nadie pierda de vista
que la sociedad romana era profundamente esclavista, pilar en el que se
sustentaba su economía. El amo tenía perfecto derecho a castigar e incluso
matar a sus esclavos u ordenar su muerte cuando lo juzgaba conveniente. Si un
ciudadano o un hombre libre lisiaba o asesinaba al esclavo de otro, incurría
simplemente en un delito contra la propiedad, similar al que comete actualmente
quien daña una vaca del vecino o le abolla el automóvil.
Asumida
esta premisa, el relato de la tégula nos cuenta cómo una esclava llamada
Máxima, nombre que muy probablemente indica que Máximo era el nombre de su
dueño, enamorada hasta las trancas de otro joven esclavo cuyo nombre no se
cita, descubre que su amado ha dejado embarazada a otra joven esclava, su
rival. Muerta de celos y cegada por el deseo de venganza, Máxima recurre al
administrador de la finca, que por lo que conocemos acerca de la gestión de
este tipo de explotaciones agrícolas, probablemente también sería esclavo.
Resulta que el administrador ardía en deseos de llevarse al lecho a Máxima, en
fin, lo que es la concupiscencia que ha hecho estragos en cualquier época.
Bien. Como el administrador no puede permitirse eliminar por su propia mano a
la joven embarazada, le encarga la faena a un capataz, un tal Nigranio, también
esclavo, por supuesto, con la advertencia de aroma mafioso, de que parezca un
accidente. Así que el capataz encomienda a la pobre muchacha un trabajo difícil
y peligroso cuya naturaleza concreta no llega a mencionarse en la inscripción.
La
víctima fallece, y con ella la criatura que lleva dentro, de manera que se
trata de un doble crimen disfrazado de accidente laboral. La inscripción
curiosamente exculpa al capataz Nigranio, porque ignoraba el estado de la
víctima, y al parecer, el trabajo que le encomendó resultaba perfectamente
admisible para cualquier joven sana que no esperara un hijo. Es de suponer que
tanto la perversa Máxima como el rijoso administrador debieron recibir su
castigo, pero este extremo no queda recogido en la parte que se conserva del
documento paleográfico. Sí alcanza la inscripción a referir que fue sometido a
tortura el padre de Máxima, sujeto al que se califica de dormilón (quare somniciosus est), por no haber
puesto bastante celo en la vigilancia de su hija.
Estamos
pues ante lo que probablemente cabe etiquetar como el primer ejemplo de la
crónica negra hispánica, un turbio asunto de venganza por celos (chercher la femme, que dicen los
franceses) que haría las delicias de Dashiell Hammett, Agatha Christie o cualquiera
de los especialistas del género.
Pero, compréndelo, si se pierde un hijo, siempre es posible tener otro; en cambio, sólo existe un halcón maltés. Dashiell Hammett. El halcón maltés.
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