El
célebre Rubicón es un río de escasa importancia que rinde sus aguas al
Adriático cerca de Rímini, en el noreste de la península itálica. Posiblemente
muy pocos habrían oído hablar de él fuera de Italia de no ser por el famoso paso del Rubicón que protagonizó Julio
César el 10 de enero de 49 a.C.
Apoyado
por los conservadores y el Senado, Pompeyo se había convertido en el único
cónsul, en el dictador de facto, tras la declaración formal de enemigo público
que Roma había lanzado contra César. Julio reunió a sus legionarios de la
decimotercera y les habló tratándoles no de milites,
sino de conmilitones, de compañeros,
pues él mismo había compartido sus esfuerzos y fatigas en Hispania y en las
Galias. Sus veteranos sentían por César un respetuoso afecto. La gran mayoría
de ellos jamás habían pisado Roma. Eran celtíberos y galos de Lombardía y
Piamonte. Su patria era su general y le aclamaron unánimemente.
Cuando les dijo que no tenía dinero para pagarles, respondieron entregando sus ahorros a la caja de la legión. Uno sólo de sus lugartenientes, Tito Labieno, optó por ponerse del lado de Pompeyo. César no sólo no impidió su marcha, sino que le envió el equipaje y el estipendio que no había retirado.
Así
que la suerte estaba echada. Atravesado el Rubicón, a sus seis mil hombres se
unieron otras tres legiones formadas por voluntarios del norte que no habían
olvidado a su tío Mario, el adalid de los populares. A diferencia de lo
sucedido en anteriores episodios históricos, los legionarios se abstuvieron de
saquear pueblos y ciudades, pues compartían los ideales y la estrategia
política de su líder.
Pompeyo,
a pesar de contar con un ejército mucho más numeroso, partió hacia Albania con
la idea de adiestrar y disciplinar a sus hombres. Le siguió una escolta de
aristócratas aduladores que abandonaron Roma con sus familias, sus siervos y
sus riquezas. El plan era rendir a Roma por hambre, pues los conservadores
contaban con los graneros de Hispania y de Sicilia que controlaba Catón.
César
entró en Roma en marzo, dejando su ejército fuera de la ciudad como establecían
las leyes. Envió a Pompeyo mensajes de paz que fueron ignorados. Mandó entonces
dos legiones a Sicilia al mando de Curión, que derrotó y ejecutó a Catón. A
Hispania marchó él en persona. No sin dificultades, sitió a las legiones
enemigas que capitularon uniéndose a los vencedores. Regresó a Roma cargado de
trigo. El pueblo le aclamó y lo que quedaba del Senado quiso otorgarle el
título de dictador. César lo rechazó, le bastaba con el de cónsul que le
confirieron los electores.
En Roma no hubo procesos, ejecuciones ni confiscaciones. César reunió al ejército en Brindisi y embarcó con doce naves y veinte mil hombres hacia Albania. Tras sucesivas escaramuzas, derrotó a Pompeyo cuyo ejército le doblaba en número, en la llanura de Farsalia. Aquella fue una de las más decisivas batallas de la Historia. César perdió apenas doscientos hombres. Cayeron quince mil de los de Pompeyo y otros veinte mil fueron hechos prisioneros e inmediatamente indultados por el vencedor. Pompeyo huyó hacia África, y en su lujosa tienda celebró César la victoria con los manjares que sus enemigos tenían preparados para una celebración que consideraron segura.
Entre
los vencidos estaba Bruto, hijo de Servilia, una antigua amante de Julio, y
posiblemente también suyo. Fue perdonado junto a Casio y otros pompeyanos.
La
nave en que huyó Pompeyo echó el ancla en Egipto, un estado vasallo de Roma. Su
rey, Tolomeo XII, enterado ya del curso de la guerra civil, pensó atraerse el
favor del vencedor asesinando a Pompeyo, así que lo hizo apuñalar y presentó a
César la cabeza del vencido. La contempló horrorizado. Probablemente también le
habría indultado.
Y
ya que los acontecimientos le habían llevado hasta Egipto, César quiso poner
orden en el país. Ejecutó a Potino, el eunuco que manejaba a su antojo al débil
Tolomeo, y repuso en el trono a Cleopatra, la reina, hermana y esposa del rey.
Se dice que para burlar la vigilancia de su hermano, Cleopatra se escondió
entre unas mantas o alfombras destinadas a los aposentos de César. Envuelta en
ellas y completamente desnuda la encontró el romano. Debió ser una primera cita
memorable. Parece que la reina de Egipto era muy versada en las artes de la
seducción, y por otra parte el lujurioso calvo no le hacía ascos a ningún encuentro
de esa clase, así que como suele decirse, se juntó el hambre con las ganas de
comer.
De la unión de ambos nació un infante al que llamaron Cesarión para que no quedara duda alguna sobre su paternidad. Con él y con su amante regia se presentó César en Roma. Cicerón y otros conservadores antiguos enemigos suyos le recibieron con las cabezas cubiertas de ceniza como signo de sometimiento y petición de perdón. Su esposa Calpurnia, acostumbrada a las cosas de su marido, abrazó a Cleopatra y al niño mostrando la mayor familiaridad. Quienes contemplaron la escena debieron respirar aliviados. Por fin todo en orden en Roma.
Nada deja las cosas tan firmemente grabadas en nuestra mente como el deseo de olvidarlas.
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