Existen más probabilidades de recibir el impacto de
un meteorito que de ganar el primer premio de la
lotería. Seguramente habéis
escuchado esta frase u otras parecidas en muchas ocasiones. Sin entrar en el
cálculo aproximado de la probabilidad de ocurrencia de uno y otro suceso, a
nadie se le oculta que en ambos casos es extraordinariamente remota. Hace
apenas unos años asistimos a la caída de un bólido, que causó graves daños, en
la región de Los Urales. Seguramente se trataba de algún fragmento desprendido
del objeto rozador de mayor tamaño que pasó a 27.000
Km. de la Tierra con diferencia de unas pocas horas.
En el caso de los objetos celestes relativamente
pequeños que, empleando una expresión nada científica pero ciertamente gráfica,
flotan en el cosmos, conviene aclarar que no son tantos como imaginamos. Mejor
dicho, si son muchos, porque su cantidad es abrumadora, pero si tenemos en
cuenta la enorme vastedad del espacio, su densidad es prácticamente
insignificante.
De hecho la región de nuestro espacio próximo (el
sistema solar) que mayor densidad de estos objetos alberga es el llamado
cinturón de asteroides próximo a Júpiter. Concretamente se calcula que en torno
al gigante joviano orbitan unos 100.000 asteroides de tamaño apreciable
(diámetro superior a un kilómetro), y por supuesto muchísimos más objetos de
tamaño menor. Pese a ello su separación media ronda los cinco millones de
kilómetros, lo que equivale a más de diez veces la distancia entre la Tierra y la Luna. Se comprende que a la hora de enviar
naves y sondas no tripuladas el riesgo de colisión se haya despreciado.
Sin embargo, los impactos se producen
continuamente. No hay más que observar la castigada superficie de nuestro
satélite para apreciar en ella las numerosas marcas que a lo largo de su ya
dilatada existencia han ido dejando una multitud de objetos. Tampoco la Tierra
se libra del bombardeo, y si en las imágenes tomadas desde satélites no se
aprecian estas huellas con la misma nitidez que en la Luna, ello se debe a que
en nuestro planeta azul muchas zonas de cráteres aparecen enmascaradas por la
vegetación que las cubre. De hecho existe un cráter enorme y relativamente
reciente (1908) en la región siberiana de Tunguska que afortunadamente produjo
muy pocos daños por tratarse de una zona deshabitada, y ha proporcionado un
rico filón de diamantes industriales. También algunos miembros de la comunidad
científica sostienen que el Golfo de México fue causado por el impacto de un gigantesco
meteorito. Tal vez el que acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años…
Un detalle curioso que no escapa a ningún
observador es que todos estos cráteres tienen forma circular. Esto puede
parecer extraño si comparamos los impactos con los que causan piedras de
diferentes formas y tamaños que arrojemos sobre un montón de arena. Si hacéis
la experiencia veréis que dependiendo de la forma del objeto que arrojemos, la
fuerza con que lo hagamos y el ángulo de tiro, las huellas de los impactos adoptan
formas muy variables. ¿Por qué no sucede lo mismo en el caso de los
meteoritos?
Antes de contestar a esta pregunta conviene aclarar
que afortunadamente los objetos más pequeños se vaporizan al entrar en contacto
con nuestra atmósfera. En cuanto a los asteroides y meteoritos de tamaño
apreciable, cuando colisionan con el planeta, se produce una liberación
explosiva de la descomunal energía cinética que alberga la masa del asteroide
en función de su enorme velocidad (recordad E=mc2).
Esta liberación energética concentrada se asemeja en todo a la detonación de
una bomba de potencia extrema, y deja como ella un cráter circular, a lo que
contribuye también en gran medida el hecho de que las eyecciones salen
despedidas en todas direcciones de forma homogénea, con independencia de la
dirección de que provenga la bomba y del ángulo del impacto. Por eso la inmensa
mayoría de los cráteres son redondos. Acaso existe una única excepción cuando
el impacto se produce en un ángulo muy oblicuo, extremadamente rasante, casi
horizontal. En estos casos, que son muy raros, la energía no se libera en un
solo punto, sino en una franja alargada en forma de barra.
La probabilidad de que se produzca uno de esos
formidables impactos como el que según la teoría más extendida, originó el fin
de la era reptiliana, es ciertamente muy remota. Los especialistas en la
materia calculan que se produciría un cataclismo de esa magnitud cada 50 o 100
millones de años. El último habría ocurrido hace 65. ¿Estará próximo el
siguiente? Os aconsejo que no penséis demasiado en ello, sobre todo porque
llegado el caso, no habría nada que con la tecnología actual, pudiéramos hacer
para evitarlo. Pensad mejor en que os toca la lotería.
El lenguaje estadístico es más
difícil de interpretar que el antiguo sánscrito. Sir Bertrand Russell.
No hay comentarios:
Publicar un comentario