los Proctor, lo que se dice un matrimonio modelo |
Creedme
si os digo que las posesiones diabólicas están entre las cosas que
más me incomodan de este mundo. Recuerdo con especial repugnancia el
caso de los Proctor, lo que se dice un
matrimonio modelo. Era una hermosa tarde de primavera.
Yo estaba en mi oficina, dormitando con los pies sobre el escritorio
después de haberme zampado tres sandwiches de mantequilla de
cacahuete, cuando Samuel L. Proctor entró como una exhalación en el
despacho. ¡Tienes que ayudarme!, suplicó. ¡Mi esposa está siendo
poseída! ¡Es el diablo!, gritó. ¡Dios mío, es el diablo! Y se
abrazó a mí sollozando. ¡Te pagaré lo que me pidas!, dijo. Bueno,
contesté, ayer le cobré trescientos pavos a un tipo de Brooklyn por
librarle de un inquilino indeseable. ¿Qué te parecen quinientos? Te
daré seiscientos si consigues librar a Martha de ese demonio,
propuso. Okey, acepté, vamos allá. Aquello ocurrió antes de mi
estancia en Las Vegas, así que yo no tenía demasiada experiencia en
estos casos de posesión. Por suerte el padre Karras, el famoso
sacerdote católico especialista en exorcismos, vivía no muy lejos
de mi oficina, así que arrastré a Sam Proctor hasta mi coche, y en
un instante nos plantamos en el despacho parroquial.
Una hermosa joven lanzó pétalos a nuestro paso |
Encontramos
al padre Karras en el patio, haciendo prácticas de exorcismos de
emergencia. Vestía un chaleco militar con los bolsillos repletos de
rosarios y crucifijos. Sostenía una especie de lanza de agua,
conectada a una mochila-depósito que cargaba a la espalda, y
apuntaba a un maniquí de cartón montado sobre un viejo perchero. Al
vernos llegar nos obsequió con una de sus beatíficas sonrisas. Es
agua bendita, explicó. Yo mismo la he bendecido. Y luego, adoptando
un aire confidencial, nos dijo: quiero confesaros... ¡No hay tiempo
para confesiones, padre, absuelvanos sumariamente! Y le puse al
corriente del problema de la señora Proctor. No, no, aclaró, digo
que quiero confesaros algo: he bendecido toda el agua de la
depuradora y los depósitos municipales, así que desde hace días
todo el barrio bebe y se ducha con agua bendita, ¡qué os parece!
Sam y yo no tuvimos más remedio que manifestar de la manera más
vehemente que pudimos, nuestra más rendida admiración a aquel gran
hombre. Al atravesar el barrio comprobamos los efectos causados por
el agua bendita. Los pajarillos cantaban, las parejas paseaban
cogidas de la mano, los niños jugaban alegremente, y hasta los
delincuentes juveniles ayudaban a cruzar la calle a las viejecitas.
Una hermosa joven lanzó pétalos a
nuestro paso. Un agente de tráfico nos dio paso en el
cruce de la 38 con Madison, mientras sostenía en brazos a un
chiquillo negro. En pocos minutos llegamos al domicilio de los
Proctor.
Mientras
Sam Proctor introducía la llave en la cerradura con el mayor sigilo,
el padre Karras empuñó su lanza de agua bendita. Su semblante
transmitía la más firme decisión. Yo, por mi parte, amartillé mi
viejo revólver. Cuando las cosas se ponen feas, no hay nada como las
confiables seis balas de plomo de un Colt 45. Pasamos al dormitorio,
y allí estaba Martha Proctor, desnuda en la cama con un tipo también desnudo. Llegas
demasiado pronto, Sam, dijo ella. ¿Quién es ese hombre?, se atrevió
a preguntar Samuel L. Proctor con un hilo de voz. Es el diablo,
naturalmente. ¿Te ha poseído? ¡Ya lo
creo, varias veces! Pero ahora ya esta fuera de mí, y
se marchará enseguida, ¿no es verdad?, preguntó dirigiéndose al
maligno. El diablo dio la última calada a su cigarrillo y contestó:
si, ahora mismo me voy, querida. Hay que reconocer (todos estuvimos
de acuerdo en ello después) que aquel engendro de los infiernos
había adoptado una apariencia humana bastante atractiva. Tenía
también una voz agradable. Me llamo Pitt, nos dijo, y el padre
Karras nos susurró que nunca antes se había enfrentado a un demonio
tan amistoso. No os confiéis, advirtió. No le quitamos ojo mientras
se vestía unos vaqueros ceñidos y una camiseta de repartidor de
Coca-Cola. Luego sonrió y se marchó tranquilamente. Desde la
ventana le vimos montar en la camioneta de reparto. Sam pudo al fin
abrazar a su querida esposa. Antes el buen sacerdote se había
cerciorado de que no le hubieran quedado las clásicas marcas
satánicas en ningún lugar del cuerpo, y todos dimos gracias a Dios.
Sam me pagó mis seiscientos.
¿Te ha poseído? ¡Ya lo creo, varias veces! |
Estábamos
el padre Karras y yo a punto de marchar también, cuando Proctor tuvo
una idea repentina. Un momento, dijo, Martha no tiene marcas por
fuera, pero ¿y si esa criatura maligna ha dejado algo infernal
dentro de ella? El cura y yo nos miramos perplejos. Él marchó al
cuarto de baño y vació la cisterna del inodoro. Luego la volvió a
llenar con parte del agua bendita de su depósito-mochila. Cuando tu
esposa expulse lo que pudiera llevar dentro, el agua bendita se
encargará de arrastrarlo hasta los sumideros, dijo para tranquilizar
a Samuel. Yo, para tranquilizar a Martha, le di una cajita con dos
dosis de progesterona. Es lo que llaman la píldora del día después.
-¡Ay
Manolo, ese bebé no es nuestro hijo!
-Bueno,
el niño se cagó y me pediste que lo cambiara, ¿recuerdas?
-Si,
claro que lo recuerdo.
-Pues
bien, ya está, lo cambié.
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