Publicado en nuestro anterior blog en diciembre de 2012
En determinadas condiciones ideales (a nivel del mar y con
una temperatura de 20º C) las ondas sonoras se propagan a la velocidad,
relativamente modesta, de 343 metros por
segundo.
La luz es mucho más veloz. La velocidad de la luz en el
vacío se estima en unos 300.000 kilómetros por
segundo (más concretamente, 299.792.458 metros por segundo). Pero el que sea
abrumadoramente mayor no es el único detalle que hace diferente la velocidad de
la luz comparada con la del sonido. Mientras que esta última varía para
cualquier observador que se mueva respecto a la fuente del sonido, la velocidad de la luz en el
vacío es la misma y permanece constante para todos los observadores, con
independencia del movimiento de estos y de la fuente de luz.
Esta extraordinaria característica de la luz indujo al
joven Einstein en 1905, a deducir lo que denominó la relatividad de la
simultaneidad. En efecto, dos sucesos que ocurran de forma simultánea
para un observador que se encuentre en el sistema donde se producen, pueden
suceder en distintos momentos para otro observador que se mueva en relación al
sistema. Un ejemplo clásico: imaginad un vagón de tren bastante largo. Hay dos
viajeros (o mejor, dos ingenios mecánicos) situados en cada uno de los dos
extremos de ese larguísimo vagón. Ambos han sincronizado a la perfección sus
relojes, y les pedimos que en determinado momento, conecten las linternas que
les hemos proporcionado. Situamos en el punto central del vagón, equidistante
de ambos viajeros, a un observador (o mejor, un dispositivo sensor muy
preciso). Suponiendo que ambos viajeros actúen de forma eficiente, el
observador del centro del vagón percibirá que ambas linternas se iluminan de
manera simultánea.
Ahora bien, alejémonos del sistema (el vagón) y situemos un
segundo observador parado en el andén de la estación por la que el tren pasará
sin detenerse. Desde este punto de observación externo, se apreciará con
claridad que se enciende primero la luz del viajero situado en el extremo del
vagón más próximo al sentido de la marcha del tren, y posteriormente la del
viajero situado en el extremo más alejado. La magnitud del desfase temporal
dependerá naturalmente de la velocidad del convoy y de la longitud del vagón,
pero sin duda existirá desfase.
Del mismo modo, si viajamos a bordo de un avión que se
mueve con una velocidad constante respecto del suelo, es decir, en un sistema de referencia en
movimiento, y no se nos permite mirar por la ventanilla el movimiento
del paisaje, no podemos saber a qué velocidad nos movemos. Perfectamente
podríamos estar siendo engañados, encerrados en un vehículo detenido.
En su artículo publicado cuando Albert Einstein tenía solo
veintiséis años, y era un modesto empleado de la oficina de patentes de Berna,
estableció también la celebérrima ecuación E=mc2,
conocida como la ley de equivalencia de masa y energía. La
fórmula expresa en esencia que la masa de un cuerpo es la medida de su
contenido energético, siendo c la velocidad de la luz en el vacío.
Hasta 1915, año de la publicación de la teoría
general de la relatividad, Einstein no completó el monumental corpus doctrinalis iniciado con su teoría especial, sin
embargo, ya en 1905 el joven científico abrió un horizonte nuevo y fantástico a
la comprensión del universo físico, que todavía hoy, y probablemente por mucho
tiempo, se sigue y seguirá desarrollando.
Las implicaciones de la teoría
especial de la relatividad son
extraordinarias. La que con mayor fuerza salta a la vista es que, dado que el
tiempo está relacionado con la velocidad a la que se viaja, no puede existir un único reloj
universal con el que
puedan sincronizarse todos los demás. Para un viajero que se aleje de la Tierra
a una velocidad próxima a la de la luz, todo el tiempo de nuestra existencia
puede ser un simple parpadeo. Al regresar sólo unas horas más tarde según su
reloj, descubriría que todos hemos desaparecido hace siglos…
Por otra parte, la expresión E=mc2 con su
prodigiosa y sencilla belleza, explica algo tan elemental como por qué brilla
el Sol. En su interior continuamente se fusionan grupos de cuatro núcleos de
hidrógeno, para formar un solo núcleo de helio, con una masa menor que la suma
de los cuatro núcleos de hidrógeno que se fusionaron para formarlo.
Ateniéndonos a E=mc2,
la masa m que se pierde en la fusión origina una
energía E. En el
centro del astro cada segundo las reacciones de fusión convierten 700 millones
de toneladas de hidrógeno en helio, liberando enormes cantidades de energía que
permiten que el Sol caliente la Tierra y dé lugar a la creación de vida.
También se deduce de la teoría y de la propia fórmula, que ningún objeto puede alcanzar jamás
una velocidad superior a la de la luz. Pero esta ya es otra cuestión. La
trataremos seguramente en una próxima ocasión…
Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Algunos
tienen además esposa. Groucho Marx.
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