Ya
hemos hablado en alguna ocasión de los cambios producidos en el
ámbito mediterráneo con la llegada de los invasores indoeuropeos.
La nueva religión trajo consigo una nueva conciencia moral que desde
varios puntos de vista podría presentarse como una especie de
sacralización de la civilización, lo que se plasmó
de manera muy especial en lo relativo a las costumbres. Siguiendo a
los analistas clásicos, esta sacralización se manifiesta en dos
sentidos: una forma de entender la religión que podemos calificar de
no mística, la religión de Apolo; y otra mística, la
religión de Demeter y Dionisos. En la primera, la del Apolo
délfico, es característica la adición de un elemento moral, la
atribución de la bondad suprema al dios. En el mundo que dirige el
dios debe esperarse el triunfo del bien.
La
frecuente experiencia contraria, el sufrimiento de los buenos y la
dicha de los malos, no contradice esta sanción, porque en esa época
domina la conciencia filonómica, dogma según el cual los hijos son
castigados por las faltas de sus padres hasta la tercera o la cuarta
generación. Esto resulta algo tan natural entre los griegos, como lo
fue en la antigua Israel. El bueno sufría en silencio, sumiso a la
voluntad de los dioses, pensando que así purgaba las faltas de sus
antepasados que acaso él mismo ignoraba. Existen ejemplos de ello en
Herodoto (Creso) o en Eurípides (Teseo) entre otros.
Del mismo modo, el malvado que moría dichoso, no lo hacía
completamente, pues le atormentaba la suerte que se reservaba a sus
hijos. Los molinos de los dioses muelen muy lentamente, pero no
dejan de moler, decía el proverbio griego.
Pero
vayamos al segundo sistema. En las enseñanzas místicas de Demeter y
Dionisos apareció por primera vez entre los griegos la idea de una
vida mejor después de la muerte. No sólo eso, el hombre podía
trabajar en vida para asegurar la salvación. Una preparación
teocrática, mediante la iniciación en los misterios eleusinos
y los olímpicos, pero también una preparación mediante una
existencia moral. Aparece la idea del juicio a los difuntos con el
premio de un paraíso (Campos Elíseos) para los justos y un
infierno (Tártaro) para los pecadores. En este, como en
tantos otros aspectos, el cristianismo no hizo sino heredar y adoptar
como suyas todas estas ideas. Vemos pues cuál es el mecanismo por el
que se ensanchó el círculo de adeptos, y el eudemonismo
escatológico como sanción del deber moral, se colocó al
lado del eudemonismo biológico. Es considerado bueno
(agathós) el que presta mayores servicios a sus amigos, y
también cabe añadir que aquel que causa mayor daño a sus enemigos,
como en el caso de los héroes guerreros. A nivel estético, se
considera la superioridad moral como un efecto natural de las
cualidades físicas. El hombre ideal es hermoso y bueno (kalós
kai agathós) al mismo tiempo.
Ya
veis que todo nos resulta de lo más familiar. Hay una diferencia a
primera vista, con la moral cristiana. A la pregunta de cómo
se obtiene la superioridad moral, la respuesta cristiana apunta a la
virtud y el sacrificio. En el pensamiento clásico, se responde con
entera convicción: por el nacimiento. El bueno nace bueno, de ahí
la importancia de la eugenia, de la nobleza. El desarrollo de
esta idea conduce a lo que se llama el aristocratismo
biológico, que se transforma gradualmente en aristocratismo
de clase. Los aristócratas se llaman a sí mismos agathoi,
y tratan de kakoi (viles) a las gentes de baja condición.
Subrayábamos que la diferencia con la moral cristiana lo es sólo a
primera vista. En efecto, mientras que desde los púlpitos se
predicaba la igualdad de todos los nacidos de mujer a los ojos de
Dios, los príncipes de la Iglesia se han inclinado siempre ante los
poderosos, élite de la que ellos mismos han formado parte. Esta
patente hipocresía ha hecho posible que, como ocurría en la
religión clásica, el cristianismo haya sustentado y bendecido
injusticias tan intolerables como la esclavitud hasta tiempos
históricos bien recientes.
Y
es que en materia religiosa, como en definitiva corresponde a
cualquier superchería, no hay nada nuevo porque no puede haber nada
nuevo, porque todo estaba ya inventado, amigos. El profe Bigotini,
que no tiene más dios que la razón ni respeta más leyes que las
naturales, os anima a reflexionar sobre ello, y por supuesto, a
alcanzar la virtud.
-Mamá,
he reñido con mi marido, y para que sufra me voy unos días a tu
casa.
-Hija,
si quieres que sufra de verdad, debería irme yo a la tuya.
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