Las
Vegas en verano es lo más parecido al infierno en la tierra, sobre
todo cuando no funciona el aire acondicionado. Aquella mañana allí
estaba yo, cubierto de sudor, intentando sin éxito arreglar un viejo
ventilador estropeado, cuando entró ella
en la oficina.
Era
Salomé Deville, la mujer más sexy que he visto jamás. Tenía un
cuerpo soberbio, una voz sugerente, unos labios sensuales y unos ojos
hipnóticos. Su perfume resultaba irresistible. Hubiera querido
decirle algo ingenioso y genial, pero en lugar de eso, me quedé
mirándola como un pasmarote. Buscó a su alrededor donde sentarse, y
le ofrecí la única silla libre de trastos de aquel lamentable
cuchitril que parecía más una chatarrería que el despacho de un
detective. Es este maldito calor, dije sin pensar en lo que decía.
Su reacción ante una aclaración tan absurda me sorprendió. Por un
instante creí que iba a echarse a reír, sin embargo, Salomé
Deville rompió a llorar desconsoladamente.
Siempre me acabo acostando con las chicas que lloran así |
Debí
haberle ofrecido un pañuelo, pero en mi cubil los pañuelos
escaseaban aun más que las sillas vacías, así que terminó por
sacar del bolso uno de delicados encajes, con el que se sonó
ruidosamente. Mientras la contemplaba frágil e indefensa, pensé:
siempre me acabo acostando con las chicas que lloran así. Dejé que
se desahogara sin presionarla, y una vez que se hubo tranquilizado lo
suficiente para hablar de negocios, fue directa al grano: tengo
motivos para sospechar que mi marido es el
diablo. Otro caso de adulterio, pensé, o quizá de
crueldad doméstica... Pero no. No era nada de eso. Poco a poco,
Salomé se fue explicando. Yo cada vez más asombrado, finalmente
comprendí lo que quería decirme. Ella realmente estaba convencida
de que su marido era el demonio, pero no en sentido figurado, no.
Estaba convencida de haberse casado con el Señor de las tinieblas,
con Satán, Lucifer, o como quiera que de verdad se llame el Príncipe
de la oscuridad, el Ángel caído. No sabría explicar por qué, pero
lo cierto es que al escucharla me estremecí. Ella se refugió en mis
brazos. No estoy seguro de si lo hizo buscando protección o lo hizo
para protegerme a mí. El caso es que allí estábamos los dos,
acariciándonos suavemente mientras yo aspiraba las fragancias de su
piel y ella el sudor de mis axilas sin protestar lo más mínimo.
Calculé mentalmente que aquella noche haríamos el amor. Me
equivoqué. Antes del mediodía estábamos en la cama extenuados
después de una agotadora sesión de sexo.
Pongamos las cartas boca arriba ¿no le parece? |
Salomé
sabía separar el placer y los negocios. Me pagó tres mil pavos por
adelantado, y me puso al corriente de ciertos detalles. Te llamaré
cuando averigüe algo, prometí, y se despidió con un beso que me
dejó loco de deseo. En los días siguientes desplegué toda mi
experiencia de sabueso. Por supuesto, deseché cualquier prejuicio
irracional, pero conforme iba atando cabos, me inquietaba más y más,
hasta que, aunque me avergüence reconocerlo, llegué a barruntar que
Salomé podía estar en lo cierto. No me extenderé en tediosos
detalles de vigilancias, sobornos y otras pesquisas. El caso es que
el final del camino que había iniciado, me condujo a Maurice Deville
en persona. El personaje era un magnate del juego. Una tapadera muy
lógica en Las Vegas. Tenía su despacho en el último piso de uno de
los principales casinos de la ciudad. Cuando me presenté allí me
temblaban las piernas. El sujeto era uno de esos tipos atildados que
visten impecablemente. Su cuidadísimo bigote, su acento vagamente
europeo y sus elegantes maneras, le daban un aire decididamente
mefistofélico. Eh bien, mon ami, me dijo sonriendo mientras
me invitaba a sentarme, rien ne va plus. Pongamos las cartas
boca arriba, ¿no le parece?, añadió mientras jugueteaba
diestramente con una baraja. Casi tartamudeando, comencé un torpe
circunloquio que él interrumpió con gesto de hastío. No se canse
más, mon ami. La respuesta es si, oui, ja. Yo soy
quien soy. Y a la vez que lo decía, se materializó entre una nube
de azufre la inconfundible figura del maligno, sin que faltaran los
cuernos, el rabo, las patas de macho cabrío, ni el resto de los
familiares detalles que recoge la tradición diabólica.
...debe estar en Acapulco, seduciendo a su profesor de tenis |
¿Qué
quiere de mí?, preguntó con una solemnidad que hubiera hecho
parecer un payaso al emperador de China. En vano traté de contestar
que no quería nada, pero adelantándose incluso a mis más ocultos
pensamientos, prosiguió: todo el mundo quiere algo de mí.
¡Lujuria!, sentenció. Eso es lo que veo escrito en su rostro y en
cada rincón de su ridículo cuerpo mortal. ¡Lujuria!¿Disfrutó con
mi pequeña Salomé, n'est pas?, dijo riendo. A estas horas
debe estar en Acapulco seduciendo a su profesor de tenis. Pero no nos
desviemos del tema: voilá, mon cherí monsieur
fisgón, sus más secretos deseos se verán cumplidos. Podrá
satisfacer su lujuria hasta el final de su vida. Claro que cuando
llegue ese final...
No
necesitó decir nada más. Estábamos sellando un pacto. Un pacto sin
documentos ni firmas, pero sin posibilidad de ruptura.
Me
despidió con un gesto displicente. Ya estaba en el umbral de la
puerta, cuando me volví y le dije con voz temblorosa: disculpe Mr.
Deville, ¿no es costumbre permitir al contratante elegir la forma en
que desea morir? Mais oui, concedió. Así que nuestro
hombretón desea morir... ¿de viejo? ¿Un centenario follador, tal
vez? O bien una muerte dulce... ¿Durante el sueño? ¿Un accidente,
quizá?
Me
armé de valor, tragué saliva, y en un arranque de coraje le grité:
¡de parto!
Han
pasado dos semanas desde aquella terrible entrevista, y casi un mes
desde que la voluptuosa Salomé Deville entró por esa puerta. No he
vuelto a verla ni a llamarla, y curiosamente tampoco tengo gana de
hacerlo. Lo cierto es que de un tiempo a esta parte no tengo gana de
nada. Estoy mareado desde que me acosté con ella. Hoy he vomitado ya
tres veces. Me noto pesado, hinchado... A veces lloro sin ningún
motivo y me siento hipersensible. Voy al baño para hacer esa maldita
prueba. En la farmacia me han asegurado que bastan un par de gotas de
orina.
Si
no quieres tener hijos, lo mejor es que te acuestes con tu cuñada.
Así tendrás sobrinos.
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