Bruselas
es lo que se dice una gran metrópoli, sobre todo desde que ostenta
la capitalidad europea. Aquí el tranquilo paseo no basta, porque las
distancias son ya considerables. El centro histórico orbita
alrededor de la Grand
Platz, impresionante por
sus monumentales edificios. Una vez al año esta elegante plaza se
cubre literalmente de flores. En los días en que la visitaron
Bigotini y sus chicas, una llovizna pertinaz e intermitente humedecía
los adoquines. Extraemos, como siempre, unas apresuradas notas
tomadas de su diario de viaje.
Cenamos
en la zona turística. El camino de vuelta al hotel resulta ser casi
todo cuesta arriba. Decididamente, habrá que utilizar el transporte
público como en Amsterdam. Llegamos cansados. Menos mal que las
camas son enormes y magníficas. El sueño lo reparará todo. Y tras
el reparo del sueño, desayuno en el hotel. Está bien, pero después
de probar los de Amberes, cualquier desayuno parecerá pobre. En la
colorista gastronomía callejera de Bruselas destacan, además de los
inevitables chocolates y las deliciosas cervezas, los cucuruchos de
patatas fritas servidos con diferentes salsas. Recomendamos a los
viajeros que no hagan ascos a tan humilde propuesta. Conviene, eso
si, evitar los tenderetes que ofrecen patatas recalentadas, pero en
el centro histórico de la ciudad hallarán media docena de
establecimientos fijos en los que la fritura es perfecta. Son
fácilmente reconocibles por las colas que se forman a sus puertas.
La
agenda del día es apretada: visita a la iglesia de la Magdalena,
visita a la catedral, visita a una tercera iglesia, para finalizar la
mañana en el museo del cómic, arte cuya sede mundial radica
precisamente aquí en Bruselas. El museo es un paraíso para los
amantes de los tebeos en general, entre los que me cuento, y
especialmente para los tintinólogos, entre los que presumía
contarme, pero hoy he comprobado que mis conocimientos sobre Hergé y
sus personajes, después de todo son muy limitados. Tintín, Hadock,
Tornasol, la Castafiore… Todos los personajes, todos los episodios,
todas las anécdotas… En fin un recorrido exhaustivo que termina
dejándonos exhaustos. Almorzamos en el restaurante del museo y
recorremos luego la tienda en busca de ignotos tesoros.
Por
la tarde paseo por el centro, cervecita y helado (siempre de
chocolate). Terminamos cenando en un curioso restaurante étnico:
Hemispheries,
adosado a la salida trasera de las célebres galerías St.
Hubberthus, en pleno
corazón de Bruselas. Tanto los tajines
de carne y de pescado, como los postres, son excepcionales. El guiso
de mejillones en salsa es un manjar inolvidable. Las chicas acaban la
cena con un humeante y fragante thé
a la menthe.
Recorremos
los últimos lugares aun no visitados del centro histórico. Hemos
descartado tanto el atomium
(que consideramos por unanimidad una cosa monstruosa), como el barrio
de los eurodiputados, que por lo que dicen las guías, es como tantos
otros barrios modernos. El inevitable recorrido de iglesias nos
depara alguna agradable sorpresa, como Sta.
Marie de la Chapelle,
llamada la iglesia de los españoles, porque
fue edificada por obreros provenientes de Nápoles y el resto de
Italia (así reza
literalmente en una guía).
En
la Grand Platz
coincidimos con un pintoresco desfile de personajes ataviados con
vestimentas medievales y renacentistas. Se desata de nuevo nuestra
fiebre fotográfica. Comemos en el célebre Café
Falstaff, que no puede
dejar de visitarse en Bruselas. El local, fundado en 1903, ha sido
declarado monumental por el gobierno belga, y no sé cuántas más
cosas por la Unesco. Las chicas piden el steak
tartar de la casa, que
tiene fama, y yo me decido a probar el potaje de Bruselas y el
celebérrimo conejo a la belga. Está todo riquísimo y el marco es
incomparable: espejos tallados, arañas de cristal, maderas nobles,
vajilla y cubertería dignas de una vitrina, camareros con
delantales, pajaritas y el resto del equipo ad
hoc.
Por
la tarde visita au Palais
Royal y sus espléndidos
jardines. Lujo, fasto y boato a tutiplén.
Vamos
a cenar (y tome nota el lector, porque este ha sido uno de los
descubrimientos más afortunados del viaje) al Grand
Mageur, en la plaza del
Grand Sablon.
Se trata de un lugar inolvidable con buen papeo y música en vivo. Un
cuarteto formidable interpreta piezas clásicas del Este, dándoles
cierto aire jazzístico antiguo, como de los años treinta. En
concreto el violinista, un tipo eslavo, es todo un virtuoso. Destacan
en el variado repertorio Las
hojas muertas, La
dolce vita, el inevitable
“ochichornia”
(o como quiera que se escriba). Hacen una versión de Petite
fleur que llega a
emocionar. Hay un ambiente bohemio muy interesante. Al poco rato nos
percatamos de que con excepción de nuestra mesa y la contigua donde
cena un matrimonio de americanos, el resto de los comensales (más
bien “bebensales”, porque hay que ver como empinan el codo)
parecen ser clientes habituales, rusos en su mayoría. Las camareras,
también eslavas, tienen unos treinta y cinco años, exactamente los
mismos que tenían hace quince, detalle que no les impide desplegar
una encantadora coquetería. Entre copa y copa menudean los besos y
los abrazos a los que son tan proclives estas gentes. Elegimos una
cena sencilla pero contundente: foie
gras y cordero. Luego,
imitando a los parroquianos, prolongamos la sobremesa con postres y
bebidas… Una despedida de Bruselas por todo lo alto. Otro motivo,
aparte de la pasta que levantan sin dar golpe, para envidiar a los
eurodiputados.
Paseamos
por última vez hasta el hotel en la noche bruselense. Hay que
descansar bien. Mañana será el fatídico día de la vuelta a casa.
Desayuno.
Taxi a la estación. Tren al aeropuerto. Despegue. Aterrizaje en
Barcelona. ¿Parece breve, verdad? Sin embargo, está salpicado de
facturaciones, tiempos muertos y tediosas esperas. Interminables.
¡Ay!
En
Barcelona, un poco asustados por los periódicos que amenazan con un
caos de tráfico ferroviario en toda Cataluña, nos decidimos a
alquilar un coche, y así en apenas tres horas estamos en Zaragoza,
no sin antes sufrir ya muy cerca de casa, en los Monegros, una de las
tormentas de verano más desmesuradas de que se tiene noticia.
Bueno…
pues por fin en casa.
No
se puede confiar en una mujer que revela su verdadera edad. Si es
capaz de eso, será capaz de cualquier cosa. Oscar Wilde.
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