Nacido
en 63 a.C. como Cayo Octavio Turino, el que estaba
destinado a ser dueño y señor del mundo civilizado de su tiempo,
cambió su nombre por el de Cayo Julio César Octaviano,
al ser adoptado por su tío abuelo, Julio César. Tras el asesinato
de su mentor, el Senado de la todavía entonces República de Roma le
concedió el derecho a utilizar el cognomen de Augusto, título
que a partir de él heredaron sus sucesores de aquel recién nacido
Imperio Romano.
Así
pues, Cayo Julio César Augusto
se convirtió en emperador, inaugurando en Roma una larga tradición
de veneración al monarca, que llevó a divinizar su figura. Augusto
fue el primer dios viviente sobre la faz de la Tierra. Su leyenda se
extendió por todos los confines del Imperio, y su estatua se
convirtió en el más extendido objeto de culto. Todo un clásico de
la iconografía, con el índice de la mano derecha levantado hacia el
firmamento, reproducido en todos los tamaños y en diversos
materiales, hasta el último rincón del mundo romanizado.
Permitidnos
que hoy en Bigotini pasemos por alto su gigantesca figura histórica
y política, para centrarnos exclusivamente en su faceta literaria,
acaso la más desconocida, precisamente por ser tan escasos los
materiales de que disponemos para glosarla. Biblioteca Bigotini os
ofrece una transcripción bilingüe de la Res
Gestae, la inscripción tallada en dos pilares de
bronce que se erigieron frente a su mausoleo. Si aceptamos el
testimonio de Tiberio, su sucesor, la mayor parte del texto debe
atribuirse al propio Augusto, siendo esta por consiguiente, su única
obra literaria conocida. Haced clic en la
ilustración y asombraos con la lectura de los hechos
del divino Augusto. Puede que encontréis el tono acaso
demasiado grandilocuente, pero pensad que probablemente no hubo ni
antes ni después de él, un personaje más poderoso e influyente.
Cuando
veas a un gigante, examina la posición del sol. Podría ser la
sombra de un pigmeo. F. von Hardenberg.
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