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miércoles, 5 de agosto de 2015

VARSOVIA Y LAS HOJAS MUERTAS

El tren ha dejado atrás hace ya rato la boscosa Prusia oriental y la vieja, vieja Alemania. Sus raíles se extienden a lo largo de las interminables estepas de Silesia y Pomerania. Desde que cruzamos el Oder, manso y fronterizo, no vemos otra cosa que inmensos campos de trigo donde de vez en cuando, se alza tímidamente alguna casita solitaria. En menos de seis horas, y esta vez pacíficamente, haremos el camino que las ominosas tropas nazis hicieron en cuarenta y ocho. El profe Bigotini con su enorme nariz asomada al paisaje y sus bigotes azotados por el viento, escucha a todo volumen la cabalgata de las valquirias. Dentro de poco avistaremos Varsovia. No me extraña -confiesa-, que escuchando la música de Wagner, a Hitler le asaltara esa urgencia feroz por invadir Polonia.



Varsovia es una ciudad algo extraña, pero a la vez fascinante para el viajero curioso. Nada más llegar a su estación central, impresionan la retina los monstruosos edificios postguerristas. La arquitectura socialista de los cincuenta es exagerada y pétrea. Monstruosa y solemne. Tiene, como todas las obras de las dictaduras, su dosis de propaganda. Tiene también algo de asfixiante y sobrecogedor que produce el efecto de empequeñecer a las personas, convirtiéndolas en pulgas. Preside el paisaje urbano de Varsovia un gigante: el palacio de la cultura y de las ciencias, un regalo del camarada Stalin al pueblo polaco. Desde el piso trigésimo de su torre puntiaguda, un mirador permite contemplar la ciudad a vista de pájaro. Grandioso espectáculo. El edificio fue durante años la segunda construcción más alta de Europa, sólo superada por la famosa torre parisina. El taxista polaco señala el rascacielos con orgullo al paso por la avenida, y exclama no sin dificultad: ¡Stalin souvenir, mein her!


La mayor parte de la ciudad (nueve de cada diez edificios) resultó destruida durante la ocupación nazi, especialmente como consecuencia de las represalias por la heroica revuelta de 1944. Por lo tanto, Varsovia es una ciudad que en cierto modo puede calificarse de nueva. Hay dos Varsovias. Una socialista y desmesurada, de grandes avenidas arboladas, bordeadas de enormes edificios oficiales y ocasionales bloques de viviendas sociales tipo colmena, de las que tantos ejemplos vimos ya en Berlín. La otra Varsovia, más íntima y paseable, es la que reconstruyeron los polacos en los años setenta y ochenta junto al cauce del Vístula. Esta reinventada old town ha sido recientemente declarada patrimonio de la humanidad, y lo ha sido con razón. En la plaza del mercado, la vieja gran plaza de la antigua Varsovia, se alzan en hileras desiguales las casas medievales y renacentistas, apoyadas unas sobre las otras como un arquitectónico coro de borrachos. Nadie que no esté en el secreto sospecharía al verlas que la mayoría apenas tienen treinta años. Un tranquilo paseo a pie o en alguno de los tranvías y coches de caballos, hará que el viajero se familiarice con esta encantadora ciudad vieja. Tiendas de recuerdos, joyerías, licorerías y heladerías (no pueden dejar de probarse unos cucuruchos de helado increíblemente largos). Pero sobre todo cafés y restaurantes…


La gastronomía polaca es rica y variada. Probamos el célebre pato asado con compota de manzana (exquisito) y las diferentes variantes de cerdo y de cordero (las costillas guisadas resultan apasionantes). Son míticos los steak tartar servidos con su huevo y sus acompañamientos de rigor. También destacan las sopas y los preparados de setas en salsas, en cremas o de mil maneras. Un plato típico es el zurek, un pan grande vaciado y relleno de los caldos y los guisos más variopintos. Otro que puede alcanzar altos niveles de exquisitez son los pierogi, una especie de raviolis grandes como empanadillas, que se rellenan con carnes, verduras o quesos. Son una particular interpretación polaca de la cocina italiana, y se sirven muy especiados y con guarnición de chalotas confitadas.


En cuanto a los templos gastronómicos hay que destacar el Delicya Polska, frente a la basílica de Johan Pawel II, en la animada avenida que enlaza la ciudad nueva con la vieja. Es un local frecuentado por todos los famosos nacionales y algunos internacionales. Los camareros os ofrecerán una mesa en la terraza exterior. No os dejéis engañar. El comedor interior es lujoso y cálido, y está presidido por un carro de licores monumental, digno de figurar en el mobiliario de un palacio. También os fascinará el Fret@Porter, interesantísimo restaurante de cocina de autor en la calle Freta de la new town. Es un local íntimo de atmósfera decadente con velitas, artísticos centros florales y pianista incluido. A destacar una gelatina de pato y manzana, reinterpretación del plato estrella del país, una tabla de quesos digna de príncipes, unas costillas de cordero chef stile, y un sorprendente milhojas de pollo con mermelada que nos dejó con la boca abierta. El servicio es irreprochable, como por otra parte lo es en todos los establecimientos de Varsovia, incluidos los más humildes bares. En cuanto al comercio, los artículos que más pueden tentar al turista son las joyas de ámbar del Báltico engarzadas en plata, las inevitables muñequitas regionales, y las bebidas con alto contenido alcohólico, como el licor de miel o el vodka que según los polacos, es el mejor del mundo, naturalmente. No pudimos corroborarlo, porque desde el primer trago, la boca quedó completamente anestesiada.


Ocurre con Varsovia un poco lo mismo que con Berlín. Hay varias Varsovias diferentes. Está en primer lugar, o como primera impresión del visitante, la Varsovia roja de los cincuenta y los sesenta, con sus viviendas colmena y su arquitectura titubeando entre lo sobrio y lo ridículamente pretencioso. Enormes tiendas donde se exhibe (es dudoso que llegue a venderse) una colección de trastos pasados. Luego está ese aire un poco hortera que suelen tener muchos tipos del Este, como de chulitos de gimnasio, del que alardean algunos de los lugareños. Los nuevos vientos capitalistas han traído para algunos automóviles de lujo y ropa de marca, lo que no les impide tener la dentadura cariada y los calzoncillos sucios.


Por otro lado está la Varsovia católica. Diríase que casi integrista. La imagen del viejo Papa Wojtyla elevado a los altares se ve por todas partes y se venera a todas horas. Difícilmente podrán encontrarse tantos curas y monjas por metro cuadrado como en Polonia (salvo quizá en Roma). Los polacos son fervorosos católicos que se aferran a la fe romana como un naufrago a su tabla. Rodeados como están de protestantes y descreídos, en ese catolicismo integrista se apoya en parte su identidad nacional. Les ayuda a reafirmar su sagrada nación polaca eternamente amenazada, invadida y sojuzgada, que a pesar de las dificultades, resurge siempre victoriosa y libre.

El contrapunto a la Varsovia católica, es la Varsovia golfa del vodka de ochenta grados, el juego ilegal y la prostitución. Controladas por las mafias rusas, una legión de chicas de la calle se mueve en la noche varsoviana, yendo de los clubs a los hoteles, de los hoteles a las discotecas, y de las discotecas a los burdeles de los barrios del extrarradio libres de iglesias. Hay vida nocturna en Varsovia como no la hay en las grandes ciudades occidentales. Junto a Budapest y Amsterdam, Varsovia está a la cabeza del vergonzoso negocio de la carne humana.

Bigotini se despidió de Varsovia a bordo de un taxi a todo gas, camino del aeropuerto Frederika Chopina. Se despidió con el eco de los acordes de músicos callejeros en el recuerdo. Había una vez un enano llamado Manuel… entonaba una voz anciana y temblorosa mecida por el acordeón. Nostalgia y tristeza. Hay una melodía emblemática de la ciudad y universalmente conocida: las hojas muertas. Varsovia es en cierta forma, como esas hojas muertas que evoca la canción. Una parte importante de su espíritu está construida con nostalgias y recuerdos. Recuerdos que han volado como las hojas muertas. ¿Dónde quedó la Varsovia imperial? ¿Dónde la Varsovia hebrea? Era la principal judería del mundo y tras la masacre del 44 no quedó ni un judío con vida. Recorriendo el viejo gueto, sólo la solitaria y aislada sinagoga testimonia que alguna vez se encendieron allí las lamparillas del heptacandelabro. Camino del aeropuerto vemos a nuestro alrededor caer lentamente las hojas muertas, al tiempo que vemos terminar nuestro viaje con resignada tristeza.

Señorita, envíese un ramo de rosas rojas y escriba ‘te quiero’ al dorso de la cuenta. Groucho Marx.


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