El
profe Bigotini también fue joven. Si amigos, podrá parecer mentira, pero es
así. Del mismo modo que en un remoto pasado estuvieron unidos los continentes
de Suramérica y África, o la selección de fútbol ganaba títulos, Bigotini fue
también illo tempore un muchacho
tímido e inexperto, que se ruborizaba delante de cualquier chica guapa,
comenzaba luego a tartamudear frases incoherentes, y terminaba huyendo
despavorido hasta ocultarse bajo una alfombra persa, tras un tapiz flamenco o sobre
una montaña rusa. Afortunadamente aquel desdichado tiempo pasó. Apareció
primero una incipiente pelusilla bajo su nariz monumental, que se convirtió
después en el famoso bigote que luce hasta hoy, tan poblado, que a la vez que
te abraza, te cepilla el traje. Con el bigote llegaron la madurez y el aplomo
necesarios para convertir a nuestro profe en un atractivo galán. Cuando se
encontraba apostado detrás de su nariz, en uno de esos atardeceres gloriosos en
que el sol se ha puesto, apuesto a que no habréis visto un joven tan apuesto
como él.
Al
joven Bigotini le atraían intensamente las muchachas hermosas, y ellas a su
vez, estaban locas por él. Ahora que ya es viejo, sus gustos no han variado ni
un ápice, si bien lamenta no percibir aquella antigua reciprocidad. Pero en
fin, ¡qué le vamos a hacer! –se dice-, y recuerda todos esos deliciosos
momentos, mientras acaricia su bigote plateado ya por las implacables nieves
del tiempo. Como quiera que su altruismo no conoce límites, y como modesta pero
decisiva contribución a la felicidad de tantos jóvenes que acaso se sienten
desgraciados por sus continuos fracasos en los intentos de aproximación al
bello sexo, el profesor ha tenido a bien obsequiar al mundo con unos consejos,
sencillos pero imprescindibles, para triunfar con las mujeres. Tomen buena nota
de ellos todos esos pobres muchachos tímidos y desgarbados, que abarrotan
patéticamente los bailes sin atreverse siquiera a acercarse a las chicas, o
merodean en la proximidad de los vestuarios femeninos, aspirando fragancias
inalcanzables y soñando imposibles caricias.
En
primer lugar es necesario vencer la timidez. Si os consideráis incapaces de
dirigíos con naturalidad a una muchacha bonita, probad durante unos meses a
entablar conversación con damas de edad o mujeres cuya presencia resulte
improbable que provoque pulsiones inapropiadas o intempestivas tormentas
hormonales. Puede servir alguna anciana tía solterona, una monja hemipléjica o
una matrona con aspecto de cabo primero del tercio Alejandro Farnesio.
Una
vez vencido este primer obstáculo, recordad siempre que las féminas son
criaturas purísimas, a medio camino entre lo terreno y lo celestial. Procurad
no empañar esa pureza con palabras soeces o exabruptos fuera de lugar. Debéis
evitar cualquier referencia a asuntos delicados como por ejemplo la ropa
interior. Mencionar un corsé o una negligee
hará enrojecer a cualquier muchacha honesta. Tampoco conviene eructar, escupir,
hurgarse la nariz o rascarse la entrepierna. Son detalles que, por alguna
misteriosa razón, incomodan bastante a las mujeres.
Es
preciso tener paciencia. Cualquier avance que se practique antes de tiempo,
puede dar al traste con una prometedora relación. Los cronistas aseguran que
Lady Hamilton, dama de conducta intachable, no permitió que Nelson la tomara de
la mano hasta que no fueron formalmente presentados. Parece que en cierta
ocasión se incomodó hasta el punto de montar en su caballo y cabalgar sin
descanso desde Londres hasta Northumberland, porque el almirante, acostumbrado como
estaba al rudo lenguaje marinero, cometió la inconveniencia de pronunciar en su
presencia la palabra “pantorrilla”. Se dice también que nuestra compatriota la emperatriz Eugenia
de Montijo, impidió el acceso de Napoleón III al tálamo nupcial durante los
primeros dieciocho meses después de la boda. Transcurrida
tan higiénica cuarentena, cada vez que yacían juntos lo hacían en completa
oscuridad y en el silencio más absoluto. Concluido el coito, sólo se permitían
unos lacónicos merci madame y merci monsieur, antes de que el
emperador regresara a sus fríos aposentos. Las francesas… Bueno, las francesas
son otra cosa cuya calificación excusaré por respeto a la decencia. Permitid
tan solo que exclame ¡Oh, lalá!, y
con eso ya creo que digo bastante.
Por
último, queridos muchachos, quisiera destacar la importancia del aseo personal
y la corrección en el vestir. En los últimos tiempos observo alarmado que los
puños de encaje han quedado prácticamente relegados al ámbito judicial. Una
lástima. Yo os exhorto a que conservéis al menos tres elementos
imprescindibles: cuello duro, corbatín y peinado con raya en medio. Sin eso y
la correspondiente levita negra o gris marengo, podríais caer en el desaliño y la impudicia. Creedme ,
las damas valoran y agradecen la compostura. La gallardía, la mirada altiva y el
sereno continente, comprendo que son prendas que otorga la naturaleza
caprichosa, y no estarán al alcance de la mayoría de vosotros. No obstante
siempre hay pequeños trucos que ayudan, como dejar crecer un hermoso y poblado
bigote engominado. Los más feos (pobrecillos) siempre pueden optar por cubrir
la mayor parte del rostro con una espesa barba o colocarse unas gafas ahumadas
en caso de ser bisojos. Las orejas de soplillo se disimularán muy bien con un
casquete de aviador (en este caso es válido cambiar la levita por una cazadora
de cuero). En último extremo, una escafandra de buzo tendrá la virtud de
ocultar la práctica totalidad del rostro, aunque resulte algo incómoda en
climas cálidos.
Bueno,
pues ya tenéis las claves del éxito, perillanes. Jugad bien vuestras cartas y
el triunfo está asegurado. Armaos de valor, y ¡hala, a buscar novia! No
pretendáis sin embargo, conseguir harenes. Eso sólo está al alcance de los
jeques árabes, los presidentes de la República francesa y los elefantes marinos
de Península Valdés. Para ejercer la poligamia en el mundo civilizado es
preciso poseer flotas de automóviles de lujo y abultadas cuentas corrientes,
que aunque se llamen así, no son muy corrientes que digamos.
Detrás
de cada hombre que triunfa hay una mujer que lo conoce bien. Por eso no se
explica cómo llegó a triunfar. Woody Allen.
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