En
929, Abderramán III se proclamó Príncipe de los Creyentes,
desvinculándose del califato abasí de Bagdad, y estableciendo en al-Andalus un
califato omeya independiente con capital en Córdoba. Dio comienzo así el
periodo de mayor esplendor del Islam peninsular. Abderramán lanzó aceifas, expediciones guerreras contra
los incipientes reinos cristianos del norte, estableciendo una frontera segura
en la línea del Duero. Derrotó también a los fatimíes del norte de África, y
sometió a la obediencia a las distintas marcas islámicas, particularmente las
de Toledo y Zaragoza que en el periodo anterior se habían mostrado disidentes
ante la autoridad cordobesa. La gran mezquita de Córdoba, obra sin parangón en
el mundo islámico, y en el momento de su construcción, también sin parangón en
Occidente, fue el legado arquitectónico de Abderramán a la posteridad. Córdoba
se convirtió en la capital cultural del mundo, donde acudían filósofos, poetas,
y sabios de toda índole. Hasta allí viajó el rey leonés Sancho I para tratarse
de su obesidad. En las cercanías de Córdoba, Abderramán levantó la
ciudad-palacio de Medina Azahara, donde se solazó con más de un millar de
concubinas.
En
961 le sucedió en el califato su hijo al-Hakam II, que durante su breve reinado
consiguió reunir una biblioteca formada por cerca de 400.000 volúmenes. Fue un
periodo de paz en el que incluso los fatimíes abandonaron el Magreb para
establecer su reino en Egipto, lo que permitió a los omeyas andalusíes dominar
amplios territorios norteafricanos.
A
al-Hakam II sucedió en 976 Hisham II que entonces era todavía un niño. El poder
efectivo correspondió a su joven tutor, que se había iniciado en la corte
califal ejerciendo el modesto oficio de copista. Era el tutor hombre de gran
ambición y singular talento que en 978, sólo dos años después de la
entronización de su pupilo, pasó a ser nombrado hachib, título andalusí equivalente al de gran visir en oriente, lo que hoy llamaríamos un primer ministro.
Su nombre original era Ibn Abi Amir, de donde deriva la denominación de gobierno de los amiríes que se dio a
aquel periodo histórico. En 981, Ibn Abi Amir recibió con toda solemnidad el
sobrenombre de al-Mansur bi-llah, el
victorioso por Allah, que en la lengua romance de los cristianos del norte
se castellanizó como Almanzor.
Almanzor,
apoyándose en los beréberes y en las clases populares constituidas
mayoritariamente por muladíes y mozárabes, estableció un gobierno populista de
marcado carácter militarista, toda una dictadura militar como diríamos
modernamente. Fue sobre todo un gran estratega, un general que al mando de un
poderoso ejército, emprendió varias campañas guerreras contra los cristianos del
norte peninsular. Sus tropas saquearon Barcelona en 985, destruyeron los
monasterios de Sahagún y Eslonza en 988, en 997 tomaron Santiago de Compostela
llevándose las campanas de su catedral como botín de guerra, y en 1002
arrasaron San Millán de la Cogolla.
Sólo
unas semanas más tarde falleció Almanzor, y siete años después, en 1009, falleció
también su hijo y sucesor en el cargo, Abd al-Malik. Concluyó así el régimen amirí, lo que significaría el principio
del fin del apogeo de al-Andalus. En su interior, pronto surgirían disputas
religiosas y territoriales que a la postre desembocarían en la división del
país y la creación de los reinos de
Taifas. A la vez, en el norte, la política agresiva de Almanzor hizo
comprender a los cristianos que la vieja convivencia más o menos pacífica de
los tiempos de Abderramán ya no sería nunca posible. Leoneses, castellanos,
navarros y aragoneses se irían convenciendo paulatinamente de que una guerra
santa sólo se combate con otra guerra santa, con una cruzada a imitación de las que muchos reinos europeos, azuzados por
visionarios y aventureros de todo tipo, emprendían ya hacia Oriente, hacia
Tierra Santa.
Cabe
imaginar que si el victorioso Almanzor hubiera vivido quince o veinte años más,
probablemente habría terminado con los reinos cristianos, y establecido el
dominio musulmán sobre la totalidad del territorio peninsular. Pero todas estas
elucubraciones, como ya hemos dicho otras veces, no conducen a nada de
provecho. Nuestro viejo profe Bigotini no es partidario de cruzadas. Todo lo
más, añora el cruzado mágico de Playtex,
una interesantísima prenda interior que aun en tiempos en que no se pensaba en
la ecología, resultaba francamente sostenible.
-Desde que pasé el covid, he perdido el gusto.
-Claro,
no hay más que ver cómo vas vestido, ¡mamarracho!
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