Cómodo, el hijastro de Marco Aurelio, fue
una desgracia para Roma. Como era un mocetón aficionado a degollar fieras y a
luchar en el Circo, al principio la soldadesca le recibió bien, pero muy pronto
se desengañaron. Su primera acción militar fue firmar una paz apresurada con
los germanos, cuando tenía todo a favor, sólo porque tenía prisa por volver a
Roma y a sus diversiones. Mantuvo un harén de jóvenes de ambos sexos, pero su
favorita fue una cristiana: Marcia. La política imperial volvió con Cómodo a
los peores tiempos de Calígula o Nerón. Dejó el gobierno en manos del
comandante de los pretorianos, un tal Cleandro que robó y asesinó a su antojo.
A tal punto llegaron los desmanes que el pueblo se levantó en armas exigiendo
la cabeza de Cleandro. Cómodo no se lo pensó dos veces. Sacrificó a Cleandro
para nombrar como sustituto a Leto. Y parece que este Leto era un tipo listo.
Comprendió que su cargo era muy arriesgado: o se hacía matar por el pueblo para
complacer al emperador, o se hacía matar por el emperador para complacer al
pueblo. Así que tomó la decisión más prudente, es decir, matar al emperador.
Contó para ello con la complicidad de Marcia, la amante cristiana de Cómodo,
que lo envenenó, para que luego los pretorianos le remataran en el baño, una
orgía de diarrea y sangre.
Cómodo
acababa de cumplir los treinta. Corría el año 192. Los senadores se vinieron
arriba nombrando emperador a uno de ellos, Pertinax,
que protagonizó uno de los mandatos más efímeros de los emperadores romanos.
Siguiendo instrucciones del Senado, el hombre se propuso sanear las finanzas
del Estado. Había que hacer economías, y comenzó por rebajar salarios y
despedir a muchos funcionarios y aprovechados de todo tipo, entre otros a los
pretorianos. Grave error, naturalmente. El pobre Pertinax duró dos meses en el
trono. Le encontraron una mañana en el baño cosido a puñaladas mientras los
pretorianos silbaban mirando al techo distraídamente. Los guardias no se
cortaron un pelo. Antes de que ni el Senado ni nadie pudiera reaccionar,
anunciaron públicamente que proclamarían emperador a quien les ofreciera más
dinero. Así como suena, el Imperio puesto a subasta como si fuera una mercancía
cualquiera.
A
esas alturas los romanos ya no se escandalizaban por nada. Uno de los patricios
más ricos, Didio Juliano, estaba tan
tranquilo el hombre comiendo en su casa, cuando su esposa y su hija, unas
mujeres muy ambiciosas, le echaron encima la toga y le empujaron a concurrir a
la subasta. Juliano, que debía ser todo un calzonazos, temía más a las mujeres
de su casa que a los tigres del Circo, así que se presentó ante los pretorianos
y les ofreció tres millones de sestercios a cada uno, una fortuna que no
pudieron rechazar, claro. Y si Pertinax había sido efímero, Didio Juliano lo
fue aún más. Los senadores maniobraron en secreto ante los principales
generales, y uno de ellos, Septimio Severo, se apresuró a recoger el guante.
Llegó a Roma, ofreció a los pretorianos el doble y asunto arreglado: decapitaron
a Juliano en su cuarto de baño, por lo visto, uno de los lugares más peligrosos
de los palacios en Roma.
Septimio Severo inauguró
la dinastía de los Severos y transformó el principado en una monarquía
hereditaria de cuño militar. Era un africano de origen hebreo. Cuando accedió
al trono era ya cincuentón, pero mantenía una forma física excepcional fruto de
sus campañas militares. Había estudiado filosofía y derecho, y hablaba latín
con un marcado acento oriental. Carecía de las cualidades morales de un
Antonino o un Marco Aurelio. Carecía de la brillantez de un Trajano o un
Adriano. Pero era un hombre recto e íntegro. Actuó con mano de hierro para
poner orden y acabar con la lacra de los pretorianos. Actuó con mano izquierda
y hábil estrategia cuando fue necesario ser sutil en la política. Su principal
defecto era quizá una excesiva credulidad en la astrología. Su primera mujer
murió prematuramente, y siguiendo la estela de un meteorito, llegó hasta Emesa,
en Siria, donde se había erigido un templo para adorar la piedra celeste. Allí
conoció y se prendó de Julia Donna, la joven y bellísima hija del sacerdote, y
claro, la convirtió en emperatriz. Fue esta Julia Donna una mujer inteligente y
culta que reunió en Roma un salón literario e importó a la Metrópolis los lujos
y las modas de Oriente. La principal tacha que puede ponérsele, acaso la única,
es la de traer al mundo a los dos hijos de Septimio Severo: Caracalla y Geta.
El
mandato de Septimio Severo duró diecisiete años. Extendió la ciudadanía romana
a los hombres libres de las provincias e instauró el servicio militar
obligatorio con la única excepción de los itálicos. A partir de entonces, los
ejércitos romanos se convirtieron en la legión extranjera. A sus hijos,
Caracalla y Geta, les recomendó: no
escatiméis el dinero con los soldados, y burlaos siempre de todo lo demás.
Tanto les aprovechó el consejo, que efectivamente, se burlaron de todo lo
demás, y en ese todo incluyeron a su
propio padre, cuyo final aceleraron dando a los médicos las instrucciones
pertinentes. Corría el año 211. Caracalla
no quiso compartir el poder con su hermano, y le hizo asesinar. No recibía
nunca a los senadores, pero mantenía un trato franco y cordial con los soldados
a quienes llenaba los bolsillos a la menor ocasión. Por lo demás, Caracalla fue
una especie de segundo Cómodo. Luchaba cada mañana con un oso y hacía sentar a
la mesa o subir a su lecho a tigres y leones. La política la dejó en manos de
su madre, y Julia Donna no lo hizo mal. Gobernó con moderación y solvencia, y
el único reproche que le hicieron sus enemigos fue el de favorecer a quienes le
caían bien. Un reproche ciertamente menor. Pero el joven emperador estaba un poco
loco, y añadiríamos quizá que era bastante gilipollas. Alguien le calentó la
cabeza hablándole de las hazañas de Alejandro Magno, y Caracalla se propuso
emularlo. Partió hacia Oriente con un ejército en el que los soldados iban
disfrazados de falanges macedónicas, y allí se puso a guerrear sin pies ni
cabeza. Los legionarios cansados de ir de aquí para allá y no obtener ningún
botín, le despacharon a puñaladas en su tienda de campaña. No sabemos si tenía
allí también cuarto de baño.
Tal
como ya estaba instituido, los soldados debían elegir un nuevo emperador. Julia
Donna había fallecido, pero su hermana menor, Julia Mesa, no menos ambiciosa e
inteligente, difundió el rumor de que el emperador había dejado un hijo natural
que casualmente era nieto suyo. Que el difunto Caracalla se hubiera acostado
con una prima que vivía a miles de kilómetros de Roma, parece bastante
inverosímil. No obstante, pocas cosas hay más oportunas que una mentira
oportuna, así que los legionarios proclamaron nuevo emperador a un joven sirio
llamado Vario Avito, sacerdote en Emesa, cuyo nombre religioso era Heliogábalo, es decir, el dios-sol, un
chiquillo de catorce años que apenas hablaba latín y accedió al trono con los
labios pintados de carmín, las pestañas teñidas con henna, una túnica de seda roja, un collar de perlas, brazaletes y
una corona de brillantes. Pasó su mandato rodeado de lujo y fastos. Era
aficionado a gastar bromas inocentes, a cubrir de pétalos de rosa a sus
invitados, y a toda clase de excesos místicos tales como circuncidarse él mismo
o intentar otro día castrarse. Se propuso establecer su exótica religión del
meteorito como la oficial del Imperio. Su abuela, Julia Mesa, que era la que
realmente ejercía el gobierno, comprendió que aquel jovencito iluminado ponía
en peligro el Imperio, así que le convenció de que nombrara sucesor a su primo
Alexiano o Alejandro, y a continuación le hizo degollar junto a su madre que
para más inri, era hija suya.
Del
horrible degüello de Heliogábalo surgió el reinado de un gran emperador: Marco
Aurelio Alejandro Severo, a quien conoce la Historia como Alejandro
Severo, otro joven de catorce años, pero completamente distinto
a su primo. Alejandro era un joven sensato y muy preparado. Su lema, que hizo
esculpir en muchos monumentos, era: no
hagas a los demás lo que no quieras que te sea hecho, una máxima que él
mismo cumplió con toda fidelidad durante su mandato. Se apoyó para gobernar en
Mamea, su madre, una cristiana que sustituyó a la difunta Julia Mesa. La emperatriz
madre se hizo aconsejar por dos excelentes consejeros, Orígenes y Ulpiano, que
supieron orientar a Alejandro por el buen camino. En política interior su
mandato fue un camino de rosas. Muy distinta fue su suerte en lo relativo al
ejército. Los soldados se habían convertido hacía décadas en el verdadero poder
imperial. Alejandro Severo marchó al frente de las legiones a sofocar una
rebelión en la Galia. En Panonia prefirió comprar la paz con tributos a
guerrear contra los germanos. Era un emperador pacífico, pero los generales de
Roma no podían sufrir aquella afrenta. Le asesinaron en su tienda junto a
Mamea, su madre, y el resto de su séquito. Corría el año 235.
Es una lástima que no se pueda ser célebre sin que los demás se enteren. Jardiel Poncela.
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