Cuando
César renunció al consulado y marchó a guerrear con los galos, Roma vivió días
de tribulación. El líder del partido aristocrático en el que militaban los
senadores era Catón, nieto de aquel severo y mítico censor a quien los más
conservadores habían elevado a los altares. Frente a él tenía a Clodio, el
adalid de los populares elegido tribuno de la plebe por la Asamblea Plebiscitaria y protegido de César. Clodio, en su afán
democratizador, no tuvo sentido de la medida. Intrigó en la Asamblea para que
su adversario Catón fuera enviado a Chipre. No contento con ello, persiguió a
Cicerón, otro peso pesado de los conservadores, hasta hacerle huir a Grecia.
Clodio organizó una especie de partida de la porra que tuvo aterrorizados a sus
enemigos políticos.
A tal punto llegaron los desmanes del tribuno, que Pompeyo y Craso, socios de César en el triunvirato y teóricos correligionarios suyos, tuvieron que pararle los pies. Para ello se sirvieron de Annio Milón, un aristócrata venido a menos que al mando de una pandilla de delincuentes hizo frente a Clodio. Según Indro Montanelli, Roma se convirtió en algo parecido a lo que veinte siglos más tarde sería Chicago. Corría el año 58 a.C. Mientras tanto César guerreaba en la Galia.
Antes
de la partida de César, los romanos no conocían del territorio de la actual
Francia más que una pequeña parte de sus provincias meridionales, un corredor
que les abría el camino terrestre hacia Hispania. El resto era completamente desconocido.
No era, por supuesto, lo que podría calificarse como una nación. Se trataba más
bien de un enjambre de tribus celtas que pasaban el tiempo guerreando entre sí.
Su estructura social era simple: nobles guerreros que ostentaban el mando por
la fuerza, una segunda clase religiosa formada por los druidas, y por último el
resto de las gentes a quienes cabía el dudoso privilegio de monopolizar el
miedo y el hambre.
César
sólo disponía de cuatro legiones, unos treinta mil hombres, una fuerza del todo
insuficiente para emprender una guerra con garantías de victoria. Lo remedió en
parte alistando a sus expensas otras cuatro legiones sin advertirlo siquiera al
Senado. Por entonces una horda de cuatrocientos mil helvecios, después de
cruzar los Alpes, amenazaba la Galia Narbonense, a la vez que ciento treinta
mil germanos atravesaban el Rin y se cernían sobre las tribus galas. Muchos jefes
galos, aterrados, suplicaron protección a César y él no se hizo de rogar. En
dos campañas temerarias, sus legiones hicieron batirse a los helvecios en
retirada, y aniquilaron completamente a los germanos. César ofreció a los galos
unirse bajo su mando para hacer frente a nuevas posibles invasiones, pero los
galos eran capaces de hacer cualquier cosa menos ponerse entre ellos de
acuerdo, así que muchas tribus nororientales se unieron a los belgas para
pelear contra los romanos. Los belgas fueron derrotados con facilidad, y César anunció
a Roma, quizá algo prematuramente, que toda la Galia estaba sometida.
El
pueblo de Roma le aclamó, la Asamblea se rindió a su talento militar… pero no
el Senado. Barruntando que los conservadores le estaban preparando una
encerrona, César regresó a Italia con unos pocos fieles y convocó en Lucca a
Pompeyo y a Craso, sus socios de gobierno, para consolidar el triunvirato. Allí
decidieron que Craso y Pompeyo se volviesen a presentar para el consulado, y
después del triunfo, confirmasen a César como gobernador de la Galia por otros
cinco años: Expirado el plazo, Craso obtendría Siria y Pompeyo Hispania. De esa
forma entre los tres serían dueños de todo el ejército.
De
momento el plan funcionó. César volvió a la Galia a tiempo para sofocar una
nueva invasión de los germanos. Atravesó después el Canal de la Mancha y por
primera vez Roma puso el pie en la Gran Bretaña. Venció con facilidad a unas
cuantas tribus desorganizadas, llegó hasta el Támesis, pero recibió la noticia
de una nueva revuelta, y regresó a la Galia.
El
caso es que aquello era algo más que una revuelta. Como siempre César había
temido, la cofradía de los druidas, los únicos galos capaces de defender
intereses comunes, consiguió unir a toda la Galia o su mayor parte a las
órdenes de un hábil jefe, Vercingetórix, un prestigioso guerrero de Auvernia.
Eso sí que fue la verdadera Guerra de las Galias. Julio César plasmó sus
batallas y sus alternativas en un escrito que hasta tiempos recientes ha
servido a los escolares para estudiar latín en el mundo occidental: sus Comentarios de la Guerra de las Galias,
que en lengua latina se ha llamado a veces De bello gallico,
simplemente por una de sus frases.
La
campaña fue larga y dura. Vercingetórix obtuvo en Gergovia una victoria que a
la postre resultaría efímera. El sitio y rendición de Alesia sí que resultó
decisivo para el triunfo de los romanos. El profe Bigotini os anima a leer el
relato de primera mano, la de César, su autor.
Al
mismo tiempo que esto sucedía en la Galia, Craso fue derrotado y muerto por los
partos en Carres, y mientras en Roma, Pompeyo se deshacía de Clodio,
inclinándose hacia el bando conservador. El Senado maniobraba para desposeer
legalmente a César del consulado e instaurar de facto la dictadura de Pompeyo.
El calvo mujeriego y ya incipientemente barrigudo no lo iba a consentir.
Seguiremos con ello.
Yo nunca podría ejercer como psicólogo porque después de escuchar a los pacientes, no podría evitar decirles: ¡todo eso te pasa por gilipollas!
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