Después
de cruzar los Alpes y vencer a los romanos en cuatro batallas, Aníbal se plantó
en Capua, a las puertas de la Urbe. Por qué entonces no avanzó hacia una Roma
indefensa y asestó el golpe final, es un enigma histórico todavía no resuelto.
Con todo a su favor, el cartaginés en lugar de eso, esperó y esperó durante
unos meses interminables. Quizá esperaba los refuerzos prometidos por su
hermano Asdrúbal, que se había quedado en Hispania. Vana esperanza, los
Escipiones estaban derrotando a los cartagineses en nuestro suelo. La toma de
Cartagena marcó el fin del dominio cartaginés en la península Ibérica. Asdrúbal,
con los hombres que aún le quedaban, se puso en marcha para unirse a su hermano
en Italia, pero no pasó de la Galia. Allí, donde probablemente funcionó el
espionaje romano, fue emboscado, vencido y decapitado. Su cabeza fue entregada
a Aníbal que, aunque tuerto, pudo contemplarla horrorizado.
El
caudillo cartaginés cayó entonces en una profunda depresión. Gran parte de sus
hombres desertaron, y se diluyeron las alianzas hechas con galos e itálicos
cisalpinos.
Mientras
tanto Roma se preparaba para la lucha. El Senado había puesto al frente de sus
ejércitos a Publio Cornelio Escipión, el
más joven y único superviviente de una
heroica saga militar, hijo y sobrino respectivamente de los dos Escipiones que
le precedieron y murieron en Hispania. Con sólo veinticuatro años, Publio
Cornelio comenzó a forjar entre la tropa su leyenda de general invencible. Su
astucia se hizo mítica. Durante la toma de Cartagena, la posición del enemigo
quedaba protegida por una lengua de mar imposible de atravesar sin
embarcaciones. Escipión consultó al dios Neptuno, y este le prometió que podría
avanzar a pie enjuto sobre las aguas. Cuando sus hombres le vieron caminar
sobre ellas, no podían creerlo pero naturalmente le siguieron y derrotaron a
los cartagineses. En realidad Escipión había consultado no a Neptuno, sino a
los pescadores locales que le indicaron el momento en que bajaría la marea.
En 204 a.C. aquel Escipión ya veterano fue puesto por el Senado al frente de un ejército colosal que, olvidando al debilitado Aníbal, embarcó hacia las costas africanas. El general cartaginés fue llamado entonces a la defensa de su nación. En 202 Aníbal embarcó hacia Cartago, su ciudad a la que no había vuelto desde que era un niño de apenas diez años. Allí se puso al mando del ejército que habían armado sus compatriotas, junto a sus veteranos de guerra, ya muy mermados en número, que le acompañaban desde hacía treinta años, y con él habían combatido en Hispania, cruzado los Alpes y vencido en Cannas.
La
decisiva batalla se libró en la llanura de Zama. Escipión encontró la
inesperada ayuda de la caballería númida al mando de su rey Masinisa. Antes del
combate ambos generales mantuvieron un encuentro amistoso. Se dice que entre
ambos surgió una mutua simpatía. Durante el combate se encontraron, y Aníbal
hirió a Escipión levemente. Pero los romanos ganaron la batalla empleando la
misma táctica envolvente que sus enemigos habían empleado en Cannas. Los
cartagineses fueron aniquilados. Aníbal, cubierto de sangre y completamente
derrotado, consiguió huir y refugiarse en su ciudad.
Escipión se mostró generoso con el vencido. No exigió su entrega ni impuso a Cartago condiciones deshonrosas. No obstante, obligó a los cartagineses a renunciar a cualquier expansión fuera de su territorio norteafricano. La Segunda Guerra Púnica concluyó con la total victoria de Roma sobre Cartago. Se puso así fin a un ciclo histórico, y Roma tuvo el campo libre para conquistar y romanizar un Imperio que llegaría a abarcar la práctica totalidad del mundo conocido en su época.
Todavía
tuvo Aníbal su canto del cisne postrero, como lo tendría siglos después
Bonaparte después de su Waterloo. Se refugió primero en Tapsos, a donde huyó a
uña de caballo. Embarcó después hacia Antioquía, fue nuevamente derrotado en
Magnesia, volvió a huir, primero a Creta y luego a Bitinia donde, acorralado
por los romanos, viejo y casi ciego, se suicidó a los sesenta y siete años.
Pocos meses después le siguió a la tumba su enemigo y admirador Publio Cornelio
Escipión, a quien Roma y el mundo entero conocía ya con el epíteto de “el Africano” como
homenaje a sus grandes victorias en aquella tierra.
El
fin de las Guerras Púnicas marcó también el principio del final de la República
romana, que aún se demoraría durante décadas, pero cuya caducidad parecía ya
inevitable.
Varios
fueron los factores que iban a conducir a ello. Roma había perdido en las
guerras a casi medio millón de hombres jóvenes, la flor y nata del ejército y
la agricultura en que se sustentó su economía en tiempos pretéritos. Los nuevos
romanos prefirieron el comercio internacional al duro trabajo en el campo. De
Hispania comenzaban a llegar el hierro, la plata, el oro y el estaño. Y de las
nuevas provincias y colonias que se irían sumando sucesivamente, llegarían toda
suerte de riquezas inimaginables y abundante mano de obra esclava que se
encargaría de los trabajos más duros. Prácticamente cada ciudadano romano se
convirtió en un rentista. Con la figura de Publio Cornelio
Escipión Africano se inauguró
además el culto a la personalidad que de allí en adelante produciría caudillos,
dictadores y finalmente césares. El ocaso de la República estaba servido.
Lo más peligroso de la vida es la vida misma. Nadie sale vivo de ella.
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