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domingo, 4 de julio de 2021

ESCIPIÓN EL AFRICANO Y EL OCASO DE CARTAGO

 



Después de cruzar los Alpes y vencer a los romanos en cuatro batallas, Aníbal se plantó en Capua, a las puertas de la Urbe. Por qué entonces no avanzó hacia una Roma indefensa y asestó el golpe final, es un enigma histórico todavía no resuelto. Con todo a su favor, el cartaginés en lugar de eso, esperó y esperó durante unos meses interminables. Quizá esperaba los refuerzos prometidos por su hermano Asdrúbal, que se había quedado en Hispania. Vana esperanza, los Escipiones estaban derrotando a los cartagineses en nuestro suelo. La toma de Cartagena marcó el fin del dominio cartaginés en la península Ibérica. Asdrúbal, con los hombres que aún le quedaban, se puso en marcha para unirse a su hermano en Italia, pero no pasó de la Galia. Allí, donde probablemente funcionó el espionaje romano, fue emboscado, vencido y decapitado. Su cabeza fue entregada a Aníbal que, aunque tuerto, pudo contemplarla horrorizado.

El caudillo cartaginés cayó entonces en una profunda depresión. Gran parte de sus hombres desertaron, y se diluyeron las alianzas hechas con galos e itálicos cisalpinos.

Mientras tanto Roma se preparaba para la lucha. El Senado había puesto al frente de sus ejércitos a Publio Cornelio Escipión, el más joven y único  superviviente de una heroica saga militar, hijo y sobrino respectivamente de los dos Escipiones que le precedieron y murieron en Hispania. Con sólo veinticuatro años, Publio Cornelio comenzó a forjar entre la tropa su leyenda de general invencible. Su astucia se hizo mítica. Durante la toma de Cartagena, la posición del enemigo quedaba protegida por una lengua de mar imposible de atravesar sin embarcaciones. Escipión consultó al dios Neptuno, y este le prometió que podría avanzar a pie enjuto sobre las aguas. Cuando sus hombres le vieron caminar sobre ellas, no podían creerlo pero naturalmente le siguieron y derrotaron a los cartagineses. En realidad Escipión había consultado no a Neptuno, sino a los pescadores locales que le indicaron el momento en que bajaría la marea.

En 204 a.C. aquel Escipión ya veterano fue puesto por el Senado al frente de un ejército colosal que, olvidando al debilitado Aníbal,  embarcó hacia las costas africanas. El general cartaginés fue llamado entonces a la defensa de su nación. En 202 Aníbal embarcó hacia Cartago, su ciudad a la que no había vuelto desde que era un niño de apenas diez años. Allí se puso al mando del ejército que habían armado sus compatriotas, junto a sus veteranos de guerra, ya muy mermados en número, que le acompañaban desde hacía treinta años, y con él habían combatido en Hispania, cruzado los Alpes y vencido en Cannas.


La decisiva batalla se libró en la llanura de Zama. Escipión encontró la inesperada ayuda de la caballería númida al mando de su rey Masinisa. Antes del combate ambos generales mantuvieron un encuentro amistoso. Se dice que entre ambos surgió una mutua simpatía. Durante el combate se encontraron, y Aníbal hirió a Escipión levemente. Pero los romanos ganaron la batalla empleando la misma táctica envolvente que sus enemigos habían empleado en Cannas. Los cartagineses fueron aniquilados. Aníbal, cubierto de sangre y completamente derrotado, consiguió huir y refugiarse en su ciudad.

Escipión se mostró generoso con el vencido. No exigió su entrega ni impuso a Cartago condiciones deshonrosas. No obstante, obligó a los cartagineses a renunciar a cualquier expansión fuera de su territorio norteafricano. La Segunda Guerra Púnica concluyó con la total victoria de Roma sobre Cartago. Se puso así fin a un ciclo histórico, y Roma tuvo el campo libre para conquistar y romanizar un Imperio que llegaría a abarcar la práctica totalidad del mundo conocido en su época.

Todavía tuvo Aníbal su canto del cisne postrero, como lo tendría siglos después Bonaparte después de su Waterloo. Se refugió primero en Tapsos, a donde huyó a uña de caballo. Embarcó después hacia Antioquía, fue nuevamente derrotado en Magnesia, volvió a huir, primero a Creta y luego a Bitinia donde, acorralado por los romanos, viejo y casi ciego, se suicidó a los sesenta y siete años. Pocos meses después le siguió a la tumba su enemigo y admirador Publio Cornelio Escipión, a quien Roma y el mundo entero conocía ya con el epíteto de “el Africano” como homenaje a sus grandes victorias en aquella tierra.


El fin de las Guerras Púnicas marcó también el principio del final de la República romana, que aún se demoraría durante décadas, pero cuya caducidad parecía ya inevitable.

Varios fueron los factores que iban a conducir a ello. Roma había perdido en las guerras a casi medio millón de hombres jóvenes, la flor y nata del ejército y la agricultura en que se sustentó su economía en tiempos pretéritos. Los nuevos romanos prefirieron el comercio internacional al duro trabajo en el campo. De Hispania comenzaban a llegar el hierro, la plata, el oro y el estaño. Y de las nuevas provincias y colonias que se irían sumando sucesivamente, llegarían toda suerte de riquezas inimaginables y abundante mano de obra esclava que se encargaría de los trabajos más duros. Prácticamente cada ciudadano romano se convirtió en un rentista. Con la figura de Publio Cornelio Escipión Africano se inauguró además el culto a la personalidad que de allí en adelante produciría caudillos, dictadores y finalmente césares. El ocaso de la República estaba servido.

Lo más peligroso de la vida es la vida misma. Nadie sale vivo de ella.


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