La
expresión revolución neolítica se acuñó en la década de 1920 para
describir la transición del estilo de vida paleolítico, con pequeños grupos
familiares de cazadores-recolectores que practicaban el nomadeo siguiendo las
migraciones de los animales que les servían de presa, a la nueva existencia en
que los humanos comenzaron a establecerse en pequeños poblados permanentes, y
pasaron de recolectar su alimento a producirlo. En lugar de sustentarse de aquello
que la naturaleza les ofrecía, las gentes de esos poblados aprovechaban
materiales sin ningún valor intrínseco en su forma natural, para modificarlos
convirtiéndolos en objetos valiosos. Levantaron chozas de madera, piedra o
adobe, forjaron herramientas con el cobre que encontraban, con ramas flexibles
fabricaron cestos, y aprovecharon las fibras vegetales para tejer ropas
ligeras, porosas y más fáciles de limpiar que las antiguas pieles de animales.
También modelaron y cocieron recipientes de barro que usaron para cocinar y
para almacenar los excedentes de comida. Y sobre todo, aprendieron a domesticar
determinadas especies vegetales y animales, plantando, cultivando y
recolectando cereales o legumbres, y pastoreando el ganado para obtener carne,
leche o vestidos.
A
la vista de todo lo anterior, siempre habíamos pensado que esa revolución
neolítica había sido una adaptación dirigida a hacer más fácil la vida. El
cambio climático del final de las glaciaciones hace diez o doce mil años,
provocó la extinción de muchos grandes herbívoros y alteró las pautas
migratorias de muchos otros. La hipótesis más extendida era que los grupos
humanos reaccionaron ante aquel cambio drástico, modificando a su vez su estilo
de vida. También se especulaba que el crecimiento de las poblaciones hizo que
la caza y la recolección no fueran suficientes para alimentarlas.
Pero
esta visión tan aparentemente lógica comenzó a tambalearse a partir de los años
ochenta, cuando se perfeccionaron muchas técnicas arqueológicas. En efecto, las
enfermedades y la malnutrición dejan huellas en los huesos y en los dientes.
Las investigaciones realizadas sobre los restos esqueléticos del periodo
anterior al neolítico no revelaron ninguno de estos daños, lo que sugiere que
los viejos cazadores no sufrían privaciones nutricionales. Por el contrario,
los primeros agricultores tenían más problemas de columna, peor dentadura, más
anemia, deficiencias vitamínicas, y morían más jóvenes que las poblaciones que
les precedieron.
Recientes
estudios sobre grupos de cazadores-recolectores actuales como los bosquimanos
africanos demuestran que los nómadas trabajan por término medio sólo de dos a
cuatro horas al día, y sus recursos alimenticios, incluso en las regiones más
áridas, resultan más variados y abundantes. En definitiva, sus actividades para
obtener alimento son más eficaces que las de los agricultores europeos de antes
de la Segunda Guerra Mundial.
Existen
además indicios de que en ciertos casos los asentamientos permanentes y el
abandono del nomadeo precedieron en el tiempo al desarrollo de las labores
agrícolas o ganaderas. Todo ello invita a pensar que la revolución neolítica no
fue en primer término, inspirada por consideraciones prácticas, sino más bien
una revolución mental y cultural alimentada por el crecimiento de la
espiritualidad humana, y el sentimiento de pertenencia a la comunidad. En
palabras de Leonard Mlodinow, a quien seguimos en este breve comentario, la
neolítica fue una revolución fundamentalmente social y cultural.
Este
punto de vista se sustenta en el que quizá sea el más sorprendente y notable
descubrimiento arqueológico de los tiempos modernos, que nos sugiere que la
nueva manera de relacionarse con la naturaleza no siguió al desarrollo de un
modo de vida sedentario, sino que lo precedió. Ese descubrimiento es el gran
monumento conocido como Göbekli Tepe, una expresión turca
que describe el aspecto que tenía antes de ser excavado: colina panzuda.
Situado
en la provincia de Urfa, al sureste de Turquía, Göbekli Tepe es una magnífica
estructura construida hace 11.500 años, 7.000 antes que la Gran Pirámide,
gracias a los hercúleos esfuerzos no de pobladores neolíticos, sino de
cazadores-recolectores que todavía no habían abandonado el modo de vida nómada.
Todo parece indicar que nos encontramos ante el que acaso fue el primer
santuario religioso de la Historia. Su construcción requirió el transporte de
enormes piedras, algunas de hasta dieciséis toneladas, antes de la invención de
la rueda, antes del uso de herramientas metálicas y antes del empleo de
animales como bestias de carga. Más aun: antes de que la gente viviera en
poblados que pudieran proveer una fuente numerosa y organizada de trabajadores.
Todavía existían en aquella región felinos de dientes de sable. Nunca se han
hallado indicios de que nadie viviera en aquella zona: ni fuentes de agua, ni
casas, ni restos de hogares. Lo que sí encontraron los arqueólogos fueron los
huesos de miles de gacelas y uros que debieron ser transportados desde lejanos
territorios de caza. Los indicios señalan que Göbekli Tepe atraía a
cazadores-recolectores nómadas de hasta cien kilómetros a la redonda.
A
apenas unos cientos de kilómetros al oeste de Göbekli Tepe se encuentra el
asentamiento de Catal Höyük, construido hacia 7500 a.C., que pasa por ser la
primera ciudad que merece tal nombre. Los análisis de restos de animales y
plantas hallados allí, sugieren que sus habitantes cazaban toros, cerdos y
caballos salvajes, y recogían tubérculos, gramíneas, bellotas y pistachos, pero
se dedicaban poco o nada a la agricultura. Una población de hasta ocho mil
personas, donde no existía la división del trabajo y donde todos iban a lo
suyo. Cada familia construía y mantenía su casa y realizaba su propio arte. Por
eso muchos arqueólogos sostienen que el asentamiento de Catal Höyük no era
propiamente una ciudad o un poblado neolítico tal como lo entendemos, sino un
conjunto de viviendas habitadas por gentes dedicadas a la caza y la
recolección, sin dependencia mutua. Si aquellas gentes no podían comprar carne
al carnicero ni vasijas al alfarero, lo que las vinculaba con los demás parece
haber sido lo mismo que vinculaba a sus remotos ancestros de Göbekli Tepe: los
inicios de una cultura común y unas creencias espirituales compartidas.
Uno de los indicios más esclarecedores de la naturaleza cultural de esos vínculos es sin duda el culto a los muertos, muy diferente ya del que observaban los nómadas. Los nómadas en su continuo peregrinaje dejan atrás a los débiles, los enfermos y los viejos. Las nuevas gentes de aquellos primitivos asentamientos los cuidan y hasta entierran a sus muertos bajo el mismo suelo de sus viviendas. En Catal Höyük decapitaban sus cadáveres y utilizaban las cabezas con fines ceremoniales. Una revolución cultural y social que muy probablemente precedió a la agricultura y la ganadería.
-Querido amigo, no tienes ni idea de lo que soporto.
-Pues
claro que sí, hombre, es una ciudad de Portugal.
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