Fundada
en el siglo III a.C. por los tolomeos, y bautizada con el nombre del gran
conquistador macedonio, la ciudad portuaria de Alejandría llegó a ser durante
varias centurias el faro no sólo literal, sino también en muchos sentidos de la
civilización, a lo largo del arco mediterráneo. Su célebre biblioteca acogió a
los más brillantes sabios y estudiosos del orbe en su momento. Un templo de
ciencia y sabiduría en una época de barbarie generalizada. Allí no solo se recopilaban
libros y manuscritos, sino que se fomentaba y alentaba la investigación
científica. Dentro de aquellas paredes nacieron y se desarrollaron la física,
las matemáticas, la astronomía, la medicina…
Alejandría
se convirtió en el corazón y la mente de la Antigüedad. A su puerto llegaban gentes
de diferentes países, no se hacía distinción de razas ni de culturas.
Eratóstenes,
que dirigió la biblioteca, calculó con asombrosa precisión para hace veintitrés
siglos, el diámetro de la Tierra. Hiparco de Nicea ordenó el mapa de las
constelaciones y midió el brillo de las estrellas. Euclides enunció y
desarrolló los principios básicos de la geometría. Dionisio de Tracia inventó
la gramática. Herófilo identificó el cerebro como el órgano que alberga la
mente y la inteligencia. Herón construyó las primitivas máquinas de vapor.
Aristarco de Samos inició la teoría heliocéntrica… Diógenes acuñó la expresión ciudadanos del mundo, que tan
adecuadamente describía a Alejandría y a sus moradores. Tendrían que transcurrir
casi dos milenios para que pudieran recuperarse todas aquellas ideas
brillantes, para que la ciencia se abriera paso luminosamente a través de los
oscuros siglos, la noche casi eterna en que pareció sumirse la humanidad.
Como
es sabido, todo aquel resplandor resultó efímero, quedó convertido en cenizas y
cubierto de escombros. ¿Qué ocurrió para que todo se desmoronara, se viniera
abajo como un castillo de naipes? Carl Sagan, a quien seguimos en este breve
comentario, apunta las posibles causas de la catástrofe con su proverbial
agudeza: según él no hay noticia de que ninguno de aquellos ilustres
científicos y estudiosos llegara jamás a desafiar seriamente las bases
políticas, económicas y religiosas de su sociedad. En aquel sagrado recinto
alejandrino se discutía acaloradamente acerca de la distancia a las estrellas,
pero nunca llegó a ponerse en duda la justicia de la esclavitud, por ejemplo.
La ciencia y la cultura estaban reservadas a unos pocos privilegiados. La
hambrienta y analfabeta población que se hacinaba fuera de aquellos
infranqueables muros no tenía idea de los descubrimientos que se estaban
produciendo en su interior. La ciencia no fue explicada ni popularizada. Herón
dedicó sus ingenios de vapor a concebir máquinas de guerra y juguetes que divirtieran
a los príncipes. Cuando finalmente la chusma, alentada por algunos visionarios
e integristas religiosos, acudió en masa a quemar la biblioteca, no hubo nadie
capaz de detener la barbarie ni de imponer la cordura.
Y
es que la ciencia, amigos, como cualquier otra manifestación cultural, no es
nada si carece de finalidad social. Cultura y ciencia deben estar siempre al
servicio del pueblo. La verdadera ciencia ha de ser por lo tanto,
revolucionaria. Es este un postulado libertario que repetido en estos tiempos
de suicidio neoliberal que padecemos, puede sonar pasado de moda, pero que es,
creedme, exacto palabra por palabra. Como escribió un inmortal poeta
alicantino, Para la libertad, sangro,
lucho, pervivo… Mis ojos y mis manos como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos. Nuestro profe Bigotini, a falta de mejores prendas,
ofrece también su nariz a la ciencia. Loable amputación y bendito sacrificio.
-¿Cuánto tiempo llevas sin hacer el amor?
-No sabría decirte, pero el condón que llevo en la cartera ha conocido tres renovaciones del DNI.
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