El
sur de Italia, tan diferente del norte, y Nápoles, tan diferente de
cualquier otro lugar del mundo, cautivaron a Bigotini y sus chicas.
Luz y color que inundan los sentidos, reciben al viajero. Ahí están
los italianos del sur, los napolitanos, vocingleros, latinos y todo
lo apasionados que establecen los tópicos, resultan encantadores a
su manera. Un paseo por el puerto, un garbeo por el barrio español o
una pizza en Gino Sorbillo, allí donde se inventaron las más
auténticas, bastan para enamorar a cualquier turista. Ropa tendida,
música callejera, motos con dos, con tres ocupantes, zigzagueando
por las estrechas callejas... todo eso es Nápoles, y muchas otras
cosas. También Nápoles es todos esos montones de basura pudriéndose
al sol por el curioso designio de los capos de la camorra. Pero se
perdona hasta eso cuando suena dulcemente una mandolina y cuando se
degusta uno de esos sabrosos tés con limón o se disfruta de una
pizza margaretta en casa del citado Gino Sorbillo, entre el estrépito
de platos y vasos, y las animadas voces de los parroquianos.
En
todas partes se aprecia la huella de España, la de Aragón más
concretamente. Son siglos de historia compartida que no pueden
obviarse así como así. Obligada es la visita a las imponentes
ruinas de Pompeya y de Herculano, una tragedia y también un milagro
conservado entre cenizas y rescatado precisamente por un zaragozano
como fue don Roque Joaquín de Alcubierre, paisano ilustre y pionero
de la arqueología moderna. Mención especial en el terreno de las
visitas culturales, merecen las catacumbas de san Genaro, el buen
Genarino, patrón y héroe fundacional de los napolitanos. Ensalada
capresse. ¿Qué decir de la deliciosa mozzarella que cada tarde
llega a las mesas desde las cercanas granjas? Hay que pedirla siempre
en la cena, cuando está más fresca, porque en el almuerzo te darán
la del día anterior. Las carnes rojas son más rojas que en ningún
otro lugar de Italia, y los pescados atesoran todo el sabor del
Mediterráneo. El callejeo interminable, las tascas y los pequeños
bistrós con mesitas en la calle, ablandarán al más duro.
Siguiendo
la línea ferroviaria de la costa, llegará el viajero a Sorrento,
allí donde siempre se vuelve, y tomando luego un autobús que le
llevará por la serpenteante carretera que bordea los acantilados,
nos plantamos en Minori, una auténtica perla engastada en la corona
de la costa amalfitana, la costiera.
Minori
es un pequeño pueblo de pescadores, asomado al más azul de los
mares mediterráneos. Tiene las ruinas de una vieja villa romana de
vacaciones en la que moraba algún rico patricio que se libró de la
funesta erupción pompeyana. Tiene un pequeño y encantador hotel
familiar, el Vila Romana, donde se alojaron Bigotini y
sus chicas. Vistas magníficas, grandes desayunos y coqueta piscina.
Tiene además la bendición de los dioses marinos. Las horas
transcurren plácidas en Minori. Playa paradisiaca, sombreadas
terrazas y fresquísimas cervezas. Cuando el día declina vuelven los
pescadores con su coleante y viviente cosecha marina. Poco después
podrán degustarse esas exquisiteces en cualquiera de los tres o
cuatro restaurantes de la localidad. Fritura de pescados, calamares,
lubina... Pasta rellena de gambas, de sepia, de pulpo... La panadería
local es a la vez, un pastificio en el que se preparan los
spaguetti frescos o los penne rigate que te zamparás
en la cena. Homérico.
A
los tres días de estancia, te saludan el carnicero, el panadero o la
estanquera, y te tomas unas cervezas con el marido de la peluquera.
Minori es lo que se dice un pueblecito encantador. Desde su diminuto
puerto parten pequeños barcos de pasajeros que te conducen a la
vecina Mayori, a Amalfi, a Positano, a Capri. Todas son visitas
obligadas, como lo es la que debe rendirse a la vecina Salerno, la
capital administrativa de la provincia, y uno de los templos
mundiales de la gastronomía. La isla de Capri, la mítica isla,
queda a apenas una hora de barco de Minori. Marisol, Laura y Bigotini
se sumergieron en las azules aguas de la célebre grotta azzurra,
entre los trinos tenores de los barqueros. Capri, desde el puerto y
la bahía, y Anacapri desde su estratégica elevación, cautivarán
al turista con sus lujos algo añejos. Nostálgicos recuerdos de las
estrellas que en los cincuenta y los sesenta, hicieron de la isla el
lugar de vacaciones más glamuroso de Europa.
Amalfi,
que da nombre a la costiera, seduce con su extraordinaria
catedral bizantina. Amalfi fue durante el medievo pre-renacentista,
una importante ciudad estado, tan notable como pudo serlo Génova o
la misma Venecia. Pero un inoportuno terremoto acabó con aquella
época de esplendor. Amalfi es ahora una pequeña población, eso si,
con un duomo que no envidia en nada al de Milán o al de
Florencia, pongo por caso. En este tiempo vive del turismo, igual que
la vecina localidad costera de Positano, la capital mundial del limón
y los limoneros. En Positano se come la mejor pasta con marisco del
mundo entero, y en toda la costa amalfitana, la mejor mozzarella de
búfala, recien hecha y fresca del día. Para el viejo Bigotini y sus
chicas fueron unos días inolvidables, viajando de día en los
barquitos de cabotaje por los diferentes pueblos costeros, y
disfrutando después de las noches de Minori frente al mar. El profe
derramó amargas lágrimas cuando tuvo que abandonar aquellos
paradisiacos parajes. Si alguna vez se pierde, buscadlo por allí.
¿Qué
es la riqueza? Nada, si no se dilapida. André Breton.
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