Un
teléfono sonando de madrugada no presagia nada bueno. Aquella
madrugada el mío sonó insistentemente. Por entonces yo era un
hombre casado y el teléfono despertó también a mi mujercita. ¡Oh
Frank, cariño, quién puede ser capaz de llamar a esta hora!, se
quejó bajo las sábanas. Mi jefe me quería en los muelles de Staten
Island en media hora. Salí de casa a medio vestir, preguntándome
qué demonios habría pasado y quién diablos sería ese Frank.
Cuando
llegué ya estaban allí mi jefe, los chicos de la prensa y unas
decenas de curiosos. Iluminado por los flashes de los fotógrafos, el
forense examinaba el cadáver, un fiambre blanco de mediana edad con
un traje completo de hombre rana, gafas de buceo y uno de esos
ridículos tubitos de plástico en la boca. Ahogado, fue su dictamen.
Ahogado, gado, gado..., repitieron como un eco los chicos de la
prensa. Los pulmones están encharcados, explicó el forense.
Encharcados, cados, cados..., corroboró el coro de papagayos. El día
menos pensado uno la espicha, aventuré esperando la respuesta, y mi
jefe aprovechó el silencio sepulcral que siguió para echar a
patadas a los reporteros.
Horas
más tarde, en el depósito, la desolada viuda no cesaba de repetir
entre sollozos, que su difunto marido jamás había tenido un equipo
de buceo. Al parecer su guardarropa era más limitado que el
vocabulario del correcaminos. Allí mismo la pobrecilla nos hizo una
revelación asombrosa: aquel buzo ¡no sabía nadar! ¡Toma!, exclamó
mi jefe. ¡Atiza!, exclamé yo. ¡Arrea!, exclamaron al unísono los
demás cadáveres del depósito. La viuda se desmayó, mi jefe se
encendió un pitillo por el filtro y el encargado de la morgue se
arrojó por la ventana. Todavía no puedo explicarme cómo en medio
de aquel caos frenético, tuve la suficiente serenidad para darme
cuenta de un detalle que hasta entonces había pasado a todos
inarvertido: el buzo muerto tenía las aletas y los pies encerrados
hasta los tobillos en un pesado bloque de cemento. Mi jefe, que en el
fondo era un buen tipo, aunque disfrutara haciéndome la vida
imposible, masculló: bfuen trfajo, mfuchacho, mientras intentaba
encender el mechero que tenía entre los dientes con el extremo de un
cigarrillo apagado, y me ordenó investigar un posible ajuste de
cuentas.
La
cosa no fue difícil. Mis pesquisas me condujeron a la famosa banda
de los encofradores, unos gangsters sin escrúpulos que solían
deshacerse de quienes estorbaban su actividad criminal, haciéndoles
un pedestal de cemento, y arrojándolos a la bahía del Hudson
vestidos con los disfraces más disparatados. En el último año
habían ajusticiado de esa forma a dos cowboys, un payaso, un
dalai-lama, tres toreros, un supermán, un arzobispo, un cantante de
boleros y un Napoleón Bonaparte. Crímenes todos ellos deleznables
(acaso con la única excepción del cantante de boleros). El
verdadero problema era averiguar quién daba las órdenes a aquellos
desalmados, quién estaba detrás de esa siniestra organización. Los
tipos estaban relacionados con el negocio de la prostitución, y mi
investigación me llevó a un sórdido burdel del Bronx. Hacerme
pasar por un cliente corriente me pareció poco original, así que
ideé un plan fantástico. Disfrazado de repartidor de cemento, me
presenté allí con un enorme bloque al que había practicado
previamente unos orificios para introducir los pies. Tal como yo
había calculado, aquella innovación les dejó fascinados. Es lo que
tiene la tecnología. Un par de tipos de aspecto patibulario me
escoltaron con mi bloque a cuestas hasta el despacho del boss. Madame
le recibirá en un minuto, dijo uno de ellos, por lo que comencé a
sospechar que madame podría ser una mujer.
En
efecto, lo era. ¡Qué sagacidad!, pensé con cierta
autocomplacencia. Madame era además una belleza rubia con más
curvas que una carretera suiza y menos ropa que el armario de un
fakir. La rubia era para descubrirse, y la verdad, no se si me
descubrí yo mismo o fue ella quien me descubrió, el caso es que al
descubrir la trama, me vi descubierto. Descubrió el arma que llevaba
oculta y me apuntó con ella. Disparó, vi en su mano el arma
humeante, pero descubrí con alivio que la bala había rebotado en mi
bloque de cemento. Mi jefe irrumpió en el despacho con otros polis.
¡Cúbreme muchacho!, gritó, pero cómo iba yo a cubrir a nadie
después de tanto descubrimiento. Hubo un tiroteo y madame cayó
abatida, fin del caso. ¡Buen trabajo, muchacho!, exclamó mi jefe
con entusiasmo. Siempre solía decir lo mismo y yo nunca le
contestaba. Aquella vez, acaso enternecido al ver como intentaba
infructuosamente encenderse un bolígrafo con una calculadora de
bolsillo, le respondí: gracias capitán. Él me dijo emocionado:
llámame Frank, muchacho, llámame Frank.
Las
mujeres son como las traducciones literarias. Si son fieles, no son
muy hermosas; y si son hermosas, probablemente no serán muy fieles.
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