En
el siglo VII de nuestra era, Mahoma unió a las diferentes tribus de
la región sur occidental de la Península Arábiga, a la vez que les
inspiró una ferviente creencia en su nueva religión, una absoluta
confianza en la justicia de su causa y la promesa de la inmediata
recompensa del Paraíso para quienes luchasen y muriesen por ella.
La
religión recibió el nombre de islam, con el
significado de sumisión. Sus adeptos son los musulmanes,
que puede traducirse como los que se entregan. Mahoma fue
sucedido por su suegro Abú Bakr, que fue su primer califa
o sucesor. Los musulmanes tomaron Judea y Siria en el 636,
Egipto en el 640, y tras la decisiva batalla de Qadisiya, en el 642,
se apoderaron de Persia, inaugurando de esta forma fulminante una
época de inusitada expansión que abarcó en muy pocos años desde
los confines de la India hasta la totalidad del Norte de África, e
incluso la Península Ibérica en el 711.
En
el 644, poco después de la conquista de Persia, fue elegido califa
Otmán, un yerno de Mahoma, perteneciente a una familia noble, los
omeyas. Pronto cundió el descontento entre sus adversarios, se
produjeron diversos motines, y en el 656 los soldados egipcios
asesinaron a Otmán, proclamando nuevo califa a Alí, otro de los
yernos del Profeta. Alí instaló su capital en Kufa, pero no fue
reconocido por los omeyas que continuaron siendo fuertes en Siria. La
guerra fue inevitable y se entabló entre los omeyas sirios
capitaneados por Muawiya y los partidarios de Alí procedentes en su
mayoría de la antigua Mesopotamia (actual Iraq) y Persia (actual
Irán). Resultó triunfador Muawiya, y proclamó la capitalidad de
Damasco, ciudad que durante al menos todo el siglo siguiente fue la
capital del poderoso Califato Omeya.
Los
musulmanes persas no se dieron por vencidos, y eligieron
sucesivamente a diversos pretendientes al califato: Hassán, hijo
mayor de Alí, Husseín, el hijo menor, y unos cuantos más a lo
largo de varias décadas. Todos fueron derrotados, pero pese a sus
sucesivos fracasos el grupo sobrevivió y sus adeptos fueron llamados
chiitas, del vocablo árabe que significa partidario.
Aún
hoy en día, los chiitas, que representan alrededor del
20% de los musulmanes, son mayoría en Irán, el sur de Iraq, las
montañas afganas y algunas zonas de Turquía. Se consideran
legítimos herederos de Alí, y depositarios de la verdadera fe. A
ellos se oponen los sunníes, de la palabra árabe que
significa tradición. Los sunníes (80%) son
mayoritarios en el resto de los países islámicos, insisten en ser
descendientes directos del legítimo, ortodoxo e histórico Califato.
En
los últimos tiempos, contando con el patrocinio de potencias
económicas como Arabia Saudí o Qatar, el credo sunní
se ha radicalizado, derivando en un integrismo que aspira a gobernar
mediante la aplicación a rajatabla de la sharía, ley
islámica que atenta de forma flagrante contra los más elementales
derechos humanos. Los sunníes son los inspiradores
ideológicos de grupos terroristas como ISIS o Al-Qaeda. Sus
cabecillas predican con total impunidad desde poderosos medios como
la televisión Al-Jazzeera (la buena nueva, de la misma raíz
árabe que nuestra Algeciras) y las redes sociales. Predican la
Yihad, la Guerra Santa que han declarado contra
la minoría chiita y contra los demás infieles, o sea,
nosotros mismos sin ir más lejos. Así pues, aunque muchos se
nieguen tercamente a aceptarlo, estamos en guerra, como lo prueban
los recientes zarpazos terroristas que hemos sufrido. No nos queda
más remedio que depositar todas nuestras esperanzas y prestar
nuestro apoyo a la minoría chiita, y esperar que por
fin se impongan después de trece siglos de derrotas. Así que los
ayatollah (señalados de Dios), por muy
estrafalarios que puedan parecernos con esos turbantes y esas barbas,
son el último bastión del mundo civilizado frente a la barbarie.
Si
medias entre dos amigos tuyos, uno de ellos dejará de serlo.
Proverbio árabe.
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