¿Qué
puedo decir de Maggie Wilson? La verdad es que no gran cosa. La
primera vez que la vi estaba maniatada en un granero. A una chica que
trabaja como croupier no le conviene tener las manos tan
largas. Por aquel entonces se llamaba Rita Medina. Cuando encontró a
un tipo vulgar y carente de todo atractivo, no lo pensó dos veces.
Se casó con él inmediatamente. Sólo le interesaba el apellido, y
el de Wilson le pareció la quintaesencia de lo anglosajón, a pesar
de que aquel pavo era en realidad medio japonés. Lo abandonó a las
dos semanas. La señora Wilson se tiñó el pelo y se lanzó al
estrellato, o más bien se estrelló. Empezó actuando en algunos
cortos medio pornográficos, y terminó haciendo películas porno por
completo. Sácame de este horrible ambiente, cariño, me suplicó
angustiada. La saqué aunque no resultó nada fácil.
La
Maggie teñida de rubia parecía brillar con luz propia. Tenía la
nariz respingona, las tetas respingonas y el culo respingón. Una
belleza latina y Wilson a partes iguales. Atesoraba entre sus piernas
aromas atlánticos, y ese exquisito sabor acre y un poco ácido que
tanto saben apreciar los verdaderos gourmets. Hay ostras que
no necesitan limón. Técnicamente Maggie no era una puta, pero lo
cierto es que cuando se quitaba las bragas no podías evitar la
inquietante sensación que produce el sonido de calderilla que hacen
al abrirse las cajas registradoras. Quiero pedirte un gran favor,
cariño, solía susurrar después de aplastar su cigarrillo en el
cenicero de la mesita de noche. Un día se enfurruñó conmigo cuando
respondí a su ruego con un gesto de fastidio. A partir de entonces
no volvió a pedir nada. Era yo (ya sabéis que soy un blandengue)
quien al cabo de unos mitutos preguntaba: ¿...y bien? Entonces me
contaba sus problemas. Te ayudaré siempre que al hacerlo no incurra
en ningún delito, le advertí un día. Más tarde rebajé el listón,
llegando a ayudarla en algún que otro delito cuyas víctimas eran
declarados delincuentes.
Como
era frágil, pero a la vez terriblemente práctica, solía sollozar
mientras me pedía que le abotonara el vestido. Tenía una de esas
espaldas perfectas que dibujan un corazón desde los hombros al
arranque de las nalgas. Tenía también una mirada que sabía hacer
irresistible cuando te pedía algún favor. Tenía, en definitiva,
algo que te arrastraba a ella una y otra vez, como aquellos remolinos
monstruosos que atraían a los marinos de la mitología clásica.
Maggie resultaba aún más atractiva vista desde abajo. Cuando se
sentaba sobre el piano, tenías que contemplarla como a una diosa en
su pedestal, como a una cariátide en el templo. No tenía demasiada
voz, pero sabía susurrar como nadie sus melodías suaves y felinas.
Al escucharla, se diría que una gatita te acariciaba (se acariciaba)
frotándose, delicada y sugerente, contra tus piernas. Un día se
destiñó el pelo. Acasó pensó que volviendo a ser morena,
transmitía mayor sinceridad. Me abandonó con los ojos vidriosos y
una especie de solemnidad un poco cómica. Me obsequió un último
beso cálido y húmedo, y luego se perdió en la primera esquina,
mientras yo quedé parado entre el tráfico, algo más herido que
sorprendido.
Mi
amigo Tony Caruso me encontró una noche en el bar con la mirada
perdida en el fondo de un vaso vacío. Esa mujer no merece la pena,
chico, me dijo. No vale lo que la bala que la matará. Dos meses
después supe que había muerto tiroteada. Se metió en un lío
importante. Tan importante que tuvo el detalle de no involucrarme en
él. Periódicamente, cuando vuelvo a los lugares en que estuvimos
juntos, me parece oír a lo lejos el susurro de su voz acariciadora.
Entonces la melodía se interrumpe. Suenan disparos y lejanas
sirenas. Uno de estos días, me digo, tengo que cambiar de vida...
El
día que la mataron Maggie Wilson tuvo suerte. De seis tiros que le
“daron”, sólo uno era de muerte.
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