El
profe Bigotini, acostumbrado a los desolados páramos monegrinos, se
sintió fuertemente impresionado por el feraz verdor de la Bretaña
francesa, agreste país azotado por el viento. Es Bretaña como un
país dentro de otro país. Desde su base de Rennes, la capital,
Bigotini y sus chicas pasaron allí unos días inolvidables,
visitando las poblaciones más típicas y disfrutando de la rica
gastronomía de la región. Se alojaron en un tranquilo hotel a las
afueras de Rennes, donde de noche no se oía ni el aleteo de una
mosca. Rennes, capital administrativa y departamental, es una
fundación romana. Una ciudad provinciana con un encanto indefinible
que enamora al visitante. Uno no puede evitar imaginarse allí el
campamento romano que aparece en tantos episodios de Asterix el galo.
Un par de excursiones por el interior de la región son obligadas
para visitar los impresionantes monumentos megalíticos todavía bien
conservados hasta hoy. Aparte de numerosos dólmenes y menhires,
destaca el célebre conjunto pétreo de Roche aux fées (la
roca de las hadas), en la Comuna de Essé. Se trata de un pasadizo
abovedado construido quién sabe con qué finalidad, por aquella
cultura antigua y misteriosa que se extendió un día desde el norte
de Europa y las Islas Británicas, hasta el sur de España, siguiendo
la línea de la costa atlántica.
Es
imprescindible visitar también poblaciones como Dinard, Cancale,
Quimper o Saint-Maló, un puerto amurallado, antiguo refugio de los
piratas más feroces que asolaron los mares. Brest, ciudad que
compite con la misma Rennes en importancia, es la capital del
Finisterre bretón. Si aguza bien el oído, el viajero escuchará,
aparte del francés, dos idiomas diferentes: el bretón y el galo.
Desde la bahía de Cancale, una breve excursión en barco hasta
Saint-Maló, ofrece el aliciente de sentir el viento y la espuma
marina azotándote el rostro. Laura y Bigotini sintieron algo más
que viento y espuma. Acabaron literalmente empapados. Marisol, mucho
más sensata, se mantuvo prudentemente alejada de la proa. También
resulta obligada la visita al cercano Mont Saint Michel, que por muy
poco no pertenece a Bretaña, sino a Normandía, la región
limítrofe. Su familiar e impresionante silueta, una de las imágenes
más fotografiadas del mundo, se recorta al atardecer contra la luz
del crepúsculo marino. En cuanto a la visita a la abadía, diremos
que no merece la pena. La superpoblación de turistas es tan
abrumadora, que arruina cualquier espectativa.
En
lo relativo a la gastronomía de la región, Bretaña ofrece al
comensal exquisiteces dignas de príncipes. Cabe destacar el marisco
en prácticamente todas sus modalidades. En esto Bretaña viene a ser
la Galicia francesa. Es obligado probar las célebres ostras de
Cancale, bien al natural, o todavía mejor, guisadas con ajo y
mantequilla. Acompañadas de un vino fresquito de Alsacia o del Rin,
están estupendas, lo mismo que otros bivalvos como almejas y sobre
todo mejillones. Mejillones con sidra, con cerveza... Si uno quiere
rascarse un poco el bolsillo, la langosta es la reina de los manteles
bretones. En general cualquier pescado fresco, al horno, al vapor o
en papillote, agradará al más exigente gourmet. Fuera de los
productos marinos, acaso lo más típico de Bretaña sean las crepes
y las galettes, unas servidas como postre dulce, y otras conteniendo
los más variados ingredientes, vienen a ser un plato habitual en las
mesas bretonas. Las galettes, algunas de proporciones gigantescas,
presentan un característico tono oscuro, por estar hechas con trigo
sarraceno. Hay en Bretaña unos embutidos muy grasos y de fuerte
sabor, que deben consumirse con moderación. Los postres, dulces,
pasteles y tartas, son sabrosos y contundentes. En el capítulo de
las bebidas destaca la sidra, de la que existen diferentes
variedades, y distintos licores parecidos al Calvados.
Ahí
tenéis a Bigotini y sus chicas despidiéndose de Bretaña. Su
próximo destino: París, ¡Oh-lalá! Allí os emplazamos en la
siguiente entrega de Bigotini viajero.
-Doctor,
¿cree usted que soy estéril?
-No
señora, usted es Obelix.
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