A
quienes éramos niños hace unas cuantas décadas, nos enseñaban en las
inevitables catequesis que las almas de los recién nacidos que morían sin
recibir el bautismo, iban a parar a un misterioso lugar llamado limbo. Si
preguntabas por el limbo a los curas, no sabían decirte si era un buen o un mal
sitio, simplemente se encogían de hombros y concluían que no era bueno ni malo,
era el limbo y nada más. Ante semejante indefinición, a nadie extrañó que
recientemente el Papa de Roma (ahora no recuerdo si fue Juan Pablo II o
Benedicto XVI) decretara su desaparición. Oficialmente pues, para la Iglesia
Católica el limbo ya no existe.
Sin
embargo sigue existiendo el purgatorio, una especie de recinto intermedio entre
el cielo y el infierno, donde las almas de ciertos difuntos pasan un periodo
indefinido hasta que, redimidos definitivamente de sus pecados, pueden al fin
gozar en el cielo de una vida después de la vida, eterna y feliz.
Sin
embargo, no siempre fue así. Para empezar, el purgatorio no aparece en ninguna
parte de las escrituras. Se trata de un invento renacentista que comenzó a
gestarse durante la Baja Edad Media, adquirió carta de naturaleza literaria en
la Divina Comedia de Dante y fue consagrado como dogma de fe por la teología
oficial. Podemos situar el definitivo “descubrimiento” del purgatorio en el
siglo XIV. Es un territorio plagado de sugerencias, que tras su definición
dogmática y su consagración dantesca, siguió ocupando la imaginación de la
jerarquía eclesiástica, de los escritores de la época y hasta del pueblo llano.
Un más allá concebido como un espacio físico con su precisa geografía. Un mundo
no menos real por más imaginario, que alcanzó alguna notoriedad ya en el siglo
XIII con la narración de H. de Saltey, un monje cisterciense que describió el
descenso al purgatorio del caballero Owen.
Y
es que la idea del purgatorio se corresponde muy bien con los ideales
caballerescos de redención a través de acometer alguna ardua empresa. En la
ceremonia de armar a los caballeros, especialmente a los pertenecientes a
órdenes religiosas, lo mismo que en cualquier rito de iniciación, hay siempre
esa cualidad de muerte y posterior renacimiento. Muy a menudo el aspirante
recibe después de haber sido iniciado, un nuevo nombre. Es el símbolo de su
nueva identidad recién adquirida, de su redención. El penitente purga sus
pecados, bien a través de la oración, la mortificación y el dominio de la
servidumbre de la carne, o más frecuentemente mediante el cumplimiento de una
promesa, una peregrinación… El Camino de Santiago se llena de peregrinos
henchidos de fe, a la vez que en los cenobios se flagelan las carnes y se reprimen
las humanas pasiones. Es tiempo de penitencia.
El
purgatorio del caballero Owen se hallaba en una cueva situada en una isla en
medio de un lago en un país remoto. Es el que su autor llama el purgatorio de
San Patricio, un paraje que según los hagiógrafos del santo irlandés, fue el
propio Jesucristo quien se lo había mostrado. Según la tradición, los aspirantes
debían cumplir un riguroso ceremonial que precedía a la entrada en la cueva.
Aquel que en estado de gracia descendiera al purgatorio y supiera resistir el
acoso de los diablos sin flaquear en la fe, alcanzaba el perdón de sus pecados.
La definitiva indulgencia que por otra parte podía obtenerse mediante la compra
de bulas pontificias, aquellas bulas que tanto indignaban (y con razón) a los
reformadores centroeuropeos.
Hubo
muchos que a imitación del caballero Owen, descendieron a oscuras cuevas o
cumplieron extremadas penitencias. El ejemplo cundió de forma muy especial en
el reino de Aragón, donde el ideal caballeresco tuvo acaso más predicamento que
en ningún otro lugar. Sirvan de ejemplo en este sentido la correspondencia
entre el rey Juan I y Ramón de Perellós, o el admirable tratado de Raimundo
Lulio sobre el Orden de la Caballeria. En ocasiones los expedicionarios a esos
abismos o purgatorios terrenales, afirmaban haber encontrado en ellos a tales o
cuáles personas que les transmitían encargos de ultratumba para sus amigos o
sus deudos. Piedad, picaresca, imaginación desbordada e histeria colectiva se
dieron la mano en este asunto para celebrar una especie de danza macabra que a
menudo tenía muy poco que ver con la verdadera religiosidad. Bueno. Eran
tiempos desmesurados y heroicos que no conviene medir con el mezquino rasero de
nuestro moderno racionalismo. Fue una época fantástica y brutal, de la que
somos directos herederos culturales.
La
fantasía permanece siempre joven. Lo que no ha ocurrido jamás, no envejece
nunca.
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