Dayton,
Tennessee, 1925. En la nación más libre de la Tierra, un grupo de
honrados ciudadanos orgullosos de ser americanos, denunciaron a John
Scopes, un modesto maestro de escuela, que fue juzgado bajo la
acusación de haber difundido en una de sus clases la idea de que el
hombre desciende del mono. Aquellos granjeros, comerciantes,
funcionarios…, aquellas buenas gentes de piel blanca que asistían
cada domingo a la iglesia, y conservaban en sus casas como un tesoro
un ejemplar de la biblia que había pertenecido a sus padres y a sus
abuelos, tenían la ley de su parte. Aunque parezca mentira, hace
menos de un siglo, en 1925, en los Estados Unidos de América existía
una ley que castigaba cualquier mención a las teorías de Darwin.
A
la pequeña localidad acudieron científicos, periodistas,
fotógrafos, sacerdotes y una legión de curiosos. Mientras duraron
las sesiones del proceso, los establecimientos de Dayton hicieron su
agosto. Los más avispados lugareños llegaron a cobrar sumas
astronómicas por una habitación a los corresponsales de los
principales diarios del país, que siguieron los acontecimientos sin
omitir el menor detalle. Muy pronto quedó patente que lo que estaba
en juego no era la sanción al pobre maestro, un hombre modesto y
tímido al que las publicaciones sensacionalistas apenas prestaron
atención. Lo que se dirimía en Dayton, Tennessee, era la validez de
las teorías de Darwin y de Haeckel, enfrentadas al libro sagrado
cuya textualidad admitían a pies juntillas millones de americanos,
para estupor de la mayoría de los europeos.
En
Europa el evolucionismo prácticamente ya no tenía detractores. Se
admitía abiertamente y de forma general. Así lo declararon muchos
importantes hombres de ciencia que a su condición de paleontólogos
unían la de sacerdotes católicos, como el padre Breuil, los
jesuitas Obermaier y Teilhar de Chardin, o el abate Bourgeois.
Concretamente Henri Breuil escribió a propósito del caso: No
existe ninguna cronología bíblica, y es a la ciencia a la que
corresponde determinar la época de la aparición del hombre sobre la
Tierra. Es imposible ser
más claro.
El
principal protagonista de la facción anti-evolucionista de Dayton
fue William Jennig Bryan, un hombre con grandes aspiraciones
políticas, candidato a la presidencia del consejo municipal, y
postulado por sus seguidores como el futuro gobernador del estado.
Bryan era un fanático religioso, capaz de recitar de memoria cada
uno de los versículos de la biblia. Era un orador elocuente que
sabía arrancar el aplauso de aquel entregado auditorio de paletos,
mientras alzaba sobre su cabeza el libro sagrado con la mayor
solemnidad. Frente a él, Clarence Darrow, un reputado jurista de
ideas liberales, se encargó de la defensa del pobre Scopes, que sin
apenas intervenir, asistía atónito a aquel duelo de titanes. Si
queréis hacerlo también, os recomiendo la revisión de La
herencia del viento, una
formidable película producida por la MGM en 1960, y dirigida por
Stanley Kramer. Los papeles de Darrow y Bryan, con otros nombres
supuestos, eran encarnados por Spencer Tracy y Fredric March, dos
gigantes de la interpretación frente a frente.
Los
debates fueron haciéndose cada vez más agitados y turbulentos. No
había bastante espacio en la sala para tantos curiosos, y la
multitud se apiñaba y se manifestaba en las calles. Pierre Honoré
lo describe así: Los
predicadores azuzaban a las masas como si de perros se tratara. Las
mujeres se rasgaban las vestiduras como se dice en la Biblia, y
danzaban al acorde de una orquesta de jazz. Todos vociferaban,
rugían, chillaban y gesticulaban en medio de la mayor confusión y
alboroto. La multitud se apretujaba en la sala y con sus gritos
ahogaban las declaraciones de los sabios llamados por la defensa.
Cuando la gente oyó que se hablaba de monos, empezaron a volar por
los aires las primeras botellas a la cabeza de los testigos. Luego
siguieron patas de sillas, y a continuación todo el mobiliario
restante. Los ciudadanos de Dayton, que se consideraron humillados
por la enseñanza de la teoría, recibieron ayuda de fuera y
refuerzos en forma de piedras, huevos y tomates. Fue una escena
indescriptible. Peritos y profesores, los jueces y el mismo acusado
quedaron materialmente cubiertos de huevos y tomates, algunos incluso
sangraron por los golpes recibidos. Los fotógrafos amortizaron con
creces los gastos del viaje, y los periodistas no podían soñar con
reportajes más sensacionales que el que les deparó el juicio de
Dayton.
Como
estaba cantado, se declaró culpable al maestro, al que se impuso una
multa de cien dólares. Después de escuchar la sentencia, los
honrados ciudadanos de Dayton se arrodillaron en la sala, y
permanecieron allí durante largo espacio, entonando salmos e himnos
religiosos. El maestro abandonó la escuela, la ciudad y el estado.
Temía por su integridad habitando entre aquellas buenas gentes de la
nación más libre de la Tierra. En la actualidad, tanto en Tennessee
como en otros estados de la América profunda, la ley exige que en
las escuelas se trate el evolucionismo
como una simple teoría más, y que no se olvide incluir como
alternativa el creacionismo,
siguiendo las enseñanzas de la sagrada biblia. Así de crudo, así
de estúpido y así de vergonzoso, amigos.
Cualquier
mono que se respete rechazaría toda pretensión de parentesco con el
hombre.
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