Cayo
Aurelio Valerio Diocleciano Augusto, más conocido como Diocleciano,
puso fin con su ascensión al trono de Roma en 284, al reinado del terror que le
precedió en el que casi todos los emperadores eran asesinados sistemáticamente
por los guardias pretorianos. Era el hijo de un liberto dálmata, así que no
precisamente noble, pero sí muy ambicioso. Y también inteligente, como lo
prueba el hecho de que se las arregló para obtener el mando de los pretorianos,
una posición magnífica para acceder al poder. Una vez conseguido su propósito,
su primer objetivo fue salvar el pellejo. Tomó para ello dos decisiones
importantes: abandonar Roma, cuyas intrigas palaciegas la habían convertido en
el lugar más peligroso para un emperador; y rodearse siempre de una reforzada
guardia de corps de fidelidad a toda prueba.
Ante
la estupefacción de los habitantes de la Urbe, trasladó la capital del Imperio
a Nicomedia, en el Asia Menor. Y como las fronteras eran tan extensas e
imposibles de controlar, ideó dividirlo. Designó para ello a Maximiano, con el título de Augusto idéntico al suyo y capital en
Milán, para que se hiciera cargo del territorio occidental. Además, de acuerdo
con Maximiano, cada uno de ellos designó a un César más joven para compartir el gobierno: Diocleciano en la
persona de Galerio, que estableció su
capital en Mitrovitza, en la actual Kosovo; y Maximiano en la persona de Constancio Cloro, así apodado por la
palidez de su rostro, que eligió como sede Tréveris, en Germania. Quedó de esta
manera establecida la Tetrarquía o gobierno de cuatro, con
el acuerdo de retirarse los Augustos
al cabo de veinte años, para dejar el poder a los Césares. Roma seguía siendo la ciudad más poblada del Imperio y la
más impresionante, con sus circos, sus teatros, sus templos y sus suntuosos
palacios, pero no tomaba parte en ninguna de las decisiones políticas o
estratégicas. Comenzó con la tetrarquía lo que muchos
historiadores han llamado el Bajo Imperio, y constituyó de alguna
manera el principio del fin de Roma y de una época histórica.
Cada
Augusto dio a su César correspondiente una de sus hijas como esposa, sellando así
una alianza destinada a durar dos décadas. Este fue el plan de Diocleciano, que
también tenía otros no menos ambiciosos. Prosiguió con la reforma iniciada por
Aureliano. Fue una visión absolutista del Estado, un experimento que, salvadas
las distancias, recuerda un poco a lo que en el siglo XX hemos llamado socialismo
real, con sus aciertos y sus errores. Basó el gobierno en la
planificación de la economía, nacionalización de las industrias y
multiplicación de la burocracia. La moneda quedó vinculada al patrón oro, algo
que iba a permanecer invariable durante aproximadamente los mil años
siguientes. Los campesinos libres quedaron fijados a las tierras que ocupaban y
se constituyeron en el antecedente de los siervos
de la gleba medievales. Los obreros y los artesanos quedaron encuadrados en
gremios hereditarios que nadie tenía
derecho a abandonar. Todo ello sin olvidar el peso abrumador de la mano de obra
esclava, pues la esclavitud seguía siendo en el Imperio una institución
inamovible. El sistema no podía funcionar sin un severo control de los precios,
una economía dirigida en la que todo estaba reglado. Diocleciano multiplicó el
ejército de agentes fiscales y tributarios, hasta el punto de que como escribe
Lactancio, en nuestro Imperio, uno de
cada dos ciudadanos es funcionario. A pesar de ello, abundaron los fraudes
y el estraperlo, lo que intensificó a su vez los controles…
Se
dio entonces en el Imperio una curiosa paradoja: en vez de recibir como antes a
inmigrantes bárbaros que buscaban la pax
romana, el imperio de la ley y la prosperidad, eran los ciudadanos romanos
quienes a escondidas cruzaban los límites del Imperio para buscar refugio entre
los bárbaros. Todo un síntoma del principio del fin. Mientras en el interior
reinaba el orden, un orden ciertamente despótico, y una paz de cementerio, los
jóvenes Constancio Cloro y Galerio establecieron fronteras más o menos seguras
en Britania y en Persia. La sociedad de aquel Bajo Imperio preludiaba
en todo a la que se instalaría durante la larga Edad Media que siguió. La corte oriental de Diocleciano tenía ya
todo el aspecto de la que durante siglos iba a florecer en Bizancio, un lugar
entonces todavía desconocido.
En
305, cumplidos los veinte años pactados, en Nicomedia y en Milán los dos Augustos abdicaron con solemnes
ceremonias en favor de sus propios Césares
y yernos. Diocleciano a los cincuenta y cinco años se retiró a su magnífico
palacio de Spaleto, Split, en la actual Croacia, su Dalmacia natal, donde
falleció a los sesenta y tres. Cuando Maximiano solicitó su mediación en el
conflicto sucesorio que siguió, Diocleciano respondió que semejante invitación sólo podía llegarle de quien jamás había visto con
qué lozanía crecían las coles en su huerto. No se movió de allí. Después de
él volvió a reinar la anarquía, pero había hecho todo lo que razonablemente
podía hacerse: demorarla veinte años.
Aconsejar economía a los pobres es como aconsejar bañarse al que se está ahogando. Oscar Wilde.
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