Publio
Elio Adriano fue sobrino y heredero de Trajano,
a quien sucedió como emperador de Roma. Había nacido en Itálica, en la Bética,
hay quien dice que concretamente en Santiponce. Poseía Adriano todos los
títulos para ocupar el trono. Además de la familiaridad con su antecesor, tenía
una bien ganada fama de hombre inteligente, culto y bondadoso, una brillante
trayectoria militar como la mayoría de los emperadores de aquel tiempo, y un
probado sentido de la justicia. Sin embargo, si hemos de dar crédito a Dión
Casio, la condición que definitivamente le elevó hasta el máximo rango del
Imperio fue la de ser el amante de Plotina, la esposa de Trajano y tía política
suya. No hubo pues consanguinidad, pero de haberla habido, no habría sido mayor
impedimento en aquella Roma que aun en su pleno apogeo, comenzaba ya a gestar
su decadencia. Aún no había cumplido los cuarenta años cuando accedió al trono
en el 117. En lo puramente formal, Adriano fue siempre lo que podríamos llamar
un emperador “constitucional”, ya que no aprobó jamás una ley ni dio paso
alguno sin antes consultar al Senado. Su nombre procedía de Adria, de donde sus
ancestros y los de su tío Trajano habían emigrado a Hispania casi cuatro siglos
atrás.
Adriano
había estudiado filosofía, matemáticas, geometría, escultura, literatura,
medicina y música, sobresaliendo en todas esas materias. Trajano, de quien se
dice que consintió y hasta propició sus amores con Plotina, le dio por esposa a
Julia Sabina, otra de sus sobrinas. Aquella Sabina fue siempre una esposa fiel.
Dotada de una hermosura mítica, acaso demasiado escultural, carecía sin embargo
de ese encanto sutil que encandila a los hombres. Adriano la mantuvo siempre a
su lado y la colmó de atenciones, pero dormían en lechos separados. Como el
nuevo emperador renunció públicamente a continuar la política expansionista de
su predecesor, se ganó la enemistad de los principales generales cuyas tropas
estaban destacadas en las diferentes fronteras. Cuatro de ellos prepararon una
conjura para acabar con Adriano, y sin que nunca se llegara a saber cómo
sucedió, los cuatro aparecieron muertos en un espacio de pocos días, lo que
resulta significativo y nos ilustra acerca de que aunque fuera un emperador
“constitucional”, también sabía manejar las que hoy llamaríamos “cloacas del
estado”.
Al
comienzo de su reinado, Adriano distribuyó entre el pueblo mil millones de
sestercios, les liberó de las deudas con el fisco y organizó varias semanas de
magníficos espectáculos en el Circo. Si a esto unimos que el emperador cantaba
y componía versos, no ha de extrañarnos que los romanos recelaran de él,
temiendo que se comportara como un segundo Nerón. Pero no fue así. Todas sus
acciones de gobierno revelaron que se trataba de un hombre íntegro, justo y
compasivo. Para terminar de rematar su enorme popularidad, Adriano era un tipo
muy atractivo, elegante, alto, de pelo y barba rizados, cuya imagen imitaron
muchos de sus súbditos, y que al parecer enamoró a gran número de jóvenes de
ambos sexos. Formalmente, en su condición de Pontífice Máximo, respetó y
promovió la religión tradicional como uno de los puntales de la sociedad. Hizo
erigir diferentes y suntuosos templos como el de Venus en Roma, además de
hipódromos, museos, bibliotecas o la magnífica villa de Tívoli. A pesar de
ello, muchos de sus biógrafos le han considerado ateo al encuadrar su
pensamiento filosófico entre el estoicismo y el escepticismo.
Dedicó
Adriano sus últimos años a viajar a todos los confines del Imperio. Lo hizo
extensamente por su Hispania natal, por la Galia, la Bretaña insular, Germania,
Persia o Egipto, acompañado siempre por Sabina, su fiel y distante esposa. En
Tarraco fue agredido por un esclavo al que indultó generosamente. Sin embargo
hizo matar a Suetonio, uno de sus secretarios, por haber ofendido a Sabina. Se
enamoró sucesiva y ardientemente de hermosas jóvenes y apuestos muchachos. Uno
de aquellos fogosos amores fue Antinoo, un bellísimo joven de ojos azules y
dorados bucles en quien Adriano había pensado como sucesor. Antinoo se suicidó
remontando el Nilo. Se dijo que el muchacho supo por un oráculo que los planes
de su protector sólo se realizarían si él moría.
A
partir de aquel episodio trágico, Adriano cambió su carácter jovial, haciéndose
cada vez más taciturno. Ya sólo pensó en la muerte y no aspiró sino a la tumba.
Se hizo construir un gran mausoleo al otro lado del Tíber, en el lugar que hoy
ocupa el castillo de Sant’Angelo. Quiso suicidarse sin éxito, pues ninguno de
sus allegados se avino a facilitar sus deseos. He aquí un hombre, exclamó entonces, que tiene poder para hacer morir a cualquiera excepto a sí mismo.
Murió Adriano finalmente a los sesenta y dos años, después de haber reinado
durante veintiuno. Corría el año 138. Se le compara con su antecesor, Trajano,
por su buen gobierno y por la gestión de las fronteras del Imperio, que alcanzó
con él su máximo apogeo. Se le compara con Nerva por la sabia elección que supo
hacer de su sucesor, Antonino, a quien la historia llegaría a conocer como
Antonino Pío.
Animula vagula, blandula hospes comesque corporis… (Vague el alma y repose el cuerpo blandamente). Publio Elio Adriano.
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