Hasta
qué punto el judaísmo no se extinguió en
nuestro suelo con la expulsión oficial de 1492, es detalle que ha ocupado a
muchos historiadores y estudiosos. Asombra pensar que precisamente los dos
primeros inquisidores generales de Castilla, Tomás de Torquemada y Diego de
Deza, eran conversos, y asombra la
numerosa nómina de españoles ilustres en una u otra faceta que han sido
señalados como judíos. Como conversos o hijos de conversos figuran en ella el
doctor Villalobos, Juan Muñoz Peralta, Cristóbal de Acosta, Andrés Laguna,
Antonio de Nebrija, Luis Vives, el Tostado, Arias Montano, Francisco de
Vitoria, Fray Luis de León, Huarte de San Juan, León Hebreo, Juan de Mena,
Álvarez Gato, Santa Teresa, Mateo Alemán, Rodrigo de Cota, Fox Morcillo,
Antonio de Guevara, Bartolomé Torres Naharro, Baltasar de Alcázar, Góngora,
Fernández de Oviedo, Rojas Zorrilla, Melchor Cano, el Brocense, Fray Bartolomé
de las Casas, Florián de Ocampo, Fernando de Rojas, Laínez, Luis Vélez de
Guevara, nuestros aragoneses Baltasar Gracián y Miguel Servet, y hasta
biógrafos hay que adjudican ascendencia hebrea al mismo Cervantes…
Si
ya simplemente leer en voz alta esta lista de nombres ilustres, deja sin
aliento, considérese cuántos conversos, la mayor parte anónimos, albergó la
España de los llamados siglos de oro. Llama por otra parte la atención que
muchos de ellos fueron clérigos y hombres de Iglesia. Existe en este sentido
algún dato todavía más asombroso, el de las órdenes religiosas que fueron
literalmente infiltradas por elementos criptojudaizantes. La de los jerónimos
por ejemplo, iniciada ya en el siglo XIV, proponía una nueva religiosidad sentimental, reflexiva, lírica e íntima, en
palabras de don Claudio Sánchez Albornoz. Abrió sus puertas a los ermitaños de
toda Castilla con sus atractivos señuelos que en muchos casos destilaban aromas
de misticismo sufita. A partir de las matanzas de judíos de 1391, muchos
conversos buscaron y hallaron refugio entre los jerónimos. Su reducto más
importante, el monasterio de Guadalupe, albergó a una legión de ellos.
En
1485 el Santo Oficio ofició un solemne auto de fe en Toledo con el resultado de
nada menos que cincuenta y tres frailes jerónimos entregados a las llamas.
Entre ellos estaba un apellidado Marchena de quien se descubrió que ni siquiera
estaba bautizado. Las actas del Santo Tribunal, en este como en otros muchos
procesos, serían como para echarse a reír, si no fuera porque las risas
tuvieron como inmediata consecuencia hogueras y cadalsos. Un llamado Fray
Zapata, prior de los jerónimos toledanos, volvía la espalda al pecador
mostrándole el culo al tiempo que le daba la absolución. Dio también el hombre
en la manía o el deporte de alzar la hostia en la consagración al tiempo que
recitaba: arriba Pedrito, y deja que el
pueblo te mire.
Y
no sólo fueron los jerónimos. A los franciscanos les tocó el turno en 1525, y a
los dominicos en 1547, siempre con parecidos episodios a caballo entre lo
ridículo y lo trágico. En época ya tan tardía para aquellos excesos como 1649
fue enjuiciado en Valladolid don Lope de Vera y Alarcón acusado de firmar
ciertos documentos con el seudónimo de Judas
el Creyente. Por más que se hicieron pesquisas e investigaciones no pudo
probársele otra cosa. Este don Lope era cristiano viejo desde los godos, y no
incurrió en otra falta que la de aquella firma de bromas. Todo fue inútil, el
hombre acabó en la hoguera.
En
fin, mucho se habla de la leyenda negra y no cabe duda de que por diferentes
intereses, se ha exagerado la labor “depuradora” de la Inquisición española por
muchos autores transpirenáicos, pero tendremos que reconocer que la leyenda se
sustenta en no pocos sólidos pilares.
Lo
más curioso o paradójico, y aquí justifico el título de arriba, es que la caza
de brujas fue perpetrada por malsines de idéntico pedigree que sus víctimas. Cabe pensar, y así lo señalan los
hechos, que hubo muchos que para librarse del potro de tortura y de la hoguera,
abrazaron los oficios de torturador y fogonero. Bueno, pues así es España y así
es nuestra Historia para bien o para mal (lo segundo en este caso). No queda
otra que aceptarlo y resignarse.
Una
buena conversación debe agotar el tema, pero no a los interlocutores. Winston
Churchill.
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