Uno
de los primeros botines que Roma obtuvo en la conquista de Grecia, no consistió
en joyas ni alhajas, sino en un nutrido grupo de unos mil intelectuales que se
seleccionaron de entre los más sabios y cultos de los vencidos. Uno de ellos,
Polibio, en quien la tradición clásica hace recaer el record de personas a las
que un solo hombre enseñó a escribir, se maravilló al llegar a Roma,
preguntándose cómo era posible que aquella ciudad hubiera conquistado el mundo
en sólo cincuenta años. Polibio en realidad erraba el cálculo, porque su subjetivo
punto de vista estaba puesto en unas gentes, los romanos, de quienes sus padres
ni siquiera habían oído hablar. Sin embargo, los orígenes de aquella exitosa
conquista se remontaban a muchos más años atrás.
Todo había comenzado con Pirro, el arconte del Épiro, que de una forma bastante inconsciente, se plantó con su ejército en el sur de Italia para socorrer a los tarentinos, un pueblo de estirpe griega. Eso ocurrió en 281 a.C., y ya se sabe que a Pirro no le fue muy bien en la aventura. Aquel episodio tuvo el efecto de abrir los ojos a S.P.Q.R., el Senado y el Pueblo de los romanos, que dirigieron entonces la mirada hacia el este, más allá del vecino mar Adriático. Los viejos senadores republicanos y los miles gloriosus de los ejércitos de Roma soñaron entonces con la gloria. Los équites y mercaderes de la urbe, siempre más prácticos, vieron las enormes posibilidades comerciales y de negocio que se abrirían para ellos. De manera que entre esta escaramuza y esa otra gran batalla contra los feroces cartagineses, principales enemigos marítimos y terrestres de Roma, los descendientes de Rómulo fueron fraguando y preparando el asalto a Grecia.
La
nueva aventura imperialista prometía ser mucho más sencilla de lo que fue derrotar
a Cartago. Una vez muerto Alejandro Magno, probablemente a causa de la malaria,
el vasto imperio que el macedonio había conquistado, se fraccionó en mil
pedazos. Sus herederos persas y egipcios todavía conservaban a duras penas
cierta autoridad sobre sus extensos territorios. Muy distinto era el panorama
en Grecia donde las diferentes ciudades estado estaban acostumbradas a una gran
independencia y autonomía que las llevaba a disputar entre sí incesantemente.
Desaparecido el caudillo, y con él, el caudillaje que durante un breve lapso
ejerció Macedonia, los refinados atenienses, los belicosos espartanos o los
orgullosos tebanos, no estaban dispuestos a dejarse gobernar por aquellos
rústicos macedonios, unos pastores de cabras piojosos a quienes unos y otros
griegos consideraban bárbaros. Así que Grecia se desgajó, volviendo al pasado
sistema y fraccionándose por completo.
El panorama no pudo ser más favorable para Roma. Plutarco cuenta admirablemente la sucesión de acontecimientos tanto bélicos como diplomáticos. Tito Quinto Flaminio aplastó a los ya mermados macedonios en la batalla de Cinoscéfalos. Allí por primera vez se enfrentaron las dos fórmulas militares que se habían mostrado hasta entonces invencibles, una en oriente y otra en occidente. Las compactas falanges griegas fueron derrotadas por las legiones romanas, unas unidades mucho más ágiles y versátiles, cuyos generales habían aprendido novedosas tácticas en sus encuentros contra el legendario Aníbal. Una vez plantados en territorio heleno, los estrategas romanos se aprovecharon de la desunión de los griegos para hacer y deshacer pactos y alianzas con unos y otros, presentando batalla sólo cuando la victoria estaba asegurada. Además del citado Flaminio, se distinguieron en ello generales como Emilio Paulo, Escipión Emiliano o el cónsul Mumio. Cayeron sucesivamente la Liga Aquea, Esparta y finalmente Atenas.
Fue
precisamente la polis ateniense la que deslumbró a los nuevos amos con sus
templos, sus monumentos, y sobre todo con la admirable cultura de sus
habitantes. Igual que Polibio, una verdadera legión de intelectuales griegos,
atenienses en su mayoría, fueron enviados a Roma como esclavos. El derecho
romano permitía y hasta exigía la esclavitud por vía de conquista. De hecho, la
ingente mano de obra esclava fue en aquel tiempo el principal motor económico
de Roma. Naturalmente aquellos nuevos esclavos no podían ser empleados en
trabajos rudos. Había entre ellos médicos, matemáticos, artistas, geógrafos e
historiadores. Había entre ellos pedagogos que muy pronto se encargaron de
educar a los hijos de la aristocracia romana. Se trató sin duda de un fenómeno
único en la Historia. Sin mediar una sola nueva generación, de una forma
inmediata, aquellos intelectuales griegos se integraron completamente en la
sociedad romana. Formaron a filósofos y a juristas. En muchos casos fueron
manumitidos, dejando atrás su condición de esclavos. Pero hasta muchos de los
que permanecieron como esclavos llegaron a ejercer una influencia decisiva en
la política y el gobierno. La huella griega se extendió también a lo cultural y
a lo religioso, de manera que en un breve periodo de tiempo se completó no sólo
la romanización de Grecia, sino la helenización de Roma, que acaso fue más
importante y decisiva en el devenir histórico.
Nuestro
profe Bigotini, hombre libérrimo que no se sujeta a más esclavitud que a la de
la ciencia, se envuelve en su toga y engolando la voz, declama como Catón: daelenda Carthago et Graetia capta.
No me gusta hacer tríos. Para decepcionar a dos personas a la vez, me basta con cenar con mis padres.
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