En
los pueblos predominantemente agrícolas del primer Neolítico, la existencia
dependía directamente de la fecundidad de la tierra, idea que se asoció a la
mujer que amamanta a sus hijos lo mismo que la tierra procura el sustento. En
las primitivas sociedades que rendían culto a la Gran Madre, la comunidad
entera colaboraba para hacer fructificar la tierra. La propiedad privada se
desconocía en esas primitivas sociedades agrarias de régimen matriarcal. Todo
es de todos, y la pertenencia a la comunidad la fija el haber nacido en su
seno, como el haber nacido del seno de la propia madre. Los símbolos de la
diosa son la montaña, los bosques, las aguas, el hacha, porque el pedernal o
piedra del rayo, también sale de las entrañas de la tierra. La imagen de la diosa
desnuda y la de los órganos de la fecundidad se plasmaban en losetas de
pizarra, se grababan en hueso o se amasaban en arcilla. La tierra, finalmente,
acogía en su seno a los muertos, que regresaban así al lugar de donde habían
salido. El culto a la Madre y el culto a los muertos se unieron hasta el punto
de identificarse.
Junto
a los símbolos de la Madre, los del dios joven, su hijo, que la acompaña hasta
el punto de confundirse sus símbolos. La luna, que regula al mismo tiempo el
ciclo menstrual y los ciclos de actividad agrícola, se utilizó como símbolo de
este dios masculino, enamorado de su madre. El toro, cuyas defensas recuerdan
los cuernos de la luna. La serpiente, cuya forma fálica y su forma de penetrar
en la madriguera se relacionan con la forma y la función del órgano viril. Los
pájaros, muy especialmente la paloma, que más tarde será compañera de Venus. El
árbol y las columnas arboriformes… Todas fueron representaciones plásticas de
la configuración matriarcal de la vida y de la religión de aquellos pueblos
neolíticos de signo predominantemente agrario.
Y
junto a este pensamiento simbólico, propio de las sociedades agrarias, no tarda
en surgir otra, traída por los pueblos nómadas dedicados fundamentalmente al
pastoreo. Su vida se desarrolla en campo abierto, bajo los cielos que presiden
de día el sol y de noche las estrellas, también en constante movimiento. De
este dinamismo derivan tendencias que imaginaron una deidad celeste, distinta y
en alguna medida opuesta a la tierra. Escudriñando el movimiento de los astros,
los hombres pretenden anticipar su propio destino. El término horóscopo significa precisamente mirar a las alturas. Estas gentes recién
llegadas, cuyo prototipo podrían ser los pueblos semitas, optan por imaginar a
sus dioses sin forma determinada, tendiendo en ocasiones incluso a destruir las
imágenes de la diosa de los agricultores. Así cabe interpretar la destrucción
de los falsos ídolos, la Madre, su hijo o el becerro, que se narra en diversos
episodios bíblicos. El Dios con mayúsculas es el ojo que todo lo ve. Contra la
vieja creencia agrícola, los pastores insisten en la preponderancia del hombre
sobre la mujer, organizándose en regímenes patriarcales en los que el
patriarca, el líder, centra en su persona toda la autoridad y el dominio sobre
vidas y haciendas.
El
elemento femenino ocupa un puesto de comparsa en estas nuevas sociedades. El
dios solar, masculino, derrota al dragón femenino. La montaña, otrora símbolo
de la diosa, pasa a ser la escalera capaz de elevar al hombre al cielo y
acercarlo a la divinidad. Baste el ejemplo de la tradición judeo-cristiana y
los célebres montes Ararat, Moria, Sinaí, Sión, Carmelo, Tabor, Calvario… El
fuego, el rayo, el martillo, el león, el caballo, serán otras tantas imágenes
de la divinidad masculina tal como se concibe en las nuevas sociedades de
pastores y régimen patriarcal. Ambos grupos se convierten en antagonistas, y
como la historia la escriben los vencedores, Abel, el pastor, aparecerá como
víctima de su hermano Caín el agricultor, cuando realmente fue Abel el asesino,
y fue la visión religiosa patriarcal la que acabó imponiéndose.
-Cariño,
¿si me muriera, llorarías?
-Pues
claro tonto, ya sabes que yo lloro por cualquier tontería.
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