Benito
nació hacia 480 en Nursia, Umbría meridional. Era hijo de una familia de
labradores acomodados. Estudió en Roma, y eligió desde muy joven la vida
contemplativa y eremítica, un movimiento importado de Oriente, Egipto, Siria y
Palestina, donde tiempo atrás habían proliferado los eremitas y los anacoretas.
Retirado al campo, a una gruta en las cercanías de Subiaco, realizó algunos
milagros notables que recoge la tradición piadosa. Allí resistió toda clase de
tentaciones. Se cuenta que tras soñar con una muchacha a la que había conocido
en Nursia, para combatir la tentación carnal se arrojó desnudo sobre unas matas
de ortigas que inmediatamente se convirtieron en rosas.
La
fama de este y otros parecidos prodigios hizo que muchos hombres piadosos
llegaran hasta él, deseosos de imitar su ejemplo. Fundó Benito hasta doce
monasterios en Subiaco. La dureza de la regla que instauró, no contentó a
algunos monjes que incluso intentaron asesinarle, lo que le decidió a abandonar
aquellos parajes. En Montecassino, sobre las ruinas de un viejo templo pagano,
hizo edificar el que sería el más emblemático monasterio benedictino de Italia.
El edificio se levantó venciendo hasta la oposición del mismo demonio, y Benito
se instaló en él con sus monjes. Falleció en 543 a consecuencia de unas
fiebres. Fue enterrado junto a su hermana Escolástica, a la que siempre estuvo
muy unido. Su regla, contenida en setenta y tres capítulos, podría resumirse en
la máxima ora et labora, reza y
trabaja, que muy pronto se extendió por media Europa y se hizo mundialmente
célebre. En la regla benedictina no hay lujos, se pasa frío y hambre, se
trabaja incansablemente y se obedece, sobre todo se obedece. A quienes
desobedecen está destinado el látigo y otros castigos.
Dejando
aparte lo anecdótico, cabe preguntarse por qué un régimen semejante, y una
existencia tan austera tuvo entre los cristianos europeos de su época y los
decenios posteriores, el atractivo y el tirón que demostró. Más allá de las
razones espirituales, nos detendremos un instante en un breve análisis
socio-histórico.
Los
oscuros años de dominación gótica desde el final del Imperio Romano, habían
convertido a Italia y otros territorios de Alemania, Francia y la Gran Bretaña,
allí precisamente donde iban a arraigar con mayor fuerza las fundaciones
benedictinas, en un auténtico desierto de barbarie. Las sombras de los siglos
oscuros se habían extendido, borrando las últimas huellas de una civilización
en descomposición. En semejante escenario, el monaquismo inaugurado por San
Benito desempeñó un papel decisivo en la vida económica y social de aquella
Alta Edad Media. La tierra estaba sumida en el caos. Los ejércitos bárbaros
habían arrasado pueblos y ciudades. Los campos quedaron despoblados y los
poderes centrales, príncipes y reyes, no estaban en condiciones de hacer valer
su autoridad en los diferentes territorios. Ciertos señores periféricos,
precursores groseros del feudalismo, se habían transformado en instrumentos de
opresión. Para escapar de las violencias y vejaciones, la población se agrupó
alrededor de los monasterios, ofreciéndoles su trabajo como siervos a cambio de
la protección que les brindaban sus muros.
De
esta manera el monaquismo se anticipó algunos siglos al feudalismo. Los grandes
conventos se transformaron en ciudades fortificadas, autárquicas, cerradas y
aisladas del resto del mundo. En la práctica no había diferencia entre un abad
de Montecassino y un duque longobardo. Ambos son señores absolutos, administran
justicia, imponen tributos y acuñan moneda. Los monasterios ejercen el poder
religioso, el civil y el militar. Sus primitivos colonos se transforman en
siervos de la gleba. En sus primeros tiempos sencillamente afrontaron una
emergencia. Pero abusaron de sus prerrogativas y acabaron por traicionar el
espíritu evangélico que inspiró las fundaciones de San Benito. Con todo,
prestaron a la Historia el mejor servicio, asegurando la salvación de la
herencia cultural del mundo romano. Las bibliotecas de los grandes conventos
benedictinos conservaron y nos legaron los discursos de Cicerón, las odas de
Horacio, las crónicas de Tácito, y otras muchas imprescindibles riquezas
culturales que de otra manera se habrían perdido irremisiblemente.
-¿Ese
novio tuyo, ya te ha hablado de matrimonio?
-Pues
sí, ayer me confesó que tiene mujer y dos hijos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario