Todos
tenemos un pasado. También lo tiene el profesor Bigotini. Parece
difícil de creer, claro, porque el bueno del profe ahora es una
especie de mito: el legendario sabio dedicado a la ciencia en cuerpo
y alma, y por lo tanto carente de vida familiar. Sin embargo… hubo
un tiempo en el que estuvo casado como tantos otros millones de tipos
corrientes en todo el mundo. Él nunca habla de este tema, pero a
base de investigar, estamos en condiciones de revelar a los fieles
seguidores de nuestro blog, lo sustancial de esta desconocida etapa
de su dilatada biografía (casi tan dilatada como su nariz).
En
efecto, Bigotini contrajo matrimonio con una señorita muy guapita y
un poquito cursi, a la que si os parece, y para no incurrir en
indiscreción, llamaremos Conchi, como podríamos haberla llamado
Carmencita o Maripili. Antes de la boda pasaron por el reglamentario
noviazgo, que en aquellos tiempos consistía básicamente en salir a
dar un paseo por el parque cogiditos de la mano; tomar un chocolate
con churros en una cafetería cuyo camarero, un señor andaluz muy
salao llamado Manolo, les preguntaba siempre: ¿qué
van a tomar los tortolitos?, cuando
sabía perfectamente que querían chocolate con churros, porque era
lo que siempre pedían; o ver una película de tiros en el cine del
barrio. Cuando se aburrieron de hacer estas cosas cada domingo por la
tarde, decidieron casarse, porque eso es lo que hacían las parejas
normales y decentes. Se casaron un domingo por la tarde en una
iglesia muy bonita llena de vírgenes con niños, sanroques con
perritos y sansebastianes acribillados a flechazos.
Los
meses anteriores a la boda, Conchi se había hecho un ajuar precioso
repleto de puntillas y bordados. Eligió un vestido blanco
encantador, con un escote acaso un poco exagerado. El cura, que era
bastante borde, le obligó a ponerse un chal encima, diciéndole que
así no podía entrar en la iglesia. Ella quiso protestar
tímidamente: pero padre,
el derecho divino… Si hija,
le atajó el cura, y el
izquierdo también, pero así no puedes entrar en la iglesia.
Bueno, el caso es que se casaron tan felices y comieron perdices
escabechadas que estaban riquísimas, en un restaurante de mucho
postín. El profe alquiló un piso muy coqueto, y Conchi lo amuebló
con mucho esmero. Tenían una cocina muy hermosa y muy soleada, con
una nevera grandota. Tenían un tresillo comodísimo, que Conchi
remató con unos tapetitos de ganchillo. Tenían un televisor
blanquinegro y tripudo con una muñeca vestida de sevillana en lo
alto… Vaya, que tenían de todo.
chica, ¿qué te hace tu marido con esa narizota? |
Los
domingos por la tarde los pasaban en casa. Algunas veces iba a
visitarles otro matrimonio muy simpático: Juani, que había sido
compañera de colegio de Conchi, y su marido Paco, un tipo la mar de
dicharachero, que tenía la manía de dar a Bigotini unas palmadas en
la espalda tremendas, miraba el partido de fútbol que ponían en la
tele, insultaba al árbitro como si pudiera oírle, y se bebía todas
las cervezas de la nevera. Mientras tanto, las esposas cuchicheaban:
chica, ¿qué te hace tu
marido con esa narizota?,
decía Juani. Y Conchi se ruborizaba sin poder parar de reír…
Uno
de esos domingos por la tarde, cuando estaban esperando que Paco y
Juani llegaran de un momento a otro, Bigotini explicó a Conchi que
se había quedado sin tabaco, y tenía que bajar al bar a comprarse
una cajetilla. No tardes, cariñito, le respondió, y cuando ya se
había ido, pensó: qué raro, si mi cariñito no ha fumado nunca…
qué raro, si mi cariñito no ha fumado nunca... |
Treinta
y ocho años después, precisamente un domingo por la tarde, ambos se
encontraron por casualidad a bordo del expreso de Irún. Ella dijo:
cariñito, no te veía
desde aquel domingo por la tarde en que marchaste a comprar tabaco.
A lo que Bigotini respondió exclamando: ¡Caramba,
el tabaco!, ¡lo he olvidado otra vez!, y
se tiró del tren en marcha.
Yo
no quiero domingos por la tarde,
yo
no quiero columpio en el jardín,
lo
que yo quiero, corazón cobarde,
es
que mueras por mí.
Joaquín
Sabina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario