Si amigos, el profe
Bigotini también estuvo en Ginebra.
Es algo muy natural que no debe sorprender a nadie. ¿Acaso no hay quienes han
estado en Jerez? Pues bien, en Ginebra la maceración es un poco diferente, eso
es todo. Eligió esa bella ciudad de la Suiza francófona para terminar sus
vacaciones en el país alpino. Una ciudad milenaria fundada a orillas del lago
Leman por los alógobres, un belicoso
pueblo céltico que a César le costó mucho trabajo someter. Bajo la dominación
romana formó parte de la Galia Narbonense. En el siglo V la ocuparon los
francos y los burgundios. Fue capital de Borgoña en el siglo XI. Dentro del
Sacro Imperio Romano Germánico, Ginebra disfrutó de cierta autonomía, siendo
regida primero por sus obispos, y hasta el siglo XVI por la casa de Saboya (que
es familia de rancio abolengo, a pesar de tener una rima tan ordinaria).
A partir de 1536 los
ginebrinos abrazaron la Reforma, proclamaron a Calvino como líder y resistieron
el acoso de los católicos. Algo de lo que parecen estar muy orgullosos.
Mientras ellos ardían de fe reformista, nuestro paisano Miguel Servet ardió
literalmente. Ya se sabe que nunca llueve a gusto de todos. En 1798 Ginebra se
unió a la Francia revolucionaria, pero resultó una unión efímera, pues en 1815,
tras la derrota de Bonaparte, se sumó a la Confederación Helvética, y hasta
ahora.
Ginebra es una ciudad
hermosa con un cuidado centro histórico rodeado de anchas y modernas avenidas.
Alberga al mayor número de organizaciones internacionales, y presume de una
bien ganada reputación pacifista. Allí se firman tratados y convenios, y
tradicionalmente tienen lugar conversaciones de paz entre facciones
beligerantes. Pasear por sus calles más bulliciosas es como echar un vistazo a
aquellos álbumes de Vida y Color
donde aparecían esas estampas de las razas humanas. Aconsejo al lector que
viaje a Ginebra si quiere contemplar auténticos aborígenes australianos o tiene
curiosidad por saber cómo le sienta un esmoquin a un indígena yanomami. En los
rankings internacionales Ginebra está situada como el noveno centro financiero
más importante, y como la tercera ciudad del mundo con mayor calidad de vida.
La cruz de la moneda es que es también la cuarta ciudad más cara.
Además de las
interminables compras (en el barrio comercial están presentes todas las marcas
de lujo imaginables), es obligado un tranquilo paseo en barco por el lago
Leman, su fantástico surtidor y el nacimiento del Ródano. En la orilla francesa
del lago puede visitarse la pintoresca villa medieval de Yvoire, perla de la
Alta Saboya, y patrimonio mundial de todo lo patrimoniable. Tampoco se
resistirá el viajero a la deliciosa gastronomía de la región, que a diferencia
de la Suiza germánica, está muy influida por la cuisinne francaise, y eso se nota. Si el viajero tiene buen
paladar, bendecirá su suerte al probar un magret
avec framboises como el de la foto. Nuestro profe, que es como los niños,
visitó también el acelerador de hadrones del CERN, cuya entrada se sitúa a
pocos metros de la frontera con Francia. Llevaba su cazamariposas con la
esperanza de que le permitieran cazar un quak o un bosón en el túnel circular
de más de veinte kilómetros, pero no hubo suerte. Esos científicos del CERN son
muy estirados, y el estrafalario aspecto del profe con su enorme nariz, tampoco
ayuda, así que el pobrecillo se quedó compuesto y sin experimento.
Ginebra se levanta a la
sombra del formidable Mont Blanc. Su clima es variable, y por momentos
lluvioso. La gente no se pone de acuerdo en lo relativo a la climatización, y
hay auténticas bofetadas por el mando del aire acondicionado. Ya sabéis que los
más luctuosos episodios bélicos de la humanidad han empezado siempre por esta
espinosa cuestión. Claro que luego en los libros de Historia sólo se habla de
conflictos religiosos o geoestratégicos, olvidando que el espartano se
enfureció cuando aquel ateniense echó una astilla más al fuego, o que el
guerrillero del Vietkong, cobró un odio mortal al yanqui que conectó el
ventilador. ¿De dónde si no viene el nombre de Guerra Fría, podéis decirme? En fin, como añoramos Ginebra, el
profe y yo vamos a prepararnos un delicioso Negroni, añadiendo a la ginebra su
Martini, su Campari, y coronando la obra con una aceituna rellena. La sombra
del Moncayo no será la del Mont Blanc, pero tampoco es mala sombra, me parece.
Si la gente no tuviera
ilusión por lo inesperado, apenas se cambiaría de ropa interior.
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