Con
la introducción de la agricultura durante la Revolución
Neolítica, aumentaron de forma exponencial las reservas de
alimentos, lo que dio lugar a un importante incremento de la
población. El esfuerzo de engendrar, parir y alimentar a los hijos,
que recae fundamentalmente sobre la mujer, se ve recompensado al
advertir que los hijos pueden jugar un papel auxiliar en la nueva
economía, vigilando los rebaños, acarreando agua o ayudando en las
labores agrícolas. El valor que adquiere la prole en el escenario
neolítico, contribuye también a acrecentar el prestigio de la
maternidad. Muchos especialistas sostienen que fueron las mujeres
quienes tuvieron las primeras ideas sobre el cultivo de las plantas,
mientras los hombres pasaban la mayor parte del tiempo en
expediciones de caza. Tampoco parece descabellado pensar que las
mujeres iniciaron la confección de tejidos o el modelado del barro.
Hay quienes quieren ver en los motivos geométricos con que se
decoran telas y cerámicas, un claro testimonio de la peculiar
psicología femenina. En cualquier caso, no puede negarse el dominio
de las madres en las primeras colectividades agrarias y la alta
consideración de que gozaron las mujeres fecundas.
Existen
abundantes ejemplos en los pueblos primitivos que hacen pensar que
entre los grupos humanos del Neolítico cundió la idea de que bajo
la tierra late un espíritu fecundo, la Madre Tierra,
que se identifica con la mujer. Esta Diosa
Madre, también llamada Gran Madre,
Diosa Blanca, Potnia Theron o Pacha-Mama
por los diferentes pueblos, alimenta a los hombres y a sus rebaños,
del mismo modo que la madre amamanta a sus hijos. De esta forma, la
mujer fecunda se convierte en la manifestación viva del poder
generador de la Tierra Madre. La pertenencia a la comunidad la fija
el haber nacido en su seno, lo mismo que los hijos nacen de sus
madres. Entre los antiguos pueblos mediterráneos, para adoptar a un
extranjero como miembro de una comunidad, se le hacía pasar entre
las piernas de la mater familias, escenificando así una
imitación del parto. Téngase en cuenta además que en muchas
sociedades primitivas la única referencia que establece el
parentesco es la madre de la que se nace. La abuela dice a su nieto:
puedo jurar que te vi salir de donde saliste, pero no apostaré
nada por quién te había puesto allí. Así pues, como dice
Engels en El origen de la familia, el reconocimiento
exclusivo de una madre propia, en la imposibilidad de conocer con
certidumbre al verdadero padre, significa una profunda estimación
por las mujeres.
En
estas sociedades el elemento masculino aparece en segundo término,
semidivinizado al lado de la Diosa Madre, adoptando la forma de un
joven o un niño: su hijo Osiris-Adonis. Pensemos en las innumerables
madonnas que pueblan la iconografía en los cinco continentes.
Démeter, Isis o Astarté son claros precedentes de ellas. A la Gran
Madre corresponde el símbolo de la montaña, objeto de veneración
en muchas colectividades. Son también símbolos de la Diosa los
bosques, las aguas, las hachas de doble filo... La imagen de la Diosa
desnuda, con los órganos sexuales resaltados, aparece ya en losetas
de pizarra o grabada en piedras y huesos. Tras la muerte, la tierra,
madre amantísima, vuelve a acoger a sus hijos en el seno del que
habían salido. En ocasiones se identifica el culto a la Madre con el
culto a los muertos. La luna, que regula al mismo tiempo las fases de
actividad agrícola y el ciclo menstrual de la mujer, se alza como
símbolo femenino por excelencia. También la cierva, que se
identifica con la tímida doncella de los bosques. Por contraposición
son símbolos masculinos el sol, la serpiente, cuya forma recuerda la
del pene, y los cursos fluviales.
Esta
religión primitiva es propia de las economías agrícolas. Por
contraposición, y con la aparición del pastoreo en campo abierto,
comienzan a menudear los hurtos, las escaramuzas entre varones de las
distintas tribus, que desembocarán en el advenimiento de una casta
guerrera con dirigentes masculinos a la cabeza. Surgen así el culto
a dioses varones y los regímenes patriarcales, cuyos
ejemplos más conocidos encontramos en el área cultural semítica.
Sus herederos serán judíos y musulmanes. Abel, el pastor, es en
realidad el agresor de su hermano. Se nos presenta como víctima,
porque la Historia la escriben siempre los vencedores. En estas
nuevas sociedades patriarcales el elemento femenino pasa a ocupar un
puesto de comparsa. El dios solar y apolíneo derrota, lanza en
ristre, al dragón femenino. En el nuevo orden el jefe del grupo,
padre, patriarca o rey, detenta en su persona todos los derechos y
toda la autoridad, con un dominio total sobre personas, vidas y
haciendas. Los nuevos símbolos de divinidad serán el fuego, el
rayo, el martillo, el caballo o el león, entre otros. Zeus triunfa
en las cumbres del Olimpo. El oscuro Hades secuestra a Proserpina. El
semental rapta a Europa, Dafne es perseguida por el macho en celo, y
la delicada cierva es acosada por una jauría de perros de caza.
Reniega el hijo rebelde de su madre, la posee y la somete. El fin del
matriarcado neolítico marca el comienzo de lo que se ha llamado la
Historia.
La
tarea de la mujer es extraordinariamente difícil, porque básicamente
consiste en tratar con hombres.
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