La
ingeniería genética, y en general cualquier asunto relacionado con el genoma y
la experimentación biológica, suele llevar a cuestas el sambenito de peligrosa
para la salud y para el medio ambiente. Se trata de una etiqueta la mayor parte
de las veces injusta y proveniente de personas pertenecientes a colectivos
ecologistas o naturalistas, seguramente bienintencionadas, pero por desgracia
escasamente informadas.
Quienes
trabajan con ADN (quienes “lo manipulan”, como hemos leído y escuchado en
ocasiones) pasan por ser una especie de científicos locos escondidos en
laboratorios secretos. Pues bien, nada más incierto. Seamos sensatos. El
análisis del genoma y los avances en su conocimiento, constituyen la más
importante revolución científica, desde los comienzos de la era informática,
con la que por cierto mantienen estrechos lazos.
Digámoslo
claramente: los genes no son otra cosa que cadenas de nucleótidos capaces de reproducir
su disposición, y sobre todo, capaces de “hacer cosas”. Cosas muy visibles como
conseguir que al embrión de un perro le crezca la cola o como impedir que le
crezca a un embrión humano. Y cosas menos visibles, pero igualmente
importantes, como conseguir que podamos digerir determinados alimentos o que
desarrollemos defensas contra los microbios. El grueso del trabajo de los genes
tiene lugar a nivel molecular, por eso no es espectacular, pero podéis estar
seguros de que resulta imprescindible.
En
nuestro genoma hay fragmentos muy voluminosos y por supuesto, numerosos genes
que compartimos no sólo con otros mamíferos, sino incluso con insectos,
plantas, hongos, bacterias o virus. Recordad que en definitiva todos los seres
vivos que habitamos la Tierra, descendemos de un único ancestro, un primitivo
ser viviente unicelular, cuyas funciones esenciales hemos heredado todos, desde
la bacteria más simple al tigre siberiano o al delantero centro de Brasil,
pasando por el gusano o el pino piñonero.
En
España sólo existe un cultivo transgénico: el de maíz con destino a la
alimentación animal que se produce en el Valle del Ebro. ¿Qué tiene de malo o
de peligroso? En sí mismo, absolutamente nada.
¿Qué
tiene de malo un tomate transgénico? Si han introducido en su ADN un fragmento
procedente de un pez ártico, el tomate podrá sobrevivir con más éxito a las
bajas temperaturas. Otro fragmento procedente de un frutal le aportará mejor
sabor, otro le hará resistente al pulgón y quizá otro logrará que dure más tiempo
terso y firme. En definitiva será un tomate mejor. Después de todo, la genética
es un método infinitamente más rápido y eficaz que los tradicionales cruces e
injertos que los agricultores y los ganaderos han realizado siempre para
mejorar el rendimiento de los cultivos y las cualidades de sus productos.
Entonces,
¿dónde está el problema? Sencillo: un tomate así de sabroso y rentable tendría
gran demanda. Tanta que en poco tiempo la mayoría de los cultivadores no
querrían trabajar otras variedades, y se correría el riesgo de que muchas de
ellas desaparecieran. En eso precisamente radica el peligro, en la disminución
de biodiversidad.
La
biodiversidad es importante, porque si en el futuro surgiera una plaga que
atacara a los tomates, incluidos los nuevos y flamantes tomates transgénicos,
sería vital contar con un amplio abanico de variedades, ya que entre ellas
habría una o varias que resistirían a la nueva plaga, y de esta forma no nos
quedaríamos sin tomates.
Por
eso es esencial que determinados organismos nacionales o supranacionales se
ocupen de preservar las diferentes variedades. Paralelamente al desarrollo de
los cultivos transgénicos, deberían crearse bancos de especies domésticas y
salvajes. Eso es todo. Por lo demás, tener la seguridad de que no van a
salirnos escamas ni vamos a desarrollar un cáncer por consumir alimentos
transgénicos que hayan sido cuidadosamente diseñados y debidamente testados.
Recuerda
siempre que eres un ser único e irrepetible… exactamente igual que todos los
demás.
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