
A
los compañeros nos gustaba Jerry, al teniente le sacaba de quicio, y
al gobernador del Estado le era indiferente, porque con él en las
calles, lo que se gastaba en munición se ahorraba en juicios y
jurados, así que lo comido por lo servido.
Dejábamos
que Jerry se encargase de los interrogatorios, porque en eso era el
más eficaz de la comisaría. Una vez se equivocó de sala e
interrogó a la señora de la limpieza. Visto del otro lado del
cristal, el espectáculo nos puso los pelos de punta, pero a la
postre mereció la pena, porque aquella mosquita muerta confesó nada
menos que seis casos no resueltos. Así era Jerry. En el 68 consiguió
un record de eficacia: el 118% de interrogatorios con resultado de
confesión. El dato dejó perplejos a los malditos burócratas, que
intentaron desacreditarlo con no se qué estratagemas matemáticas,
pero los muchachos del departamento siempre le respaldamos. Los polis
de casta no entendemos de álgebra. Nos basta con saber contar hasta
seis, que son las balas que caben en el tambor de un revólver.
A
Jerry no le gustaban las mujeres fáciles. Su ideal femenino debía
ser su madre tejiendo interminables bufandas y cocinando pasteles de
manzana de dos metros de diámetro. Quizá por eso no tenía novia.
Tampoco le gustaban los poetas, los vagos, o esos universitarios que
se cagaban de miedo cuando los reclutaban para ir a Vietnam. Prefiero
a los jodidos viet-cong, solía decir. Son unos putos comunistas,
pero al menos tienen cojones. Y añadía: jamás escuché quejarse a
ninguno de los que abrasé con mi lanzallamas. Odiaba a los negros, a
los chinos y a los maricones, casi con la misma ferocidad con la que
aborrecía a los abogados. Nosotros los metemos entre rejas, y esos
hijos de puta los ponen en la calle a los diez minutos, se quejaba. Y
si les metemos una bala entre los ojos, nos quieren empapelar. No se
dan cuenta de que, sin tipos como nosotros que nos encargamos de
tirar la basura, este país apestaría a droga y a esa maldita comida
extranjera.
Llevaba
escrito en el rostro que jamás llegaría a echar barriga y a
jubilarse. El bueno de Jerry el sucio tuvo un final desgraciado.
Precisamente el día que estaba tan contento después de haber
apaleado a dos maricas, tuvo que tropezar con Andy Mulligan, un
asesino politoxicómano al que Jerry había puesto entre rejas
durante treinta largos años. Por culpa de los malditos burócratas,
Mulligan sólo llegó a cumplir diez. Lo soltaron por buena conducta
que demostró acribillando a balazos a Jerry. Lo encontró malherido
en un sucio callejón, un tío disfrazado de Ronald McDonald... o de
Ronald Reagan, ya no me acuerdo. Alégrame el día, fueron sus
últimas palabras.
Experiencia
es el nombre que damos a nuestros errores. Oscar Wilde.