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jueves, 28 de diciembre de 2017

ROMA, BIGOTINI Y LOS ROMANOS


Reproducimos a continuación los fragmentos del diario de viajes del profe, durante su estancia en Roma. Abróchense los cinturones.
Lo que tienen los vuelos baratos es que hay que ir un poco apretados. Doy gracias al Dios Nuestro Señor por ser tan bajito, aunque esta maldita nariz golpea todo el tiempo en el asiento delantero. El boeing 747 de Volare. Web airlines despega de Bilbao ante la incredulidad de todo el pasaje y en apenas un par de horas, llegamos a Roma. Es un rato que se pasa casi sin sentir, primero con las risas de las explicaciones de los salvavidas y luego con las películas cómicas que ponen en unas pantallitas delante de cada fila de asientos. Han tenido la delicadeza de no programar una de catástrofes aéreas. Aterrizamos en Fiumiccino sin novedad. Aunque parezca mentira, este aeropuerto es algo mayor que el de Bilbao. El avión casi pasa más tiempo recorriendo las pistas como un autobús, que el que nos ha costado volar desde España. Seguimos al rebaño a recoger las maletas en la cinta sin fin. Las nuestras salen sin el menor problema (¡bieen!). Corremos a tomar un tren que nos llevará a Roma. Es el expreso Da Vinci, que va diretto de Fiumiccino a stazione Términi y hace recorridos cada media hora. En esta ocasión, tarda en llegar una hora y cuarto, y además va parando en todas partes.


Por fin en Roma. Para ser más exactos, en la estación Termini, que viene a ser como la madre de todas las estaciones ferroviarias. Más tarde, mirando el mapa nos percatamos de que la estación representa quizá la sexta parte de la superficie de Roma. Un gigante. Hay varias plantas, decenas de andenes, un sinfín de tiendas... Por fortuna, nada más salir a la calle, preguntamos por Vía Milazzo, que es la calle de nuestro hotel, y resulta estar nada más cruzar el paso de peatones. Inmediatamente vemos el cartel del hotel. Ya hemos llegado. Laus Deo.


En la recepción del hotel Milazzo, mantenemos la siguiente conversación con el encargado:
YO: Buona sera
ENCARGADO: Buona sera, signori
YO: Alora; abbiamo fatto resevazione d’una cámera per l’internet
ENCARGADO: larga e incomprensible parrafada en italiano
LOS TRES: ¿Eeeh?
ENCARGADO: ¡Ah!, Ma ¿non sei italiani?
YO: Ma non, noi siami spagnoli
ENCARGADO: Bene, bien, estupendo, perche la ragazza recezionista e spagnola cosi. Ora e andatta per un café, ma io la clamarei súbito.
Conclusión: si uno se esfuerza en hablar en italiano a los italianos, ellos creen que verdaderamente entiendes el italiano y te responden de forma que no te enteras de nada. Es preferible, por lo tanto, hablar español en todas partes. En días sucesivos hemos ido comprobando que en Italia hablan español los géneros de personas siguientes:
  1. policías.
  2. taxistas.
  3. camareros y resto del personal de hostelería y comercio.
  4. curas y monjas (incluidas las africanas y asiáticas).
  5. mendigos, con gran soltura.
  6. vendedores ambulantes.
  7. cualquier persona de la calle (incluidos los turistas de aspecto nórdico).
Como excepción a esta regla, no hablan una sola palabra de castellano:
  1. los sordomudos, que realmente no lo conocen, aunque muestran gran interés por entenderlo y hacen loables esfuerzos para balbucir algunas frases.
  2. los catalanes y los franceses, que fingen desconocerlo.

Los semáforos en Roma están puestos sólo como mera orientación. Nadie los respeta lo más mínimo. Los peatones cruzan en rojo, los autos cruzan en rojo y las motos en todos los colores. No es más que cuestión de decisión. Si no se ve claro, lo aconsejable es esperar a que otro peatón más decidido se arriesgue y aprovechar su iniciativa para pasar. Si el curioso viajero quiere chancearse un rato a costa de los conductores romanos, lo mejor es amagar varias veces que cruzas, para luego no cruzar. Los conductores también hablan español, al menos los insultos se les entienden perfectamente. Debe ser porque ven las retransmisiones de fútbol de la liga española. Cuando se toma un taxi, se aconseja ponerse el cinturón y permanecer en estado de alerta sensorial y tensión muscular durante todo el trayecto.


Resulta imposible hacer una foto en la fontana de Trevi, en la que no aparezcan varias decenas de extras. Es una odisea encontrar hueco para un culo de dimensión estándar en las escaleras de la plaza de España. Toda Roma está abarrotada de turistas. A mediodía, o más bien a primera hora de la tarde, comida rápida de bocadillo (panino); por la noche, cena a base de pasta en una terraza con otros turistas. El recorrido por el foro romano hizo llorar a lord Byron cuando visitó por vez primera la ciudad eterna. No es para menos. El foro, el coliseo y los museos capitolinos son capaces de dejar sin aliento a cualquier persona con un mínimo sentido estético e histórico, con el despliegue de arte y de belleza que se desarrolla ante los ojos atónitos del visitante. La colección de escultura clásica es como para pasmar a cualquiera. En la pinacoteca del capitolio tienen un Velázquez medio olvidado detrás de una puerta, como si fuera el cartelillo de peligro de incendios.


En Piazza Navonna vemos a un mimo que, vestido con un traje de ejecutivo, convenientemente amañado con alambres, hace de hombre de negocios apresurado en un día de mucho viento. Un grupo de japoneses le da dinero. Una pareja de alemanes con un niño gordito, le da dinero. El niño aplaude y los japoneses le siguen. Un éxito. Pocos metros más adelante, hay una vieja mendiga acurrucada en el suelo. Mantiene una postura imposible que proporcionaría la medalla de oro a cualquier gimnasta olímpico. Con una voz inimitable, que parece surgir de la misma tierra y que desgarra las entrañas, inicia una letanía y un lamento lloroso que pone los pelos de punta: ¡Signori, tengo fame!, ¡Molta fame! Los japoneses le dan dinero. El niño gordito inicia un aplauso entusiasta. Su madre le da una colleja.


Las italianas son en general, muy guapas; y algunas van muy bien arregladas. Con ropas de marca y con mucho estilo. Como científico acostumbrado a interesarme por multitud de fenómenos, no he podido evitar fijarme en que algunas italianas conducen motocicletas con faldas cortitas. Considero que se trata de una costumbre encantadora que proporciona al peatón una fugaz pero estimulante visión, y a las motociclistas, un fresquito gratificante en pleno rigor del estío. Cuando transcribo ya de vuelta, las apresuradas notas del diario, recuerdo que días después en Florencia, me dí cuenta de que esta simpática moda de montar con minifalda, ha sido adoptada también por las muchachas que van en bici. Esto hace que las visiones que se ofrecen al paseante, sean tanto más estimulantes, cuanto menos fugaces. Pido disculpas al lector por no extenderme más en esta materia; pero debe comprenderse que viajando acompañado de Marisol y Laura, no hubiera sido correcto avanzar más en mis inocentes observaciones.


En cuanto al Vaticano, sin ninguna duda, es esta la mayor concentración de arte y belleza, no ya por metro cuadrado, sino por centímetro cuadrado. Impresionante la basílica de san Pedro y mucho más los museos vaticanos. Hacemos el recorrido largo, con parada para tomar un bocado y continuar. La capilla sistina es la guinda de un recorrido plagado de sorpresas estéticas. Miguel Ángel, Rafael, la biblioteca, la sala cartográfica, la pinacoteca, los artesonados de los techos, el mobiliario... Todo es excepcional, todo hermoso, todo inolvidable.


Callejuelas estrechas con un fuerte sabor y tipismo. Esta es la Roma de Fellini. La Roma de las pelis italianas de los años cincuenta, que veíamos de chicos en España, cuando mirábamos a Lucía Bosé o a Anita Ekberg con cara de bobos. Entramos en un bar cualquiera del Trastevere, a tomar una cerveza. En la pared, fotos de las viejas estrellas de Cinecita que en sus tiempos visitaron el local. En una de ellas reconozco a una impresionante Anna Magnani besando al buenazo de Alberto Sordi. Tras agotadoras subidas y bajadas para ver el templete circular del colegio español, cena en L’spaguettinni en piazza S. Cosimano, el corazón del Trastevere. Terraza en la calle, con el fresquito de la noche, pero (por primera vez) sin turistas. Aquí sólo vienen italianos y algunos despistados como nosotros. Todo está delicioso. Pasta con salsa amatriciana y saltimboca alla romana (inolvidable). El postre de lujo. Las chicas piden tiramisú y está para chuparse los dedos. Yo me decido por un affogatto (ahogado) de helado al coñac. Una delicia. ¡Adoro Roma!


El sistema de desayunos del hotel Milazzo es curiosísimo. Como el hotel no tiene cafetería, la ragazza de recepción te proporciona un tiket para tomar la prima collazione en el bar de la esquina, un snak regentado por chinos, o vietnamitas o algo así. Los bollos y croisanes no son gran cosa (bollería industrial), pero el café es excepcionalmente bueno. Hacen un capuccino cubierto de una crema espesa y reconfortante, que cada mañana nos deja preparados para afrontar un nuevo día de duro recorrido turístico y cruce de avenidas sin semáforos. Quizá las repetidas lecturas del Señor de los Anillos o quizá cierto don natural para la orientación espacial, hacen de Laura una experta guía, capaz de manejar el plano de Roma (y después de las otras ciudades) con eficacia. Cada día nos conduce por intrincados dédalos de calles y callejas, hasta alcanzar los objetivos que previamente nos hemos fijado. Sirva esta mención en el presente cuaderno de bitácora como reconocimiento de unos padres agradecidos y aturdidos como Paco Martínez Soria con su cesta de pollos, a la pericia de su hija muy amada.


Al final de cada calle de Roma hay una plaza y en cada plaza hay una fuente donde el caminante puede reposar y saciar su sed con el agua romana, fresca y agradable, que llega a la ciudad desde las montañas cercanas a través de los acueductos que hizo construir el cónsul Apio Claudio el ciego, en la época republicana. Hay también por lo menos una iglesia en cada plaza. Y en las plazas grandes dos o tres iglesias. En las guías turísticas aparecen sólo las más importantes, pero cada pequeña iglesia desconocida y anónima encierra alguna riqueza artística. Los turistas católicos obtenemos mayor placer que los demás al callejear por Roma, porque a los encantos conocidos de la ciudad sumamos las visitas a toda esa infinidad de pequeñas iglesias. Es muy dura la vida del turista. En nuestra cuarta jornada en Roma, se nos ocurre ir al hotel después de la comida, para pasar sesteando y con el alivio de la climatización, las horas más calurosas del día. Grave error: cuando volvemos a la carga, a las siete de la tarde, encontramos las iglesias y los lugares turísticos cerrados. No se concede un solo respiro al sufrido viajero.
Restaurante Santi, en la Vía Daniele Manin, muy cerca de la estación Termini. Calamares fritos, rissotos, espaguetis con almejas, hígado encebollado, pan con ajo, más saltimboca, en fin, cocina típica romana quintaesenciada en un ambiente familiar, como de tasca de pueblo. Todo un hallazgo. Hasta nos planteamos volver al día siguiente.


Es tan exuberante la riqueza artística de esta ciudad que hay libros de arte y calendarios dedicados monográficamente a los elefantes de Roma, los leones, o los perros que pueden encontrarse en pinturas, frescos o esculturas. En una papelería, Laura y Marisol compran un calendario de gatos y otro de angelitos. Veo uno titulado Pisello de Roma, donde aparece en la portada el pene de algún David o algún Apolo.
Poesía:
Il dolore piú dolorosso,
il dolore piú inumano,
sei “pillarse” il pisello
con la tapa dello piano


Roma depara una sorpresa a la vuelta de cada esquina. Vamos de San Juan de Letrán a San Clemente, y al entrar en el patio de la basílica, encontramos a una compañía de ópera ensayando el don Giovanni de Mozart. Allí nos hemos quedado un rato viendo y escuchando, porque era todo un espectáculo. Estrenan la noche siguiente. Otra sorpresa: Pizzería Cucuma, en Vía Merulana, esquina con Vía Poliziano. Comida rápida de calidad. Pizzas, pasta, carne a la brasa, horno de leña. Es un autoservicio frecuentado por romanos que trabajan en el barrio. Un sitio excelente para comer en media hora. El calor intenso y las largas caminatas, poco a poco van minando la resistencia de los fatigados turistas. Los sesenta y cuatro escalones de subida a la basílica de San Pedro Encadenado (la de la estatua del Moisés), terminan de darnos la puntilla en una tarde que seguramente está batiendo records de temperaturas altas. Curiosamente no vemos termómetros por las calles de Roma. Creo que es buena idea que no los haya. Es preferible no alarmar al personal.


Nuestra última velada en Roma la celebramos por todo lo alto en un sitio de postín. Es el restaurante Da Fortunatto, en la Vía del Pantheon. Los rissotti están cremosos, el ossobucco delicioso, el carpaccio fresquísimo se acompaña de un parmesano de lujo y hasta el jamón curado de Parma es de lo mejor. El ambiente es muy agradable y por todas partes hay fotos firmadas de los clientes célebres, entre los que destacan el clan Sinatra y todos los ítalo-americanos de Hollywood. El servicio es impecable y el dueño (preguntar por Mario) se pasa por todas las mesas haciendo amistad con los comensales. Reina en el local un guirigay de torre de Babel (se oyen hablar el inglés americano, el francés, el español, el italiano y quizá el ruso). Las garrafitas de chianti van forradas con hojas de palma y toda la estética del local recuerda a los restaurantes italianos de Chicago que se ven en las películas de gansters y mafiosos. Es muy divertido. Cuando hacemos saber a Mario que no le pagaremos con tarjeta, como hacen casi todos, sino en effetivo, besa los billetes y le falta poco para ponerse a bailar. Risas. Al hotel a descansar y al día siguiente, destino Florencia. Seguiremos allí nuestra crónica.


La vida es un viaje sin origen ni destino. Viaja y disfruta la vida.





martes, 26 de diciembre de 2017

BOECIO, EL ÚLTIMO ROMANO


Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio nació en Roma en 480. Era hijo de una de las más nobles familias de la antigua metrópoli, la famosa gens Anicia, que había dado a la tardorromanidad cristiana dos emperadores y tres papas nada menos. Emparentó por matrimonio con el cónsul Quinto Aurelio Símaco, y él mismo accedió al consulado en 510. Boecio fue también primer ministro y principal consejero del rey ostrogodo Teodorico, llamado Teodorico el Grande, primero de su estirpe que, abandonando en parte los usos de sus bárbaros predecesores, quiso apoyarse en las leyes y la cultura tradicionales romanas para ejercer sus tareas de gobierno. Así pues, Boecio fue algo así como el último gran patricio romano en un mundo ya gótico, protomedieval y oscuro, con un Imperio fraccionado en mil pedazos, en el que únicamente Bizancio, allá en el lejano Oriente, conservaba aun las viejas esencias de aquel refinado y perdido tiempo antiguo.

Si hoy traemos a Boecio a nuestra Biblioteca Bigotini, lo hacemos en su calidad, no de gobernante, sino de hombre de letras. Como tal, emprendió la ardua tarea de traducir al latín las obras completas de Platón y de Aristóteles. Probablemente en ese tiempo ya se habían perdido buena parte de ellas, porque ya se había consumado la destrucción de las grandes bibliotecas de la Antigüedad Clásica. No obstante, sin duda se conservaban algunas más de las muy escasas que han llegado hasta nosotros, casi todas a través de las versiones en árabe que se pudieron traducir mucho más tarde. Lamentablemente Boecio no pudo concluir su proyecto. A pesar de ello, sus traducciones de las Categorías y del Peri Hermeneias aristotélicas, constituyen auténticas joyas literarias. También se deben a Boecio diferentes tratados sobre diversas materias como aritmética, música, teología, astronomía o geometría. A su manera, nuestro hombre quiso transmitir a las generaciones venideras toda la sabiduría grecorromana.

Bien es verdad que su obra divulgadora adolece de cierta simplicidad que en ocasiones raya lo patético. Conviene sin embargo, no perder de vista el contexto socio-histórico en que se movió el personaje. Los albores del medievo fueron una época de naufragio cultural en la que convenía salvar los mínimos enseres intelectuales que fuera capaz de asimilar un público escasamente preparado. Desde esta perspectiva, la labor de Boecio, como la de su contemporáneo Casiodoro, o como la de nuestro San Isidoro de Sevilla, se nos revela admirable y digna del mayor respeto.
Pero la obra que ha hecho célebre a Severino Boecio es la Consolación de la Filosofía, que como otras grandes piezas literarias, fue compuesta en la cárcel (acordaos del Quijote). Pues si, Boecio al parecer cayó en desgracia. Sus enemigos políticos le acusaron de conspirar en favor de Bizancio, y tras un largo y penoso cautiverio, fue decapitado hacia 520 en Pavía, donde se le venera como santo. Os ofrecemos (clic en la imagen) la versión digital de esta Consolación de Boecio. Una pieza filosófica inspirada en el estoicismo, en la que el autor conversa con la Filosofía personificada en una sabia mujer, hallando así consuelo a su aflicción y reparación de su dolor. Aquí tenéis todo un clásico de la literatura universal, acaso la última gran obra de la latinidad tardía. Nos sitúa justo en la línea donde comienza la Edad Media y concluye aquella añorada Antigüedad. Disfrutadla. Quizá también, como Boecio, halléis en ella consuelo.

¡Viviré para siempre o moriré en el intento!



jueves, 21 de diciembre de 2017

EL GIGANTE EGOÍSTA


Bueno, pues otra vez se acerca la navidad. Y ya sabéis quienes seguís habitualmente nuestro blog, que en navidad toca cuento navideño. Solíamos ser siempre fieles a Dickens, del que somos devotos fervientes, pero por una vez espero que disculpéis que cambiemos de registro, para ofreceros un cuento de Oscar Wilde. A este genial británico nacido en Dublín se le conoce más por su obra dramática y poética, encuadrada en el movimiento esteticista que capitaneó en el periodo victoriano tardío. La faceta más célebre de Wilde es quizá su ironía un tanto cínica, su dandismo y su heterodoxia social (recordemos que fue encarcelado durante dos años por conducta inmoral).



Existe sin embargo, una cara acaso menos conocida del autor, que en sus últimos años de exilio y casi de indigencia en Francia, se convirtió al catolicismo, abrazando la fe religiosa con inusitado entusiasmo. Hoy nuestra Biblioteca Bigotini de navidad os ofrece el enlace (clic en la ilustración) para acceder a la versión digital de su cuento El gigante egoísta, una breve narración cargada de bondad, sencillez y espíritu navideño, que emociona a niños y mayores, y a los viejos nos transporta al jardín florido de nuestra ya lejana infancia.


Disfrutad unos minutos con la lectura del cuento, y dejad que en vuestros corazones florezca de nuevo la primavera. El profe Bigotini y yo os deseamos una feliz navidad.

domingo, 17 de diciembre de 2017

JENNY, LA CHICA SIN APELLIDO


Las hay turbias como los amaneceres neblinosos
Mi viejo y querido tío Oscar me dijo un día: muchacho, para enamorar a una chica basta con que la hagas sonreír. Puse en práctica aquel sabio consejo, pero me salió el tiro por la culata. En cuanto una mujer me sonríe, soy yo quien se enamora de ella como un colegial. Posiblemente por ese motivo mi situación sentimental ha sido siempre la de un pianista de burdel, que atiende a todas las pupilas por igual, intentando no provocar los celos de ninguna.
Ocurre que ese peregrinaje sonámbulo por las camas de pago, te lleva a conocer a putas de todas clases. Las hay turbias como los atardeceres neblinosos, chicas desgraciadas que arrastran su oscuro pasado como un fardo. Tienen cicatrices en la cara y en el alma, ojos soñadores y vaginas gonorréicas. Parecen recién desembarcadas de un junco pirata del mar de China.
También están las odiosas Lolitas superficiales de pelo oxigenado y felaciones de goma de mascar. En el gremio puteril son como esas malas novelas, escritas por juntaletras que desprecian la literatura, y leídas con avidez por lectores sin escolarizar. Novelas baratas, putas de escaparate, polvos con be, bragas con uve, efímeros analfabetismos de diez minutos...

Polvos con be, bragas con uve...

Eran una pareja interracial
en una sociedad intolerante
La pobre Jenny no era ni lo uno ni lo otro. Apenas sonreía, pero cuando lo hacía, aunque fuera una sonrisa forzada, te enamoraba para toda la noche. No tenía apellido. Quizá no lo usaba para que no se le gastase. Hacía lo mismo con las medias, que siempre se quitaba antes de follar, con un cuidado litúrgico, o con el medio cigarrillo que reservaba para después en el cenicero. Una noche la encontré sentada en su taburete de siempre, acodada en la barra del Majestic, que a pesar del nombre pretencioso, era el más apestoso tugurio de Chicago. Hacía frío. Se acercaba la navidad, y las gentes de bien ponían árboles junto a la chimenea y adornos en las ventanas. Era una de esas noches invernales en las que uno renuncia a calentar la entrepierna, y prefiere templar el estómago con un bourbon y el corazón con una voz amiga. Diez pavos por una sonrisa, le dije, y me obsequió con la sonrisa más amarga que he visto jamás. Después del tercer trago, Jenny se sinceró conmigo, y entre sollozos me contó sus penas. Tuvo un novio, un buen chico al que quería apasionadamente. Era un buen chico, si, pero un chico negro. El chico tenía nombre y apellido, Bugsie Fitzgerald. Había estado en Corea, era sargento... y estuvo en Pusan y en el río Nakdong, le atajé sobresaltado.

un chulito de una banda irlandesa
Claro que si. Verdaderamente el mundo es un pañuelo. Su novio era Bugsie Fitzgerald, el gran Bugui-bugui, mi sargento en Pusan, un compañero de armas, un hermano por el que habría dado la vida. Pero mi repentina alegría se esfumó al escuchar el resto de la historia. Eran una pareja interracial en una sociedad intolerante. Estaban a punto de casarse cuando un tal Tommy Travers, un chulito de una banda irlandesa, lo asesinó a tiros detrás de una gasolinera en Detroit. Travers y otros racistas se la tenían jurada desde que vieron sus labios de negro besando a la blanquísima Jenny. El asesino apenas estuvo unos meses en la cárcel por posesión de armas. Un jurado compuesto por doce hombres blancos lo declaró inocente del cargo de homicidio, al considerar que actuó en defensa propia. ¡En defensa propia!

Jenny y yo terminamos aquella noche de llorar a Bugsie, al tiempo que terminamos la botella. La acompañé hasta su cuarto, y no quise subir cuando me invitó. Después de aquella noche no regresé al Majestic y no volví a verla más. No me fue difícil encontrar a Tommy Travers. Una rata semejante va dejando rastro en todas las cloacas que frecuenta. Me bastó una sola noche para dar con el lugar y el momento propicios. Le metí dos balas. Una en los huevos: esta por el sargento primero de infantería de marina Benjamin Franklin Fitzgerald. Otra en el corazón: esta por Jenny, la chica sin apellido.

No soporto el eco. Siempre tiene que decir la última palabra.



jueves, 14 de diciembre de 2017

HENRY CAVENDISH. EL MÁS SABIO DE LOS RICOS


Henry Cavendish es uno de esos británicos nacidos en Francia. No se trata de un caso único. Sin ir más lejos, otro gigante científico compatriota suyo como Joseph Black vio la luz primera en el continente. Cavendish nació en la soleada Niza (que entonces formaba parte del reino de Cerdeña), lejos de la espesa bruma londinense, en 1731. Era el primogénito de una de las casas más nobles de Inglaterra. Su padre, lord Charles Cavendish, era nada menos que duque de Devonshire. Su alma mater fue la prestigiosa Universidad de Cambridge. Parece que el joven Henry fue un estudiante aplicado, aunque a decir verdad, nunca llegó a graduarse. Lo cierto es que en aquel tiempo a los hijos de la alta nobleza, los títulos académicos no les hacían ninguna falta para triunfar en la vida. El muchacho sencillamente tenía interés en aprender, lo hizo, y no vio necesidad alguna de superar exámenes ni otras pruebas.

Al heredar la fortuna familiar, nuestro protagonista se convirtió en un hombre considerablemente rico. Alguna biografía afirma que llegó a ser el más rico de su tiempo. Biot decía de él que fue el más rico de los sabios y el más sabio de los ricos. Con su fortuna personal Cavendish no sólo sufragaba sus experimentos científicos, que presentaba regularmente en los salones de la Royal Society, sino que también contribuía con numerosas donaciones a costear los proyectos de otros hombres de ciencia, así que lord Cavendish ejerció como brillante científico y como generoso mecenas. Al parecer fue siempre extremadamente tímido, retraído, solitario, misántropo y hasta misógino. No se casó, no se le conoce relación alguna, y sólo tuvo trato con un reducido número de personas de su círculo más íntimo. Con sus colegas científicos y hasta con muchos familiares cercanos y otras personas de su casa, se comunicaba mediante notas escritas. Entre los escasos mortales que llegaron a conocerle personalmente, se cuentan hombres de la talla científica de James Watt, Joseph Priestley, William Herschel o Erasmus Darwin (el abuelo de Charles). Algunos han sugerido que pudo padecer el síndrome de Asperger, que no es raro entre personas con un elevado coeficiente intelectual. En cualquier caso, nunca llegaremos a saberlo con certeza, pues en aquella época el cuadro era aun desconocido.


En cuanto a su extensa labor investigadora, Cavendish fue el descubridor de la composición del agua, y el primero en aislar el hidrógeno como elemento. También se ocupó de la composición del aire, descubrió el ácido nítrico y contribuyó con su trabajo al del argón, que no se materializó hasta después de su muerte. Fue uno de los precursores del estudio de la electricidad, adelantándose varias décadas a Coulomb en los trabajos sobre atracción y repulsión de cargas eléctricas. Pero el que le hizo mundialmente célebre fue el famoso experimento Cavendish, por el que determinó que la densidad de la Tierra superaba en 5,45 veces la del agua. Dada la escasa tecnología con la que contó, la medición adquiere mayor mérito, pues los más precisos resultados modernos arrojan una cifra de 5,5268 veces, como puede verse, muy aproximada. Con la misma técnica experimental, mediante su balanza de torsión, demostró que la ley de la gravedad de Newton se cumple de igual manera para cualquier par de cuerpos cualesquiera. Gracias a su fructífero experimento, pudo calcularse también ya en el siglo XIX, la constante universal G. Por eso erróneamente algunos atribuyen el cálculo del valor de esa constante al propio Cavendish. En cualquier caso, la contribución de este gran hombre de ciencia al progreso fue mayúscula. Falleció en Londres en 1810. Su legado incluye una gigantesca biblioteca científica, abundantes notas repletas de experimentos que no tuvo tiempo de realizar, y fueron llevados a cabo de forma póstuma, y su gran fortuna que sirvió para dotar espléndidamente el laboratorio y la cátedra que llevan su nombre en Cambridge. In memoriam suam timeat Bigotini.

Algunos ricos son tan pobres que sólo tienen dinero.



lunes, 11 de diciembre de 2017

ASURNASIRPAL II, EL TERROR DE MESOPOTAMIA


De los términos griegos mesos y potamos, deriva Mesopotamia (Mesopotamia), la tierra que está entre los ríos. En este caso los ríos son el Eúfrates y el Tigris. Sus cauces delimitaron una extensa región que se conoce como el Creciente fértil, donde según todos los indicios arqueológicos, se produjo la revolución neolítica en el continente Euroasiático, nació la agricultura basada en el trigo y otros cereales, se levantaron los primeros núcleos urbanos, aparecieron los primeros testimonios escritos, y en definitiva se inauguró lo que llamamos la Historia. Sumerios, acadios, babilonios, fueron sucesivamente, y con el permiso de otros pueblos periféricos como los hititas, los hurritas, los elamitas, los amorreos o los arameos, quienes dominaron la región en diferentes etapas históricas, hasta el segundo milenio antes de lo que llamamos “nuestra era”.

Los asirios, unas gentes belicosas de lengua semítica, que ya venían realizando diferentes incursiones en esta zona geográfica probablemente desde el tercer milenio a.C., se establecieron hacia el 1800 como el Imperio dominante. Su nombre deriva de Assur, a orillas del cauce alto del Tigris, la ciudad de donde provenían, y que ha dado lugar al término moderno de Siria. En 883 a.C., tras la muerte de Tukulti-Ninurta II, que había consolidado el reino, accedió al trono Asurnasirpal II, cuyo nombre significa Assur es quien guarda al heredero. Durante su reinado, que se prolongó hasta 859 a.C., consolidó y acrecentó considerablemente la herencia recibida, y lo logró a base de inaugurar un reinado de terror hasta entonces desconocido. Este Asurnasirpal era un tipo duro, hoy diríamos que un auténtico psicópata, que haría pasar a Jack el destripador por un parvulito. Además al parecer no se arrepintió lo más mínimo de sus fechorías. Muy al contrario, las hizo glosar a los escribas y grabar en las estelas, por eso sus acciones execrables han llegado hasta nosotros.


Para entonces hacía tiempo ya que las armas de hierro habían sustituido a las menos eficaces de bronce. Los caballos y los carros de guerra se habían incorporado a los ejércitos. Antes de Asurnasirpal II la mayoría de las batallas se libraban en campo abierto, de manera que cuando un bando se veía en inferioridad, emprendía la retirada, y de esta forma las bajas del bando derrotado eran relativamente pocas. También era común el asedio a las ciudades. Tradicionalmente consistía en que el ejército sitiador rodeaba las murallas impidiendo la entrada de víveres o de refuerzos, de manera que los sitiados se rendían por hambre. Tampoco para los sitiadores la situación era precisamente cómoda. Al final las cosas solían resolverse con la rendición y sometimiento de la ciudad asediada y el establecimiento de tributos que se pagaban a los vencedores a veces durante años. Pero Asurnasirpal II tenía un estilo diferente, digamos que más brutal. Perfeccionó diferentes máquinas de asedio que pueden verse en los relieves, con las que su ejército derribaba las puertas más sólidas. Los guerreros que las manejaban se cubrían con parapetos que les protegían de flechas, piedras y otros medios de defensa...


Finalmente, cuando conseguían entrar en las ciudades, la consigna era no dejar piedra sobre piedra. Violaban a las mujeres, esclavizaban a los niños y asesinaban a los defensores con inusitada saña. El empalamiento, la decapitación y todo tipo de torturas, formaban parte habitual del repertorio de este sádico. Existe constancia de al menos catorce campañas bélicas durante su reinado, varias contra los arameos. Por occidente llegó hasta Fenicia, el actual Líbano, en la costa del Mediterráneo. Hacia oriente extendió su dominio hasta las estribaciones de los montes Zagros, donde construyó la mítica fortaleza de Dur Assur. Estableció su capital en Kalhu, donde edificó un magnífico palacio. Asurnasirpal II fue también un incansable cazador (parece que no tenía suficiente con asesinar seres humanos). Son notables los relieves que le representan en su carro alanceando leones o tigres.


A su muerte, como suele ocurrir con frecuencia, la posición del Imperio asirio se debilitó considerablemente, y acabó desmoronándose años más tarde. Polvo al polvo y eterna maldición al infame Asurnasirpal II, uno de los más siniestros personajes de la Historia.

La próxima vez que le vea, recuérdeme por favor que no le salude. Groucho Marx.



viernes, 8 de diciembre de 2017

ALFRED HITCHCOCK. OBSESIÓN POR LAS RUBIAS




Quienes peinamos canas recordamos algún que otro episodio de La hora de Alfred Hitchcock, aquella serie inquietante y fantástica que a veces tenía el efecto de hacernos mirar bajo la cama antes de acostarnos. Sólo por esos ratos ya merece Hitchcock figurar entre los grandes. Pero es que además están todas esas geniales películas, desde Los 39 escalones hasta Cortina rasgada, pasando por Rebeca, Recuerda, Encadenados, La ventana indiscreta, El hombre que sabía demasiado, Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis, Los pájaros, Marnie... Intriga, suspense (él fue el responsable de que ahora usemos ese término), en ocasiones un sutil sentido del humor, guiones perfectos, finales redondos y algún que otro susto inolvidable. Definitivamente, todo un maestro del cine.
Años después fuimos conociendo algunos pecadillos del genial cineasta. Parece que el bueno de don Alfredo era un picarón fetichista y obsesionado por las rubias, que tiraba los tejos a Ingrid Bergman, pellizcaba a Doris Day, sobaba a Kim Novak, torturaba a Tippi Hedren, y hasta tuvo el descaro de robar las bragas a Grace Kelly, toda una futura princesa de Mónaco. Bueno, nadie podía esperar que además de ser un genio del séptimo arte, Hitchcock fuera también la madre Teresa. Por otra parte, las estrellas de Hollywood ya debían estar acostumbradas a esas cosas, son algo que va en el cargo, y todas (menos la pobrecilla Tippi Hedren que acabó desquiciada) querían luego repetir con él, así que no sería para tanto.
Él en el fondo, era un poco narcisista. Le habría gustado tener el físico de Cary Grant, pero se tuvo que apañar con su perfil rechoncho que se aseguró de hacer mundialmente célebre, filmándose a sí mismo leyendo el periódico en un tren, paseando por la calle o tomando el autobús con un violonchelo a cuestas.
Hoy os facilitamos el enlace para visionar El proceso Paradine, una película que dirigió en 1947 y cuenta con la presencia de Gregory Peck, Ann Todd, Charles Laughton, Louis Jourdan y la bellísima Alida Valli, entre otros. Haced clic en la carátula y recrearos con el buen oficio y la genialidad del maestro.

Próxima entrega: Lawrence Olivier



martes, 5 de diciembre de 2017

INCERTIDUMBRE, LA MEDIDA DE LA DUDA


Publicado en nuestro anterior blog en octubre de 2012.

Hasta bien entrado el siglo XX la mayoría de los científicos creía que la exactitud de cualquier medida sólo podía verse limitada por la mayor o menor precisión de los instrumentos que se utilizaban. Cuando se diera con la herramienta y el método perfectos, la exactitud de las medidas sería absoluta. ¡Craso error! En 1927 el físico alemán Werner Heisenberg sugirió que aunque fuéramos capaces de determinar con exactitud rigurosa la posición espacial de cualquier partícula, seguiríamos sin ser capaces de precisar su velocidad, o más concretamente su momento (masa multiplicada por velocidad). Esta misma asombrosa hipótesis o principio de incertidumbre, puede aplicarse también a la inversa: si conocemos la velocidad de la partícula jamás podremos estar seguros de cuál es su posición en el espacio.

El principio de incertidumbre de Heisenberg se enuncia así: la posición y la velocidad de una partícula no pueden conocerse simultáneamente con precisión. Más concretamente, cuanto más precisa sea la medida de la posición, más imprecisa será la medida de la velocidad, y viceversa. Si bien desde un punto de vista estrictamente matemático, la hipótesis puede aplicarse a cualquier cuerpo del universo físico, el principio de incertidumbre resulta especialmente válido, aplicable y significativo en la escala de los átomos y las partículas subatómicas. Como consecuencia, podemos medir con mucha precisión la posición de una partícula, pero sabremos muy poco o nada sobre su momento. Por extensión no puede predecirse la trayectoria de una partícula elemental (por ejemplo de un fotón), ni siquiera de forma teórica, con una precisión infinita.

Para los científicos que aceptan la interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, es decir, el modelo estándar (véase el post del bosón de Higgs), el principio de incertidumbre de Heisenberg significa que el universo físico no existe literalmente en una forma determinista, sino que se trata más bien de una serie de probabilidades. Todo lo que nos rodea (incluso nosotros mismos), todos los objetos en movimiento (y desde el mismo estallido del big Bang no hay literalmente nada que esté quieto), no somos más que una serie de puntos en una nube probabilística. Fijaos en el inmenso alcance filosófico y metafísico de semejante afirmación. El matemático John Allen Paulos escribe: la incertidumbre es la única certidumbre que existe, y lo único seguro es aprender a vivir con la inseguridad.


Hay una dosis enorme de belleza intelectual en este desprenderse de certezas y de dogmas, para aprender a convivir y a enfrentarse a la realidad de la duda. Duda grandiosa y eterna que nos hace más sabios cuanto más confesamos nuestra ignorancia. Vivamos pues nuestra incertidumbre flotando en la nube probabilística, mientras nos preguntamos desconcertados si el gato está vivo o muerto (esto del gato lo dejo si no os importa, para otro día).

La mayor señal de ignorancia es presumir de sabiduría.  Baltasar Gracián.



viernes, 1 de diciembre de 2017

GABRIEL BOCÁNGEL, EL POETA CORTESANO


Gabriel Bocángel y Unzueta, madrileño nacido en 1603, era hijo del médico real Nicolás Bocángel, y nieto de Pietro Bocangenino, un boticario y exportador de lana genovés, que en tiempos de Carlos V había causado sensación en Toledo por su apostura, según se desprende de la siguiente descripción: era alto, enteco, de larga cabellera rubia y tan galán que no se hallaba en qué dalle vejamen.
Si hemos de juzgar por el retrato que nos ha llegado, y que aquí reproducimos, su nieto Gabriel, nuestro protagonista de hoy en Biblioteca Bigotini, no heredó precisamente las prendas de su abuelo. Pero en fin, como quiera que Dios cuando cierra una puerta, abre a cambio una ventana, Gabriel Bocángel resultó ser un gran poeta. Por eso lo glosamos aquí, y a eso vamos.

Estudió en Toledo, y Alcalá, donde aprendió el latín y el griego, bagaje que añadió a su conocimiento del español y el italiano. A los veintiséis años entró como bibliotecario al servicio de don Fernando de Austria, el célebre Infante Cardenal hermano de Felipe IV. A los treinta y cinco le nombraron Cronista Real y Contador de Libros. Así que Bocángel fue una especie de escritor de cámara, y efectivamente en esos años escribió diversos panegíricos sobre bodas, bautizos y demás acontecimientos de la corte. Algunos no pasan de simples ejercicios de adulación. Otros sin embargo, ofrecen al historiador y al curioso, valiosa información sobre usos y costumbres de la época, como en el caso de La fiesta real y votiva de toros, que escribió en Madrid en 1648. Su primera esposa murió prematuramente, y de la segunda, una nieta del médico de cámara de Felipe III, tuvo al menos siete hijos. Toda la familia durante varias generaciones, vivió, creció y se multiplicó al amparo de la Real Casa.


Pero lo que de verdad nos interesa es la faceta poética de Gabriel Bocángel. Se codeó con genios de la talla de Lope y de Góngora, entre otros. Fue sobre todo, un consumado autor de sonetos, que los hacía salir de su pluma como quien fríe buñuelos. Se le considera seguidor del culteranismo, miembro de la escuela gongorina, si bien su poesía resulta algo menos alambicada que la de su maestro don Luis. Se aplicó muy especialmente a la poesía lírica, destacando entre otras obras suyas el Cancionero petrarquista dedicado a Filis, y su Fábula de Leandro y Hero. Algo más limitada fue su producción dramática, cabe citar únicamente El nuevo Olimpo, publicada en 1649, acaso su mejor pieza teatral, y El emperador fingido, que apareció póstumamente en 1678. También se le considera precursor de la zarzuela, ya que compuso una obra donde la música tuvo un papel destacado, lo que al parecer entusiasmó a Felipe IV, que le concedió una pensión vitalicia.

De nuestra biblioteca virtual, os ofrecemos hoy la versión digital de su Lira de las musas, de humanas y sagradas voces, junto con las demás obras poéticas antes divulgadas, que fue impresa en la madrileña imprenta de Carlos Sánchez, el año 1637, y constituye una colección de su poesía completa, que dedicó a su señor el Infante Cardenal don Fernando. Haced clic en la imagen, y dejad que la poesía de Gabriel Bocángel os empape los sentidos y el alma.

Tu obstinado cadáver nos advierte que hay vida muerta, pero no vencida... Gabriel Bocángel.