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miércoles, 28 de noviembre de 2018

COPLILLAS ATEAS


Bajo este título incluimos una serie de ripios pretendidamente humorísticos, cuyo denominador común son los agravios que sufre la mujer por parte de la religión. Se recuerda el caso de aquel imán (por cierto, tan poco atrayente) de Fuengirola que en 2005 editó un manual o folleto en el que instruía a los maridos para corregir a palos a sus esposas sin dejar huellas que les incriminaran. Se alude luego a la homilía del arzobispo de Granada en la que decía que no debería recriminarse al violador de una mujer que hubiera abortado voluntariamente. También se recuerda el caso de una pequeña africana de apenas un año, a la que su familia mutiló los genitales en Alcañiz. Por último, se glosa la machacona insistencia de la Biblia en subrayar la inferioridad y subordinación de la mujer respecto del varón, tachándola siempre de sucia, impura y abominable. El benévolo lector sabrá disculpar nuestra torpeza poética.


En Fuengirola cierto imán ha dado
con la musul-receta más sencilla
para disciplinar a la costilla,
sin tener que pasar por el juzgado.
Si tu mujer se ducha y se maquilla,
sale de casa sola y sin el velo,
se va de compras o se tiñe el pelo,
una tunda le irá de maravilla.
Pero lo malo es que con el camelo
de tanta democracia y tanta tontería,
podrías verte en la comisaría
de la Diagonal o el Paralelo.
Siguiendo la instrucción de la sharía,
con una fina vara de avellano
le azotas en la palma de la mano,
de forma que ni marca quedaría.
Si persiste en vivir a lo cristiano,
le azotas en las plantas de los pies
con una regla plana de ciprés,
y volverá a su credo musulmano.
Con las hembras, hermano, ya lo ves,
funciona el tanto pegas, tanto vales.
Está el secreto en no dejar señales,
recuerda que no estás en Marrakech.
*************************************
El señor arzobispo de Granada,
en un sermón contra las abortistas
las tachó de asesinas, terroristas,
de turba demoníaca y alienada.
Cargó también contra esas feministas
que animan a abortar a las mocitas,
a las casadas, las separaditas,
las divorciadas y las pensionistas.
Clamó por todas las criaturitas
privadas del derecho de nacer,
por quienes anteponen el placer,
a la sacratissíma maternitas.
Dijo: quien tenga gana de joder,
absténgase de hacerlo con condón,
que no es más que un recurso facilón,
para eludir el rol de la mujer.
El fin de la mujer y del varón
es copular a pelo y procrear.
No vale fornicar por fornicar,
ni hacerse tortillera o maricón.
Así que si os da por abortar,
no vengáis luego con reclamaciones.
Habéis obrado como unos zorrones,
y si os violan, no os podéis quejar.
***********************************
En Alcañiz, provincia de Teruel,
a una niña pequeñita y africana
le practicaron la ablación clitoridiana,
de la manera más salvaje y más cruel.
Aunque parezca una práctica inhumana,
dicen los padres de la criatura,
no es más que manifestación de la cultura,
y la costumbre religiosa musulmana.
No es una moda ni es una locura,
que es costumbre de mucha tradición
en Nigeria, en Tanzania y en Gabón,
y pronto lo será en Extremadura.
Con una hoja afilada de latón
se corta ese muñón de carnecica,
y de esta forma fácil e “higienica”,
tenemos rematada la ablación.
Y nada de antisépticos ni arnica.
Un trapo seco detiene la sangría,
y si hay dolor o fiebre al tercer día,
se empapa con orín o salivica.
Servirá la ablación de garantía
cuando la chica sea casadera,
pues no encontrará un hombre que la quiera,
si conserva el botón de la alegría.
**********************************
A Adán prometió el Señor:
tú dominarás la Tierra,
y a Eva anunció: mira perra,
tú parirás con dolor.
La enseñanza que esto encierra
es que el macho a dirigir,
y la mujer a parir
hijos, para ir a la guerra.
El hombre podrá elegir
esposas cuantas él quiera,
mas a la mujer ligera,
lapidadla hasta morir.
Yahveh habló de esta manera:
sangre y flujo impuros son,
impura es la menstruación,
sucia es la mujer entera.
Con tanta prohibición,
suciedades e impureza,
te llevará de cabeza
hacer purificación.
Por eso, ten la certeza
mujer, tus lamentaciones
les importan tres cojones
al moro en su fortaleza,
a budistas, a cristianos,
a judíos y a paganos,
a los santos y santones,
a ministros y a ladrones,
a ángeles y a querubines,
a beatos y a serafines,
a los obispos, al papa,
y al cura de Villarrapa.


La ignorancia es el pozo que te sumerge en la servidumbre. La educación es la escala que te eleva a la libertad. Diego Luis Córdoba.





domingo, 25 de noviembre de 2018

LOUIS PROUST, EL QUÍMICO VOLADOR



Nacido en Angers en 1754, Joseph Louis Proust fue francés de nacimiento y español de adopción. Adquirió los primeros conocimientos de botánica y farmacología en la farmacia de su padre y en el jardín botánico de su localidad natal. A los veintiún años obtuvo la plaza de farmacéutico jefe en el hospital de la Salpétrière de París. Allí tuvo oportunidad de frecuentar al gran químico Lavoisier, que lo tomó bajo su protección. A los treinta años realizó junto a su colega Rozier una de las primeras ascensiones en globo aerostático, en presencia del rey francés Luis XVI y de Gustavo III de Suecia.
Cuando en España la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, instaló unos laboratorios de química y metalurgia considerados los más modernos y mejor dotados de su tiempo, Proust fue contratado para impartir clases de química en esas instalaciones del Real Seminario de Vergara. Poco más tarde, recomendado por Lavoisier, Carlos III le encargó la enseñanza de química en el Real Colegio de Artillería del Alcázar de Segovia, donde permanecería hasta 1806.


Fue en este escenario segoviano donde Proust maduró y enunció la Ley de las proporciones definidas, destinada a convertirse en uno de los imprescindibles fundamentos de la química moderna. Este principio básico establece que todas las sustancias se combinan en proporciones determinadas y constantes. Sirvió de base nada menos que a la Teoría Atómica de Dalton, e inspiraría los trabajos de Amedeo Avogadro o de Dimitri Mendeleyev, entre otros, así que Proust y su ley constituyen uno de los pilares fundamentales de la ciencia.
También en España y en 1792, puso en juego Proust su experiencia en la construcción y manejo de globos aerostáticos, para realizar los primeros vuelos con fines militares de que se tiene noticia en la Historia. En Segovia, y en presencia de Carlos IV y del muy ilustrado conde de Aranda, tuvo lugar el reconocimiento aéreo de las defensas de unas baterías artilleras situadas en El Escorial. Esto sucedió un siglo antes de la creación del Servicio de Aerostación del Ejercito, y junto a Louis Proust que dirigió las operaciones, es de justicia citar a los oficiales Pedro Fuertes, Manuel Gutiérrez, César González, y los cadetes Gesualdo Sahajosa y Pascual Gayangos, todos ellos pioneros de la aeronáutica española y mundial.


En 1799 colaboró Proust en la fundación de los Anales de Ciencias Naturales, considerada la primera revista científica española. Cabe también destacar sus trabajos sobre el refinado del azúcar, y la demostración de la presencia de glucosa, tanto en la caña azucarera como en las uvas o la miel. En su academia de Segovia creó y enriqueció una importante biblioteca científica que desgraciadamente resultó destruida durante la invasión francesa, lo mismo que el magnífico laboratorio de la institución. Viajó a Francia por motivos familiares en 1806, de donde ya no pudo regresar tras declararse la guerra. Falleció en su ciudad natal de Angers en 1826.
Nos complace recordar desde nuestra atalaya divulgadora la figura y el talento de Louis Proust, uno de los gigantes de la ciencia a quien acaso no se ha hecho suficiente justicia.

Hace años llegué a este país sin cinco centavos. Hoy puedo decir orgulloso que tengo cinco centavos. Groucho Marx.



jueves, 22 de noviembre de 2018

J. NORMAN LYND Y EL AMERICAN WAY OF LIFE



John Norman Lynd nació en Northwood, Ohio, en 1878. Era hijo de John Lynd, un ministro de la iglesia presbiteriana que junto a su esposa Belle y el pequeño Norman se trasladó a Irlanda del Norte en un acto insólito de emigración justo al revés de como solía hacerse en aquel tiempo. Imagine el lector a las flotas de infinitos navíos que hacían el trayecto de Irlanda a América, preguntándose ¿pero adónde van esos en dirección contraria?
El caso es que Norman pasó en Londonderry, la capital del Ulster, su infancia y su juventud, y en 1907, cuando casi tenía treinta años, regresó a Estados Unidos, concretamente a Nueva York, en compañía de su hermano Ralph. Al parecer Norman Lynd ya era dibujante en Irlanda, aunque de aquella etapa no han quedado testimonios. Así que poco después de desembarcar en la gran manzana, comenzó a dibujar ilustraciones y tiras cómicas para el New York Herald y otras publicaciones gráficas.


En 1927 siendo ya un hombre maduro que se había labrado una sólida reputación profesional, tomó el relevo nada menos que de Frank Godwin, uno de los grandes del cómic, para encargarse de dibujar la página Viñetas de la vida, una de las favoritas de los lectores americanos. Lynd recogió el testigo de Godwin con gran solvencia, pues sus dibujos y su humor no eran en nada inferiores a los del gran maestro. Continuó con las Viñetas hasta 1938 o 39, en que fichó por el King Features Sindicate para encargarse de dibujar su nueva serie que tituló Retratos de familia. J. Norman Lynd falleció en 1942 víctima de un infarto.
En cuanto a su trabajo diremos que Lynd fue lo que podría llamarse un ilustrador costumbrista. Sus viñetas y sus tiras reflejaron a la perfección el american way of life, esa forma de vida americana que ha llegado a sernos tan familiar incluso fuera de América, gracias al cine, la televisión, y por supuesto también en parte al cómic. Muy probablemente su inocente mirada de emigrante irlandés contribuyó a la frescura y la chispa que destilaron sus chistes y sus dibujos. Hoy traemos a nuestra atípica Historia de la historieta un puñado de trabajos de este excelente ilustrador cómico. Esperamos que os agraden tanto como a nosotros.


























lunes, 19 de noviembre de 2018

MERVYN LeROY. EL SUEÑO AMERICANO




Esa vieja pero mil veces renovada utopía de que América es el país de las oportunidades, se cumplió con creces en el caso de Mervyn LeRoy, un chico judío y listo que, empezando desde lo más bajo, llegó a instalarse en la cima de aquel Hollywood de casi inalcanzables cumbres en su edad dorada. De muchacho vendió periódicos, cantó en tugurios, y en la industria del cine comenzó barriendo los platós, para acabar dirigiendo o produciendo casi un centenar de películas, algunos de los filmes más exitosos de la Warner o la MGM.
Se desenvolvió con idéntica soltura en la comedia, el drama, el musical, el género negro o el cine bélico. Dirigió a las principales estrellas a lo largo de cuatro décadas, y a él se deben descubrimientos tan importantes como los de Lana Turner, Robert Mitchum o hasta el del mismísimo Clark Gable, todavía en la etapa muda. Incluso se atrevió con un peplum del calibre de Quo Vadis, donde no faltaban romanos en minifalda, leones, cristianos ni el emperador Nerón tocando la lira. Los historiadores se rasgaron las vestiduras al contemplar en cinemascope tanto anacronismo junto, pero no importó, porque los cines se llenaron a rebosar, la película batió todos los registros de recaudación, y por si fuera poco, hizo llorar a medio planeta que emocionado, veía incendiarse Roma, y hasta crucificar a San Pedro.
Como homenaje al gigantesco hombre de cine que fue Mervyn LeRoy, os brindamos el enlace para un montaje de música e imágenes sobre Waterloo Bridge, melodrama protagonizado por Vivien Leigh y Robert Taylor, que dirigió nuestro hombre para la Metro en 1940. De fondo, nada menos que la voz de Barbra Streisand, así que clic en la carátula y a disfrutar.

Próxima entrega: Rosalind Russell



viernes, 16 de noviembre de 2018

UN HOMBRE DE FE


Estado de Florida (USA), comienzo de la década de los 90. La escena transcurre a las puertas de una clínica privada en la que se practican abortos. Allí se ha reunido un heterogéneo grupo de antiabortistas. Pertenecen al movimiento pro-vida de América. Unos gritan consignas contra el aborto, otros enarbolan esos carteles rígidos que tanto abundan entre los manifestantes americanos. En los carteles hay fotos de niños, de recién nacidos, y de fetos maduros que muestran rasgos faciales reconocibles y hasta incipientes sonrisas. Ante las cámaras de televisión y los fotógrafos de prensa, despliegan una gran pancarta en la que se interroga: ¿está mal detener el asesinato de bebés inocentes?


Entre los que sostienen la pancarta se encuentra el joven Paul Hill. Su imagen de chico bueno, vestido de Lacoste, rubito, repeinado y con gafitas, viajará de costa a costa en los noticieros. El reverendo Paul Jennings Hill, tiene ya treinta y tantos años, pero aparenta diez menos. Es un ministro presbiteriano casado y con tres hijos, afiliado a la Iglesia de Dios en América, también conocida como Ejército de Dios o como AOG, sus siglas en inglés. Hill no pasa desapercibido para nadie. La reportera de CNN, cautivada por la fotogenia del muchacho, pide a su cámara un primer plano. En los próximos días Paul Hill y su compañero el reverendo Michael Bray, serán entrevistados en telediarios y magazines televisivos. Tendrán oportunidad de dejar meridianamente claras sus convicciones: el aborto es un asesinato. Sea cual sea la edad del embrión, aun cuando sólo tenga el aspecto de un microscópico pelotón de células, se trata de un ser humano provisto de alma inmortal. Acaso cuando crezca será un nuevo Abraham Lincoln o una nueva Marie Curie…


El dedo acusador de Paul Hill y sus correligionarios apunta de manera singular a un hombre, John Britton. El doctor Britton es un prestigioso ginecólogo que dirige la principal clínica abortista de Florida. Britton ha practicado en los últimos años miles de interrupciones del embarazo a otras tantas mujeres. ¡Miles de asesinatos de bebés!, claman escandalizados los antiabortistas. El acoso a su clínica se recrudece por momentos, y el ginecólogo recibe cada día insultos y amenazas de todas clases. Tras algún incidente desagradable, Britton decide contratar un guardaespaldas, James Barrett, un curtido ex policía que conoce bien su oficio.


Pensacola, Florida, 29 de julio de 1994. El doctor Britton sale de su clínica seguido del guardaespaldas Barrett y de la esposa de este último que ese día excepcionalmente ha acompañado a su marido, para ser reconocida por el doctor. En la calle aguarda el reverendo Hill, quizá menos sonriente que en sus apariciones televisivas. Hay en su rostro decisión y en su mano una pistola de esas que los americanos compran en cualquier armería de guardia. Hill dispara, vaciando el cargador entero contra el trío, sin dar tiempo a Barrett a reaccionar. El resultado es la muerte del doctor y el guardaespaldas. La esposa de Barrett sufre graves heridas.

Starke, Florida, 3 de septiembre de 2003. Paul Hill es ajusticiado mediante una inyección letal. Había sido condenado a la pena capital en 1994, y agotados todos los recursos de su defensa, firmó su ejecución el gobernador de Florida, que se llamaba Bush y además era hijo de Bush padre y hermano de Bush hijo. La ejecución estuvo precedida de una enorme polémica.

Paul Hill jamás se mostró arrepentido, y declaró que por su acción esperaba una gran recompensa en el cielo. No apreciaba diferencia moral entre matar un embrión y matar al médico, excepto que el embrión era para él un inocente bebé sin culpa alguna, y el médico un peligroso criminal. Era consciente de haber quitado dos vidas, faltando al quinto mandamiento, y lo lamentaba de veras. Temía incluso que su acción pudiera condenarle al infierno, pero esperaba la benevolencia del Señor, y en todo caso, consideraba la muerte del médico como un mal menor, ya que así consiguió salvar cientos, acaso miles de vidas. Antes de decidirse a matar a Britton, había sopesado todos los factores. Quizá si el doctor hubiera sido más viejo… Pero era relativamente joven. Debían quedarle quince o veinte años de ejercicio profesional, y en todo ese tiempo, quién sabe a cuántos miles de bebés inocentes habría podido asesinar…


Hill fue reconocido por expertos psicólogos y psiquiatras. Todos estuvieron de acuerdo en que no era un psicópata ni estaba loco. Paul Hill era un honrado padre de familia, convencido de haber llevado a cabo una acción desagradable pero necesaria. La muerte del guardaespaldas fue sólo un accidente, un daño colateral que le atormentaba incesantemente. Pero en lo referente al médico, estaba seguro de haber cumplido con su deber. Para él resultaba muy duro todo aquel trance, la cárcel, el corredor de la muerte…, pero alguien tenía que hacerlo, y cuanto antes mejor, para evitar nuevas matanzas de inocentes niños. Hubo quien lo tachó de fanático. Tampoco lo era. Durante el juicio quedó demostrado que Hill vivía la religión sin extremismos, y hasta con moderación. Así lo atestiguaron muchos de sus feligreses, que lo calificaron de comprensivo y tolerante con las faltas ajenas…

En fin. Ocurrió sencillamente que el reverendo creía. Era un tipo sinceramente religioso. En este caso, un cristiano sinceramente religioso, como podía haber sido un sincero judío o un sincero musulmán. Tenía fe. Y su fe lisa y llana, desprovista de fanatismo, le llevó a la convicción de que matar al doctor Britton era una acción justa y necesaria. Así de simple y así de terrible. ¿Quién dijo que las religiones son benéficas? Digámoslo de una vez, y perdone el lector que me ponga sentencioso: las religiones, todas las religiones, además de anacrónicas, son supersticiones absurdas, que pueden llevar y de hecho llevan a menudo a sus seguidores, a cometer actos absurdos y supersticiosos, a incitar el odio, el sufrimiento propio o ajeno, morir o matar. ¿Benéficas?...

Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema. Winston Churchill.




martes, 13 de noviembre de 2018

FERNÁN CABALLERO, LA MÁS ANDALUZA DE TODA SUIZA


Cecilia Böhl de Faber y Larrea, a quien conocemos por su más célebre seudónimo de Fernán Caballero, nació en 1796 en la localidad suiza de Morges. Era hija del cónsul Juan Nicolás Böhl de Faber y de la andaluza Francisca (Frasquita) Larrea. Vivió su primera infancia en España, se trasladó luego unos años con sus padres a Alemania, para regresar a Cádiz a la edad de diecisiete años. A pesar de su origen mixto, Cecilia se sintió siempre española. Cuando comenzó a escribir tomó su seudónimo “Fernán Caballero” de la localidad manchega del mismo nombre, en la provincia de Ciudad Real. A los veinte años se casó por amor con Antonio Planelles, un capitán de infantería con quien se trasladó a la colonia de Puerto Rico. Su apuesto capitán falleció prematuramente, y tras una breve estancia en Hamburgo, regresó a España, afincándose en El Puerto de Santa María. Allí volvió a casarse, esta vez por interés, con Francisco Ruíz, marqués de Arco Hermoso, don Paco, un vejestorio forrado de pasta que quería una esposa joven, guapa y culta para pavonearse con sus amigos en el casino. El marqués, un hombre poco delicado, tuvo la única delicadeza de morirse al poco tiempo, dejando a Cecilia otra vez viuda.

Isabel II
Si las dos primeras veces (una por amor y otra por interés) había elegido bien, la tercera no pudo elegir peor, casándose por tercera vez, quizá por compasión, con Antonio Arrom de Ayala, un tipo patético cargado de deudas que, aunque también murió pronto víctima de la tisis, tuvo tiempo suficiente para dejarla en la miseria de la que ya nunca llegaría a recuperarse. En Sevilla y en Madrid le quedaban amigos influyentes como los duques de Montpensier o la misma reina Isabel. Ellos la protegieron y hasta le brindaron una vivienda digna en unas dependencias del Alcázar de Sevilla. Desgraciadamente la Revolución Gloriosa de 1868 la privó hasta de esa morada. Falleció en la capital andaluza en 1877, sin que ni la pobreza ni el abandono le privaran de sus dos grandes pasiones, la literatura y el amor. Fernán Caballero siguió escribiendo en sus últimos años, y Cecilia Böhl de Faber siguió rodeada de solícitos galanes hasta rendir su aliento postrero.

Duques de Montpensier

En cuanto a su obra, Fernán Caballero representa por sí misma un lúcido ejemplo de la evolución literaria española del XIX. Tras sus comienzos plenamente románticos, su estilo y sus temas derivaron hacia un costumbrismo folclorista genuinamente andaluz, para terminar abrazando el realismo imperante en el último tercio del siglo. Estuvo al corriente de todas las tendencias europeas, quizá porque dominaba cinco idiomas. Se dice que llegó a poseer una de las más importantes bibliotecas de Sevilla, aunque tuvo que deshacerse de ella para poder subsistir. Entre sus novelas cabe destacar La familia de Albareda (1849), La hija del Sol (1851), Clemencia (1852) o Lágrimas (1853). Su incansable labor investigadora en las costumbres y el flocklore andaluz se vio plasmada en obras como Cuadros de costumbres populares andaluzas, Cuentos y poesías populares andaluzas, Relaciones, Cuentos, oraciones, adivinanzas y refranes populares, Cuentos de encantamiento infantiles o El refranero del campo y poesías populares. Todas ellas son fruto del afán recopilador y el trabajo infatigable de su autora.
Hoy nos complacemos en traer a nuestra biblioteca virtual una versión excelente de su novela La Gaviota, escrita en 1849, que acaso sea la más célebre, importante y acabada obra de Fernán Caballero. Su estilo y su estructura, aunque plenamente costumbristas, se han calificado con razón por muchos críticos como prerrealistas. Haced clic en la portada y sumergíos en la prosa de esta andaluza adoptiva que puso el amor a España por encima del resto de sus demás amores.

El amor verdadero es el más caro de los lujos, porque te puede hasta costar la vida. Fernán Caballero.



viernes, 9 de noviembre de 2018

LA HISTORIA DEL VENDEDOR DE CAMELLOS


Ismail había sido un honrado vendedor de camellos de esos que solo regateaban hasta donde le está permitido a un honrado comerciante de cualquier tipo de género. Procuraba obtener una ganancia razonable de aquellos clientes a los que sabía ricos, pero a cambio hacía un buen precio a los menos pudientes, dejando de ganar dinero, o incluso perdiéndolo en más de una ocasión cuando se las veía con personas verdaderamente necesitadas.
La revolución islámica le dejó sin trabajo, pero Ismail sufrió su pérdida con resignación. Era ante todo un creyente, así que daba por bueno cualquier sacrificio que se hiciera a mayor gloria del Islam. Además Ismail estaba acostumbrado a sufrir. Unas semanas antes de perder su trabajo, había perdido a su querida esposa. Contempló impotente como la pobrecilla agonizaba en el pasillo de un hospital desabastecido, cuyos médicos y enfermeras habían huido del país.

-Igual que las ratas, -pensó entonces-. Huyen porque no tienen la conciencia limpia, pero Alá es grande. Recibirán su justo castigo como todos los infieles. Alá es grande, -repetía como un mantra-, y eso le procuraba algún consuelo.
Eso y su pequeña. Ismail tenía una única hija, un ángel llamado Naima, a la que profesaba el más tierno amor paterno. Si sus piernas y su torturado corazón le seguían sosteniendo era para Naima. Y para Naima eran sus más amorosos pensamientos. El día que cumplió trece años no pudo ofrecerle otra cena que un trozo de pan y unos arenques. Después, sollozando en silencio, la miró dormir durante horas, mientras le acariciaba la mano y le retiraba de la frente un mechón de sedosos cabellos, poniendo un cuidado exquisito para no despertarla. Naima era hermosa como la luna, una belleza morena de ojos de gacela y corazón purísimo.

Ismail estaba decidido a cualquier cosa, incluso a robar, para su pequeña. Pero no fue necesario. La mañana siguiente oyó como llamaban a su puerta, y encontró afuera a la gente de Mansul Billah, el jefe tribal más influyente de la región; un señor de la guerra, como le llamaba la prensa occidental. Mansul era todo un personaje. Su familia descendía del mismo Profeta a través de su hija Fátima. Era por lo tanto uno de aquellos orgullosos y admirables príncipes fatimíes. Cuando le llevaron a su presencia, Ismail inclinó respetuosamente la cabeza. –Te conozco bien Ismail, -le dijo Mansul Billah-, y sé que eres un devoto creyente y un buen patriota.

-Me conoce y sabe quien soy, -repitió para sí Ismail abrumado. Allí mismo juró obediencia a Mansul Billah, el victorioso por la Gracia de Alá. A partir de ese día a él y a su hija no les faltó de nada. A cambio Ismail tuvo que aprender a manejar las armas y tuvo que utilizarlas con decisión. Mató a muchos, pero así es la guerra, se decía. La yihad, mejor dicho. La guerra santa contra los enemigos del Islam, contra los sicarios del mal, y contra quienes niegan la Verdad Revelada.

Cuando Ismail participaba en feroces razzias contra la población civil, cuando veía correr regueros de sangre como riachuelos en el suelo reseco, cuando, como una vez en Kandahar, tuvo que guardar la puerta de un cobertizo mientras Mansul y sus dos cuñados violaban adentro a un puñado de mujeres y de chiquillas supervivientes de su última matanza; Ismail se repetía machaconamente: -¿No es Alá el único Dios, y Mahoma su Profeta?, ¡pues muerdan el polvo sus enemigos y sufran sus mujeres como perras apaleadas a mayor Gloria del Todopoderoso!


Pasaron como una pesadilla aquellos meses de sangrientas orgías, sobre todo porque no quedó en la región prácticamente un solo enemigo de Dios con vida. Más tarde llegó el tiempo de la política. Los políticos, los militares y los señores de la guerra se reunieron una vez, dos, diez, veinte veces. Hicieron pactos primero y después los deshicieron. De vez en cuando un grupo traicionaba a otro. Algún tiroteo, algún muerto… -Para negociar en mejor posición, -era la explicación que daba a Ismail algún hombre de confianza de Mansul, cuando se sorprendía al saber de una u otra escaramuza-.

Con todo ese guirigay de paces a medias, Ismail había vuelto a quedarse sin trabajo. Llegó a pensar seriamente en hacerse policía, y hasta se acercó un día a la cola de la oficina de reclutamiento, sin decidirse a ponerse en ella. De vuelta en su barrio, vio una limusina parada en la puerta de su casa. Le invitaron a subir. Era Mansul Billah. –Has sido elegido Ismail, -le dijo-, y al escuchar aquellas cuatro palabras recorrió al antiguo vendedor de camellos un escalofrío mortal. –Dios te ha elegido entre los mejores hombres de sus ejércitos, para llevar la muerte a sus enemigos. Serás un héroe y un mártir, Ismail, -confirmó el imán sentado junto a Mansul-. Se abrirán para ti las puertas del Paraíso. Serás premiado con la vida eterna en el Dichoso Jardín donde los ríos manan leche y miel. Donde setenta jóvenes e inmaculadas vírgenes te servirán, y atenderán solícitas hasta el último de tus caprichos…


Cuando se acercó a la oficina de reclutamiento Ismail temblaba como una hoja. Sudaba tan copiosamente que se nublaron sus ojos y le escocían horriblemente, hasta el punto de impedirle mantenerlos abiertos más allá de un parpadeo. Iba cargado de muerte. Treinta kilos de explosivo plástico y un detonador que debía activar al alcanzar el interior del edificio. Al final de la calle interminable, fuera del alcance de la detonación, le pareció adivinar entre dos polvorientos montones de cascotes ruinosos, el morro de la limusina de Mansul. Voy a morir, -pensó un instante-. Pero la muerte nos igualará a todos. Mi Jardín del Paraíso no será inferior al tuyo ni en el menor detalle.
Esa idea le reconfortó. Caminó unos pasos más… Uno de los guardias armados reparó entonces en él. Ese es un antiguo vendedor de camellos llamado Ismail. Yo lo conocía y lo trataba hace años. Pero… ¿qué lleva bajo la ropa? Camina como si fuera arrastrando un peso. La idea del atentado se encendió en la mente del guardia como una luz repentina y providencial.
Le dio el alto una vez, dos… La gente de la cola comenzó a huir en desbandada. Ismail no oía ni veía. Siguió caminando. El guardia se parapetó tras una vieja camioneta. Apuntó su fusil con cuidado. Apretó el gatillo. Ismail solo notó un extraño zumbido, e inmediatamente… nada. Nada en absoluto.


Luego, como si despertara de un profundo sueño, se halló en el Paraíso.


Miró a su alrededor. Era todo exactamente como el imán le había dicho. En el Jardín celestial no faltaba ninguna flor que habitara la Tierra en el pasado, el presente o el futuro. Su hermosura superaba todo cuanto pueda expresarse con palabras. Deliciosos y fragantes arroyos corrían como hilos de vida. Ismail probó sus dulcísimos néctares. En efecto, cremosa leche y miel purísima. Y por supuesto, allí estaban sus setenta vírgenes. Rubias, morenas, castañas, pelirrojas… Todas hermosísimas y todas apasionadas. ¡Gran Dios! ¡Todo era verdad! ¡Alá premia a sus mártires como merecen!


Subido en un pequeño cerro de su Jardín, contempló Ismail las parcelas colindantes. ¡Que bien planeado!, -pensó-. ¡Todas son del mismo tamaño! Miró la parcela de su derecha… y allí vio a Mansul Billah. ¡Caramba, qué sorpresa! Resulta, -e Ismail lo supo inmediatamente, porque los elegidos conocen por ciencia infusa todo lo que debe conocerse-, que Mansul murió a las pocas horas de la explosión abatido por un comando especial de una agencia americana en una de esas operaciones a las que ponen nombre de película (zorro rojo, o algo por el estilo).

-¡Cuánta razón tenía cuando pensé que la muerte nos iguala a todos!, -exclamó-, y después, elevando una voz prodigiosamente melodiosa (téngase en cuenta que se había convertido en un bienaventurado), inició un cántico repetitivo y místico: ¡Alá es grande!, ¡Alá es grande!, ¡Alá es… ¡pero, será posible lo que contemplan mis ojos! Ismail se los frotó incrédulo, pero lo cierto es que no le engañaban. Ahora su visión era perfecta, como el resto de sus sentidos. De hecho podía ver nítidamente a través de distancias siderales. En la parcela de Mansul estaba viendo a Naima, su querida hija.

En efecto. A cada justo le corresponden setenta hermosísimas vírgenes, y todo el mundo se hace cargo de lo difícil que resulta encontrar vírgenes hermosas. Naima, que era virgen y era bella como un amanecer, tocó en suerte a Mansul. Ismail corrió hacia la verja que separaba las dos parcelas. ¡Naima!, -gritó-, y su hija, con un gesto de sorpresa indecible, le reconoció al instante. ¡Ven aquí, -le apremió Ismail-. Naima se apresuró a abrazar a su padre, y en un santiamén se halló en sus brazos al otro lado de la verja.
Ambos disfrutaron unos días de la leche, de la miel y del fragante aroma de las flores. A Ismail, teniendo con él a su pequeña, le parecía indecente gozar de sus setenta vírgenes a pesar de lo mucho que todas solicitaban sus atenciones, sobre todo cuando no cesaban de escucharse gemidos provenientes de la parcela vecina.


Mansul Billah por su parte, disfrutaba como un camello en la charca de un oasis hasta que cierto día, algunas de sus muchachas repararon en que no dejaba de contarlas una y otra vez. ¡Sesenta y nueve!, fue el sorprendente resultado. Luego se fue derecho a la verja y empezó a contar las vírgenes de Ismail. ¡Setenta y una!, rugió ciego de ira. Pidió audiencia con el Profeta (no se olvide que era descendiente suyo). Tras alguna deliberación y hasta una consulta al patriarca Abraham, la conclusión no pudo ser otra: Ismail había osado robar una virgen a su vecino. Un caso sin precedentes en el Paraíso, que sin duda merecía ejemplar castigo.

Poco tiempo después Mansul había disfrutado ya innumerables veces de la agradable compañía de sus ciento cuarenta vírgenes. En ese momento se encontraba con la pequeña Naima en los brazos. Era su preferida, acaso porque temblaba como una gacela, y le recordaba los goces de cierto cobertizo en Kandahar. Mansul apartó un poco las nubes y miró un instante a aquel desdichado Ismail que se consumía en los infiernos. En ese momento estaba siendo sodomizado por una tropa de babuinos de tamaño colosal. No pudo evitar un breve sentimiento de compasión, pero lo desechó al instante. Después de todo, como escuchó a Abraham decirle al Profeta: no puedes fiarte nunca de los perros callejeros; a veces les ofreces pan y te muerden en la mano.


Ismail vendía camellos, la religión vende camelos.

Ser ateo no te hace más inteligente, simplemente te libra de creer a pies juntillas las estupideces que te cuentan curas, imanes, rabinos y otros charlatanes semejantes.