La
lista de los reyes, o más propiamente, de los duques lombardos del norte de
Italia, es tan larga y tan farragosa como la de los reyes godos españoles. A
Rotario, perpetrador de bárbaras leyes, de quien hablamos en un reciente
artículo, sucedió su hijo Rodoaldo en 652. Apenas cinco meses después, fue
apuñalado por un sirviente de cuya esposa había abusado. Accedió al trono
Ariperto, que se afanó en construir basílicas por doquier. A su muerte
coronaron a Grimoaldo, soberano con fama de glotón, que falleció víctima de una
hemorragia. Le sucedió Pertarito, un católico fanático y furibundo antisemita,
que bautizó a la fuerza a todos los judíos que se pusieron a tiro. Su hijo y
sucesor, Cuniperto nos sitúa ya en el año 700. Después de Cuniperto, la lista
se engrosa a base de reyes y duques longobardos de los que prácticamente sólo
es conocido el nombre.
Alguno
de ellos tan anecdótico como un tal Ariperto, a quien describen como beato,
desconfiado y tacaño, que recibía en Pavía a los embajadores, vestido con harapos,
para subrayar la miseria de su pueblo y negar cualquier posible ayuda. Por las
noches, visitaba de incógnito tabernas y lupanares para espiar a sus súbditos y
escuchar lo que de él se decía. Finalmente, en 721, accedió al trono
Liutprando, a quien puede considerarse el primer gran rey lombardo italiano. En
lo político, Liutprando intentó muy seriamente la unificación de Italia,
primero sometiendo a la obediencia a los duques de Spoleto y Benevento, y luego
negociando con la curia y los papas de Roma, la ruptura con el exarcado
bizantino. A fin de cuentas, Roma y Bizancio ya se hallaban tan alejadas en lo
religioso como lo estarían desde entonces, y por otra parte, los lombardos eran
católicos, concretamente Liutprando era quizá el primer católico sincero de su
estirpe. Pero no pudo ser, porque encontró en la silla de San Pedro a una serie
de papas beligerantes y muy celosos de conservar su poder terrenal. Liutprando
fue acaso demasiado respetuoso, y renunció a emplear la fuerza contra Roma.
En
materia legislativa, Liutprando corrigió y perfeccionó el edicto de Rotario,
haciéndolo algo más humano. Abolió del código las venganzas y los castigos más
extremos de muertes y amputaciones, sustituyéndolos por la confiscación de los
bienes de los acusados cuya culpabilidad era probada. Fijó penas para los
padres que abusaban de sus hijas o las casaban antes de cumplir doce años.
Estableció que la mujer infiel sorprendida in
fraganti fuera azotada hasta derramar
sangre, algo que aunque parezca terrible, suavizaba bastante el anterior
castigo de pena de muerte. Eso sí, para no exagerar con la compasión, quemaban
vivo al seductor. El código de Liutprando también castigaba a los que durante
las bodas arrojaban excrementos a los novios, lo que nos da idea de que las costumbres
de la época no eran precisamente refinadas. Multó a los atrevidos que se
introducían en los lavabos de las matronas longobardas para palparles las
nalgas, otra pincelada costumbrista que nos ofrece el edicto.
Liutprando
falleció en 744, después de treinta y tres años de reinado. Con él, los
bárbaros parece que se civilizaron un poco. En todo caso, la sociedad de la
Italia lombarda no era precisamente un paraíso. La economía era muy simple. Los
principales centros de comercio eran Pavía, la capital, junto a Milán, Venecia,
Rávena y Roma. Como los longobardos tenían una organización fundamentalmente
militar, y marcadamente militarista, Pavía era más que una ciudad, un cuartel,
una fortaleza. El comercio quedaba en manos de los aldios, nombre que se daba a los bárbaros que no formaban parte de
la estirpe longobarda. Eran descendientes de bárbaros alistados por la horda
antes de pisar suelo italiano, a quienes una vez establecidos en la península,
se negó el derecho a portar armas. Los aldios
ocupaban el estrato social inmediatamente inferior a los llamados arimanes (guerreros) y adelingos (nobles), que eran los
lombardos de pata negra. Los autóctonos, es decir los italianos conquistados, a
quienes llamaban genéricamente romanos
aunque fueran de Turín, no tenían ningún derecho, y se los trataba como a
escoria, estando prohibidos los matrimonios mixtos. Racismo altomedieval puro y
duro.
Fuera
de la media docena de ciudades fortificadas y bien defendidas, reinaba el caos,
la ley de la selva. Cualquier viaje que no se hiciera con una escolta
fuertemente armada, condenaba al viajero al despojo y probablemente a la
muerte, por lo que el comercio y los intercambios se redujeron a mínimos. Las
gentes sencillas morían de hambre o de las numerosas epidemias de peste o de
cólera. La población italiana también se redujo a mínimos. Las riquezas se
concentraron en manos de los nobles armados y de los abades de los monasterios,
dirigentes religiosos emparentados con la nobleza lombarda, señores no menos
feudales que los señores feudales propiamente dichos. Tanto el duque como el
abad tenían derechos absolutos sobre vidas y haciendas. Los desheredados, los
campesinos famélicos y devorados por los piojos, no tenían otro amparo ni otra
aspiración, que arrimarse a los castillos y a las abadías, y postularse como
siervos de la gleba. Siervos del abad o del señor de turno, que acaso les
protegería de las tropelías de cualquier otro señor.
Estamos viendo nacer el feudalismo, un sistema que con uno u otro matiz, iba a prolongarse durante siglos. Un sistema cerrado de castas en el que el hijo del labrador estaba condenado a serlo él mismo durante el resto de su vida, del mismo modo que el hijo del esclavo nacía y moriría siendo esclavo. Un sistema que a pesar de la flagrante y profunda injusticia en que se sustenta, no iba a ser cuestionado seriamente hasta la misma Revolución francesa y el resto de las revoluciones liberales, entrado ya el siglo XIX. Nuestros abuelos, como aquel que dice. Diversas son sin duda las causas de esa prolongada dilatación en el tiempo del viejo régimen, que ahora nos parece asombrosa. El papel de la Iglesia y los eclesiásticos tuvo seguramente un peso importante en ello. En todo caso, un análisis de esta materia con alguna profundidad y un mínimo criterio, sobrepasa la capacidad de nuestro modesto foro. Aquí entre nosotros, leyendo a Marx se entienden algunas cosas, pero no quiero decirlo muy alto, que luego el profe Bigotini me riñe.
-¿Emergencias?,
oiga, hay un dragón en mi cuarto.
-¿Consume
estupefacientes?
-¡Y
yo qué sé, es la primera vez que le veo!
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