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jueves, 8 de agosto de 2019

EL NEOLÍTICO EN LA PENÍNSULA IBÉRICA



En los albores del Neolítico, la desertización del Sahara dispersó a sus habitantes en busca de tierras y climas más propicios. Una parte de ellos viajaron hacia el Este, concentrándose en la fértil cuenca del Nilo. Allí florecieron culturas neolíticas precursoras de lo que llegaría a ser el Imperio Antiguo de Egipto. Los que emigraron hacia el Norte se asentaron en las costas de la península Ibérica. Allí contactaron con los primitivos hombres de las cuevas, que asimilaron ciertos avances mesolíticos y proto-neolíticos. La oleada más importante fue la que llegó más tardíamente, hacia 3000 a.C. Por entonces Narmer, el rey escorpión, unificaba el Alto y el Bajo Egipto, y en Mesopotamia las gentes de Uruk veían regresar sus caravanas cargadas de mercancías procedentes de Elam, Siria y hasta de la India.


Quienes se asentaron en el territorio aproximado de lo que hoy es Almería, habían tenido ya algún contacto con aquellos pueblos orientales. Conocían el cobre, sabían dónde encontrarlo y cómo trabajarlo. Entre las desembocaduras de los ríos Antas y Almanzora construyeron poblados de chozas de ramaje y barro asomadas al mar, de donde llegaban regularmente noticias, novedades y maravillas diversas. Además de la minería del cobre, practicaban la agricultura, la ganadería, la pesca y probablemente la navegación costera. Se adornaban con conchas marinas, collares y brazaletes de valvas y piedras negras que recuerdan a los que usaban las gentes de Egipto o del Egeo. Fabricaban una cerámica incisa austera y funcional, y enterraban a sus difuntos en cuevas o en cistas cerradas con pesadas losas de piedra. Sus flechas eran agudas y elegantes, lo mismo que sus hachas de diorita y sus afilados puñales de piedra pulimentada. Eran las belicosas gentes de El Garcel y La Gerundia, creadores de la llamada cultura de Almería, pionera del Neolítico peninsular.


Se expandieron por la costa, Murcia, Alicante, Valencia, hasta llegar a Castellón. Penetraron después en Teruel y en Cataluña. Sin embargo, la expansión hacia el Oeste no pasó de Torremolinos, porque se encontraron frente a frente con un poderoso pueblo que les hizo frente: los adoradores de los muertos. En efecto, los hombres de la cultura almeriense eran dolicocéfalos y de esqueleto grácil. Los cromañones paleolíticos a los que empujaron hacia el Norte por Levante, eran mesocéfalos y de facciones y esqueletos más primitivos. El tercer grupo étnico peninsular, los adoradores de los muertos, eran braquicéfalos, de cabeza casi redonda, gentes de origen europeo, posiblemente del área alpina, que ocuparon las costas atlánticas de la Europa occidental con sus rebaños. En la península se asentaron primero en el tercio occidental, entre Galicia y Extremadura, para expandirse hacia el Este, del mismo modo que en el resto del occidente europeo habitaron Alemania, los Países Bajos, la Francia meridional y atlántica, la Gran Bretaña y buena parte de Irlanda.


Estas gentes neolíticas tan genuinamente europeas constituyeron si no un imperio político, sí al menos cultural y de afinidades lingüísticas. Hacia 2.700 a.C. rendían culto a los muertos en enterramientos de colinas de conchas o mediante gigantescos monumentos megalíticos (del griego megas y litos: piedras grandísimas). Los monumentos funerarios más característicos son los dólmenes, de las palabras bretonas dol (mesa) y men (piedra), enormes mesas pétreas que se recubrían de tierra para formar colinas artificiales en cuyo interior se enterraban los jefes tribales. Las lluvias, el viento y el paso de los siglos terminaron por dejar al descubierto el esqueleto de piedra de los dólmenes tal como los conocemos. En Galicia y Portugal se les llama antas, arcas, mamoas, orcas, cabañas de ladrones o cabañas de moros. Las formas de los dólmenes se fueron haciendo más variadas, algunas con forma de sartén, otras con pasillos alargados que terminan en una cámara hundida.

Cuando sólo se conserva de los dólmenes el círculo de piedras verticales, faltando la piedra plana que servía de techo, suele denominarse al conjunto crómlech, compuesto de dos palabras bretonas que significan corona y piedra sagrada. Otros monumentos característicos son los menhires, con el significado de piedras largas, a los que se conoce también en España como piedrahitas o piedrafitas. En los menhires se ha querido ver un símbolo del órgano sexual masculino, y se ha relacionado su forma con la de los cipreses, árboles tradicionalmente dedicados a los muertos. En muchos casos el menhir parece representar al difunto, grabándose en él unas veces senos femeninos, otras veces espadas que se llevan en la cintura, y en muchos casos rostros con ojos y nariz, pero curiosamente nunca con boca, acaso queriendo significar el silencio en que se sumen los muertos. Son también muy numerosas las alineaciones de menhires dispuestos por orden de tamaño, y a menudo relacionados con la salida o la puesta del sol en determinadas fechas, lo que sugiere la posesión de arcanos conocimientos astronómicos y de rituales de carácter mágico o religioso.


Sin duda el monumento megalítico más famoso e impresionante de los conocidos es el doble crómlech de Stonehenge, cuya disposición está orientada astronómicamente hacia el Este. Las piedras están colocadas con rigurosa precisión para distinguir el sol al apuntar en el horizonte por entre las filas de menhires el día del solsticio de verano. En la Bretaña francesa pueden admirarse algunos también impresionantes como la alineación de Karnak, o la llamada Roca de las hadas. En España hay algunos muy singulares, destacando el onubense gran dolmen de Soto o la cueva de Menga en Antequera.



Hacia 2.500 a.C., cuando entran en contacto los fabricantes de cerámica incisa levantinos procedentes de aquella primitiva cultura almeriense como vencidos, y los adoradores de los muertos y constructores de megalitos como vencedores, hace su primera aparición el vaso campaniforme que da nombre a toda una cultura. La vasija de cerámica con boca de forma acampanada, es hija de la tradición alfarera de los levantinos, y servirá a los megalíticos como instrumento imprescindible del culto a los muertos, y a nosotros como testimonio de la difusión por todo el mundo occidental de una cultura originada en nuestro suelo.



Hacia 2.400 ya se había difundido desde su cuna andaluza hasta Portugal. En 2.300 la encontramos en Galicia y en el área pirenaica. Tras su paso a Francia, se forman tres núcleos de esta cultura megalítica-campaniforme: el Meridional, desde Lourdes hasta los Alpes, el Central, Sena, Marne y Oise, y el de Bretaña, centro que desde 2.100 mantendrá un intenso tráfico marítimo con los megalíticos andaluces que exportarán desde Huelva cobre, e importarán desde Bretaña ámbar, calaíta y otras materias boreales. También desde Bretaña se difundirá esta cultura hacia las islas británicas y hacia Holanda, Sajonia, Turingia, Dinamarca e incluso Escandinavia.

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