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sábado, 21 de julio de 2018

RELIQUIA SAGRADA Y TESORO DE REINAS



El viejo Bigotini ha compuesto esta irreverente hagiografía remedando el estilo áulico y campanudo del noticiario NO-DO. Si alguien decide leerla en voz alta, no olvide imitar a aquellos locutores añejos.

Nació Saturio entre la oscura bruma de la Castilla fragosa y altomedieval. Creció luego luminosamente en sabiduría y bondad, y floreció su tierno corazón en fragantes pimpollos de Santidad, Amor de Dios y Gracia del Espíritu Santo. Eligió abrazar la profesión de los más estrechos votos, e inició el camino que había de conducirle al Paraíso, siguiendo la estrechísima senda de la mortificación, el ayuno y la renuncia a cuanto en su siglo había de mundano, muelle o pecaminoso. En la esteparia campiña soriana, entre la boscosa dehesa y el Valonsadero, transcurría su frugal existencia eremítica. Tan pronto se flagelaba con urticantes ramos de ortigas, como desnudaba sus magras carnes, exponiéndolas a los helados vientos mesetarios. Ora subido en un escarpado risco, dejaba que su blanquísima piel se cuarteara hasta quemarse con los hirientes rayos del sol estival; ora se sumergía en gélidos torrentes, castigando de forma tan cruel como innecesaria, su frágil cuerpo de célibe. No ingería más alimento que unas pocas lentejas que las piadosas gentes procuraban dejarle en los lugares por los que solía andar aquel que los sencillos lugareños llamaban ya santo, y daban por elevado a los altares con esa maravillosa intuición que a veces ilumina a los humildes hijos del pueblo.

Celosos de la bondad de aquel bendito corazón, y rabiando por procurar su perdición, reuniéronse en infernal asamblea los protopríncipes del Averno. Allí hablaron Lucifer, Satanás, Belcebú, Astarot, Belial… Allí juraron todos al buen Saturio odio eterno y mortal. Comisionaron los archidemonios a cierta diablesa seductora, la más bella y lúbrica de cuantas habitaban la morada subterránea. Ella, que se jactaba de no haber dejado jamás de adueñarse del alma de un justo, recibió encargo de tentar a nuestro Saturio con aquellas artes ante las que suelen sucumbir los varones por la mucha debilidad de la carne. En definitiva, presentóse la atractiva diablesa ante el eremita, apenas velada por una gasa sutil, y encaramada en lo alto de un Ferrari rojo descapotable con asientos de cuero, tanto o más tentador a la vista que su ocupante demoníaca. Nada más captar la atención del santo, aquel engendro infernal se ofreció con seductoras palabras y procaces ademanes, a obrar en su persona de igual manera que obró la becaria Levinski en el lujurioso Bill Clinton diez siglos después. Ya fuera, como quieren algunos detractores de Saturio (que de todo tiene que haber), porque aun no existían los vehículos automóviles, y nuestro hombre tomó la máquina por una de las célebres calderas de Pedro Botero; o ya fuera (opinión a la que nos abonamos como más probable), por la inquebrantable firmeza de su santa determinación, Saturio se excusó de caer en la trampa alegando que la noche pasada se había castrado, para aliñar un guiso de lentejas, como así era verdad y lo probaban sus sonrosadas mejillas confortadas al fin con un poco de protéica pitanza. El caso es que la diablesa, más roja de ira que el mismo Ferrari que conducía, estalló en una gran llamarada, y regresó a los infiernos escupiendo su furia y su derrota.

Cuando el suceso se supo, muchos honestísimos jóvenes quisieron imitar el ejemplo de Saturio, emasculándose y siguiéndole en su vida de renuncia y contemplación. Unidos a él por inquebrantables votos, poblaron los páramos sorianos de cenobios y monasterios consagrados a la Virgen Santísima. La Reina Celestial, siempre agradecida, quiso premiar a Saturio con lo que consideró más y mejor pudiera contentarle, y así, en su bondad infinita, hizo que en el cicatrizado muñón creciera otra vez un miembro tan hermoso, gallardo y cumplido, cual nunca habíase visto no solo en Soria, sino en toda la inmensa y cristianísima Castilla. Su nueva posesión no cambió un ápice la serena humildad y firme resolución de Saturio, que como si nada, prosiguió su meritoria labor fundacional, si bien después del milagro no acogieron los cenobios a más varones, sino a piadosas damas y doncellas, que por centenares llegaron de todos los rincones de la cristiandad. Algún malicioso ha querido vincular este cambio con la milagrosa Gracia recibida por Saturio. Nada más infame ni más alejado de la inocente realidad.

Murió Saturio a edad provecta, gozó su alma la dicha celestial a que se había hecho acreedor, y fue enterrado su cuerpo en la misma campiña soriana en la que había transcurrido su honesta vida. Hiciéronse partes del perfumado cadáver, y conservóse su milagroso miembro como la más preciada de sus reliquias, primero en la ermita que se erigió en su memoria, y más tarde en la catedral que se consagró a su culto. Finando la XVIIª centuria, obsequiaron los sorianos la santa reliquia a la viuda del rey Felipe, doña Mariana de Austria, que no dejó un solo día de honrarla en compañía de su confesor, el padre Niëthard, jesuita alemán que con gran aplicación procuró consuelo espiritual a la soberana. Desde entonces pasó el divino miembro a ser propiedad de las reinas de España, que lo heredan puntual y sucesivamente. Doña Isabel II lo disfrutó muy devotamente. En 1897, poco antes de la pérdida de las colonias antillanas, doña María Cristina, la reina regente, lo mandó recubrir de una capa de goma látex, savia resinosa que se obtiene de los tropicales árboles del caucho. Casi un siglo después, en la última década del siglo XX, se sometió la reliquia a su postrera reforma, añadiéndosele un pequeño adminículo vibrátil pour le masagge clitoridienne. De esta manera, la santa reliquia de Saturio quedó transformada en uno de los tesoros más ansiados por las féminas de la Real Casa. Cuando en los retratos de la familia real de hace apenas unos años, perciba el lector que doña Letizia, entonces todavía princesa de Asturias, parecía mirar de soslayo a la reina Sofía, tenga la seguridad de lo que estaba pensando: ¡pronto será mío, vieja arpía!

-No quiero entrar al quirófano. Oí decir a la enfermera que la operación era muy sencilla y no había que ponerse nervioso.
-Bueno, eso te lo dijo para tranquilizarte.
-¡Pero si no me lo dijo a mí, se lo dijo al cirujano!




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