Modesto y resperuoso homenaje a John Ford y Alan LeMay


La
mañana siguiente, a treinta millas de la cabaña de los Edwards, una
patrulla de rangers divisó la espesa columna de humo. Entre ellos
estaban Etham Edwards, hermano de Henry, el mejor explorador del
territorio, y mi padre, Martin Pauley, que entonces era todavía un
muchacho que no había comenzado a afeitarse. Galoparon como alma que
lleva el diablo, pero llegaron demasiado tarde. Etham y Martin fueron
los primeros en hallar los cinco cadáveres. Los cinco estaban
horriblemente mutilados. Según la costumbre de los comanches, les
habían arrancado la cabellera, y con toda seguridad habían violado
a las dos mujeres. Inútilmente buscaron a la pequeña Debbie. Los
indios solían llevarse a las niñas pequeñas, y sin duda eso era lo
que había ocurrido. El reverendo Mathison, que capitaneaba el grupo
de rangers, pronunció ante las tumbas un breve responso. Mose
Harper, el más estrafalario de la partida, del que todos decían que
estaba un poco loco, propuso que cantaran un himno, pero Etham
Edwards no lo consintió. Estaba impaciente por salir en persecución
de aquellos malditos asesinos. En aquel momento, de haber podido
hacerlo, Etham habría aniquilado a todos los comanches y los kiowas
que habitaban la faz de la tierra. Se marcó dos únicos objetivos
para el resto de su vida: vengarse de cuántos pieles rojas se
pusieran en su camino, y encontrar a su sobrina Debbie.
Pasaron
semanas y meses, y poco a poco la pequeña tropa se fue disolviendo
por diferentes motivos. Todos tenían un hogar al que regresar. Todos
menos Etham Edwards y mi padre, el entonces joven Martin Pauley, que
a pesar de ser huérfano, siempre consideró a los Edwards como su
familia. Pasaron años enteros, las estaciones se sucedían
inexorablemente, y aquellos centauros del desierto siguieron erguidos
en sus monturas. Resultaría demasiado prolijo enumerar siquiera las
muchas peripecias y enormes obstáculos a los que se enfrentaron el
hombre y el muchacho... Me disponía a hacer un resumen, cuando el
profe Bigotini me hizo seña de que me largara, para continuar él la
narración, así que lo que leeréis a continuación es obra suya.
Quedáis advertidos.
En
Medicine Bow, Etham fue tiroteado por unos comancheros mejicanos.
Menos mal que en la taberna del pueblo pudieron encontrar al bueno
del doctor Boone. Estaba borracho como una cuba, así que mi papi le
preparó diez galones de café cargado, con un buen puñado de sal y
otro de pólvora. Algo más despejado, reconoció a Martin y le dijo:
-Muchacho, llévame con tu tío Etham. El viejo yacía en un sucio
establo, cubierto de sangre y boñigas de caballo, pero el buen
doctor se había visto en peores situaciones. Pidió agua caliente y
toallas limpias, abrió su viejo maletín y, conteniendo a duras
penas el temblor de sus manos de alcohólico terminal, comenzó a
operar a corazón abierto. Le extrajo dieciséis balas de diferentes
lugares (ventrículo izquierdo, pulmón derecho, hígado, páncreas,
riñones, testículos, bazo, senos paranasales, planta del pie y
bolsillo de atrás, entre otros), luego le hizo la vasectomía, le
operó de apendicitis y le sacó tres muelas. A los diez minutos,
Etham y él se pimplaron a medias una botella de güisqui de
Kentucky, mientras entonaban canciones obscenas. -Tengo que irme Doc,
le dijo Etham. -¿Qué se debe por la cirugía? -A vosotros no os
cobraré nada, les dijo. -Bastará con que me convidéis a un trago
la próxima vez. Y de nuevo los centauros siguieron su camino.

No
había en toda Texas un hombre más testarudo que Etham Edwards. Se
llevaron a la fuerza a aquel indio piojoso, que andando el tiempo
llegó a ser mi tía Deborah. Aún me parece estar viéndola en la
iglesia, recitando los salmos con aquella voz ronca, o tomando el té
con las otras damas del Ejército de Salvación. En tiempos de
sequía, los granjeros de la comarca le rogaban que bailara para
ellos la danza de la lluvia, y ella, como era una mujer caritativa,
accedía gustosa. No sé si en su juventud fue un buen guerrero
kiowa. Sólo sé que en su edad madura fue una dama cristiana de
conducta intachable. Pero eso sí, ¡qué fea era la jodida tía
Deborah!
-Doctor
Boone, ayúdeme. Esta horrible y contagiosa infección me va a matar.
-Muchacho,
tómate estos tranchetes de queso. Uno cada ocho horas.
-Usted
cree que los tranchetes me curarán, Doc?
-No
lo sé hijo, pero es lo único que pasa por debajo de la puerta.
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