Los
hijos y demás descendientes de Clodoveo, el primer rey francés, no heredaron su
espíritu emprendedor. Con acaso la única excepción de Clotario, uno de sus
nietos, el resto de los reyes merovingios se dieron a la molicie. Fueron
víctimas de los placeres de la mesa y de la alcoba. Hodgkin, un historiador
inglés que los ha investigado a fondo, asegura que los sucesivos miembros de la
dinastía tuvieron una media de vida de veintisiete años, sólo uno llegó a los
cincuenta, y cada uno reinó un promedio de escasos cinco años. Vivían rodeados
de lujos y de concubinas, y se desplazaban sólo cuando era absolutamente imprescindible,
en lentos carros tirados por bueyes. Se ganaron a pulso el sobrenombre de reyes holgazanes. No ejercieron el poder,
se limitaron a ser una institución simbólica, dejando el gobierno y la toma de
decisiones en manos de los llamados mayordomos de
palacio, cargo común entre otras naciones góticas como
ostrogodos o longobardos, pero que sólo en el caso de los merovingios adquirió
el status de completo dominio.
En
622 el rey Dagoberto designó mayordomo de palacio a Pipino, un noble
perteneciente a una rica familia austrasiana. Pipino era listo y valeroso. Con
él en el poder, su cargo de mayordomo adquirió también carácter hereditario. Cuando murió, le
sucedió su hijo Grimoaldo. Esta dinastía se llamó de los pipínidas por su fundador
y porque varios de sus miembros llevaron también el nombre de Pipino.
Precisamente el hijo de Pipino de Heristal y de una concubina llamada Alpaida,
estaba destinado a entrar en la Historia con letras de molde. Cuando nació, la
comadrona lo mostró al padre exclamando ¡es un varón!, karl en el idioma franco, así que el orgulloso Pipino decidió
llamarle Karl. La Historia le conocería como Carlos
Martel, el martillo, por su fuerza hercúlea y por ser martillo
de herejes. Carlos Martel derrotó a las tropas islámicas de Abderramán hacia
732 en la decisiva batalla de Poitiers, al sur del Loira. De haber sido
contrario el resultado, la Historia de Europa habría sido muy distinta.
Carlos
Martel contribuyó a la evangelización de los germanos, separó la Iglesia del
Estado, y ordenó que los diezmos y demás impuestos se pagaran a este y no a
aquella, por lo que se ganó una merecida excomunión, ya que los obispos y
prelados de aquel tiempo eran de gatillo fácil con eso de las excomuniones. El
arzobispo Hincmar cuenta que san Euquerio hizo un viaje a ultratumba y allí
encontró a Carlos Martel abrasándose en el infierno. Parece que el buen
arzobispo no era un hagiógrafo muy riguroso, porque ignoró el pequeño detalle
de que san Euquerio había muerto tres años antes que Carlos.
Aquel extraordinario mayordomo dejó dos hijos, Carlomán y Pipino, a quien apodaban el Breve por su baja estatura. En 746 Carlomán se retiró a un convento, así que todo el poder quedó en manos de Pipino el Breve, aunque oficialmente pertenecía al rey holgazán de turno que entonces era Childerico III. Se cuenta que Pipino envió al papa Zacarías un mensaje con la siguiente pregunta: ¿Quién es rey, quien posee el título pero no ejerce el poder, o quien ejerce el poder pero no posee el título? Dice la leyenda que el pontífice contestó: Rey es aquel que manda. Unos días después, Pipino fue coronado rey de los francos por Bonifacio, obispo de Soissons. Childerico, el último holgazán, fue rapado y confinado en un monasterio hasta su muerte. Pipino el Breve inauguró la dinastía carolingia, así llamada por su auténtico fundador, Carlos Martel, y porque más tarde iba a contar entre sus hijos ilustres con otro Carlos notable. Nada menos que Carlos el Grande o Carlomagno en bajo latín.
-¿Sabes?,
He comprado un auto de esos que se conducen solos.
-¿Si?
¡Qué bien! ¿Dónde lo tienes?
-¡Y
yo qué sé!



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