Es
lícito suponer que aún con las muchas limitaciones de aquel tiempo, las gentes
bajomedievales y protorrenacentistas, no sólo los nobles o los clérigos, sino
también la cada vez más asentada burguesía de las ciudades, vieron abrirse los
estrechos horizontes de los siglos medios, llegando innovaciones y novedades
del resto de Europa, sobre todo a través del Camino de Santiago, como se ha
dicho, verdadero eje vertebral de las comunicaciones de la época. Juglares y
juglaresas (ya pocos críticos dudan de su trabajo conjunto), recorrerían los
caminos y actuarían en los tablados de las plazas, además de en las salas de
los señores. A sus públicos, cada vez más numerosos e informados, probablemente
los relatos de aventuras les agradarían más que otros géneros más cultos.
Parece verosímil que a las honradas gentes de aquel tiempo les emocionaran
aventuras de ficción como las que aparecen en el Libro
del cavallero Zifar, al que podemos considerar el primer relato
extenso de ficción de la prosa española.
Su
origen podría situarse entre la segunda mitad del siglo XIII y el principio del
XIV. Y en cuanto a su autoría, hay que considerarla anónima hasta que no se
aporten pruebas sólidas en contrario. En un cuento del prólogo aparece un
clérigo toledano de nombre Ferrand Martínez, a quien algunos especialistas han
considerado posible autor por la forma en la que habla de sí mismo, si bien,
como es frecuente en estos casos, bien pudiera tratarse de un simple copista.
El
Zifar presenta algunos rasgos
primitivos de las posteriores novelas de
caballerías, y de él existen dos manuscritos, el que se conserva en la
Biblioteca Nacional de España, del siglo XIV, llamado códice M (por Madrid), y el llamado códice P, de 1464, también conocido como manuscrito de París, pues
se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia, y está bellamente iluminado.
Hay además dos ejemplares incunables impresos en Sevilla con tipos móviles, ya
en 1512.
Comienza
el relato bajo la falsa apariencia de una hagiografía, la vida de san
Eustaquio, a quien en nuestro suelo se llamó Plácidas, para derivar enseguida
hacia las aventuras del caballero Zifar, que comienza con una desgraciada
separación familiar, para reencontrarse luego y ser proclamado Zifar rey de
Mentón. Su hijo, Roboán, que recibe enseñanzas de Zifar y continúa su
trayectoria, llegará a ser coronado emperador.
En
el Zifar se dan cita lo didáctico, lo
épico y lo caballeresco. En su comienzo, un tal Ferrand Martínez asegura haber
traducido el manuscrito de la lengua caldea, que en su tiempo se asimilaba al
árabe, de ahí que muchos nombres de los personajes tengan un regusto árabe,
como lo tienen ciertos motivos estilísticos, por ejemplo, la inserción de más
de veinte exempla o cuentos
moralizantes, muy del estilo de la literatura sapiencial oriental. El recurso
de la traducción, del que ya hemos hablado en otros artículos, sirve al
propósito de narrar sucesos y aventuras acaso poco creíbles, escudándose el
autor en que se limita a traducir lo escrito por el historiador arábigo. Por
otra parte, el hecho de que ese Ferrand Martínez se declare traductor, alimenta
la teoría de que fuera el autor del libro.
Las
influencias que pueden hallarse en el Zifar son muchas y muy variadas, desde la
citada literatura sapiencial que alcanzó su mayor apogeo en el taller literario
alfonsí de Toledo, hasta los relatos épicos de la materia de Bretaña o el ciclo
carolingio, pasando por las Flores de
Philosophía, colección de sentencias árabes provenientes de sabios griegos,
las Mil y una noches, el Calila e Dimna o el Sendebar. Se encuentran también rasgos de la novela bizantina,
parecidos a los del Libro de Apolonio,
del que ya hemos escrito. Entre las fuentes más occidentales estarían los
referidos cantares de gesta, o el roman courtois de María de Francia y
Chrétien de Troyes. También de las novelas del ciclo artúrico, y en la
literatura peninsular, los Milagros de
Nuestra Señora de Berceo y las Cantigas
de Alfonso X.
Quienes
acaben de leer estas líneas podrían preguntarse legítimamente si el Libro del cavallero Zifar es un refrito.
Yo mismo, que también me lo pregunto, encuentro lo más parecido a una respuesta
en la reflexión que hace sobre la obra Francisco Rico:
Últimamente ha sonado a anatema el juicio de Menéndez Pelayo sobre El caballero Zifar: “la composición de ésta novela es extrañísima, y son tantos y tan heterogéneos los materiales que en ella entraron, no fundidos, sino yuxtapuestos, que puede considerarse como un spécimen de todos los géneros de ficción y aún de literatura doctrinal que hasta entonces se habían ensayado en Europa”. Desde luego, el dictamen debe matizarse a más de un propósito, pero cuando menos habrá que conceder que las apreciaciones antiguas de la obra casan mejor con la opinión de don Marcelino que con la copiosa bibliografía reciente sobre la perfecta consonancia entre el todo y las partes del Zifar.
Así que efectivamente, a Rico le parece el Zifar un refrito. No osaré yo contradecir al gran filólogo e historiador. Cabe concluir, sin embargo, que se trata de un refrito muy entretenido y hasta por momentos divertido. No cabe duda de que quienes en su tiempo de vigencia literaria, los siglos XIV y XV, y hasta bien entrado el XVI, quienes lo leyeran, digo, o lo escucharan leer o recitar, encontrarían muy de su gusto las aventuras del buen caballero. Por no faltarle al libro, no le falta ni siquiera el humor. Para que lo comprobéis por vosotros mismos, os dejo el enlace con su versión digital:
https://www.dropbox.com/home/Profesor%20Bigotini?preview=zifar.pdf
Dice el cuento que el caballero Zifar y la buena dueña su mujer vendieron aquello poco que habían y compraron dos palafrenes en que fuesen, y unas casas que habían, hicieron de ellas un hospital y dejaron toda su ropa en que yoguiesen los pobres, y fuéronse.






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