Antes
de continuar esta serie de artículos de divulgación histórica sobre el mundo
medieval, conviene hacer un alto y retroceder un poco, para escribir unas
líneas acerca de la Iglesia primitiva, y la gestación de la institución
religiosa que fue protagonista no sólo del milenio medieval, sino que ha
ampliado su influencia hasta tiempos actuales.
Las
primeras comunidades de fieles cristianos o ecclesiae,
no pasaron de ser células más o menos clandestinas, dependiendo del nivel de
tolerancia de las autoridades imperiales en cada lugar. Estaban esparcidas por las
poblaciones del Imperio a las que había llegado la predicación de los apóstoles
y los primeros propagandistas del cristianismo. Estas pequeñas comunidades se
situaban sobre todo en las ciudades de algún tamaño, pues a los lugares más
apartados y las zonas rurales (pagus)
resultaba más difícil llegar por las enormes dificultades de comunicación del
mundo antiguo, por eso en el campo persistió durante mucho tiempo el paganismo.
Al
frente de cada comunidad había un presbítero,
sacerdote libremente elegido por los miembros del grupo. Para ayudar al
presbítero según iban creciendo las comunidades, se designaron diáconos, subdiáconos, acólitos y exorcistas, a estos últimos se
encomendaba el cuidado de los obsesos y los epilépticos. Eran todos cargos
voluntarios y no remunerados. Parece haber constancia de que varias de aquellas
comunidades funcionaron en régimen de una especie de comunismo, en el que los
bienes se compartían. Hay también constancia de la existencia de diaconisas, que se encargaban de
socorrer a los pobres y los enfermos, primer antecedente de lo que más tarde
serían las monjas y las comunidades religiosas femeninas. Al principio las ecclesiae no establecieron relaciones
jerárquicas entre ellas, pero al multiplicarse las comunidades de fieles en
muchas ciudades, regiones y provincias, varios presbíteros eligieron un episcopo u obispo en las ciudades
principales. En el siglo IV empezaron a aparecer los primeros arzobispos,
metropolitas y primados en cada provincia, hasta que en cinco de las mayores
ciudades, Roma, Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría, se instaló
un patriarca. Al patriarca y obispo
de Roma tradicionalmente llamaron Papa, pero ese mismo título era usado también
por otros obispos en diferentes lugares.
A
las reuniones de obispos de una misma provincia, que convocaba el arzobispo, se
llamó concilios. Cuando esos
concilios reunían a todos los obispos de Oriente o de Occidente, se les llamó plenarios, y a los que congregaban a
todos los obispos de la cristiandad, se les calificó de generales o ecuménicos.
De tales concilios generales proviene el adjetivo de católica que adquirió la Iglesia, con el significado de universal.
Primitivamente
se establecieron algunas reglas y se consolidaron ciertos usos y costumbres. Los
presbíteros debían tener treinta años como mínimo, y los obispos, cincuenta. En
principio las misas se celebraban por la noche. La función se iniciaba con la
lectura de textos sagrados, seguía la predicación y la homilía del presbítero,
que en algunos casos era ovacionada por la concurrencia, y otras veces era
objeto de críticas y hasta de abucheos. También los fieles varones podían
intervenir haciendo preguntas o expresando opiniones. Se entonaban oraciones y
se cantaban salmos. La comunión se celebraba con pan y vino. La misa concluía
con el beso de la paz, costumbre que
dio origen a no pocas controversias y excesos. Montanelli señala un gracioso
documento en el que se recomendaba a los fieles mantener la boca cerrada al
besarse, pero al parecer, las efusiones se hicieron algunas veces tan
apasionadas, que obligaron a la jerarquía a suprimir los besos.
El
bautismo era costumbre que se tomó de los hebreos. En los primeros tiempos se
realizaba por inmersión y sólo a los adultos. A partir del siglo II, se
administró a los niños a los ocho días del nacimiento, costumbre que recuerda
la circuncisión de los varones judíos, también el octavo día. En origen, el bautismo se recibía una sola vez
en la vida, pero en el siglo III se impuso de nuevo la costumbre de la
inmersión como baño sagrado antes de morir, y como a veces los enfermos graves
mejoran, había hombres y mujeres que se sumergían en el agua bendita varias veces.
Hubo entonces voces que protestaron hipocresía, porque en el bautismo se
perdonaban pecados y crímenes, y había quienes fingían estar en trance de
muerte para ser absueltos. Juliano, en su Sátira
de los Césares, recoge la siguiente fórmula bautismal: Quien se sienta culpable de estupro, de asesinato, de robo, de
sacrilegio y de todos los delitos más abominables, cuando sea lavado por mí con
esta agua, quedará puro y limpio.
La
confesión fue pública en Oriente hasta el final del siglo IV, pasando a ser secreta
en tiempos de Teodosio. En Occidente, la confesión de los pecados a un
sacerdote fue introducida ya en el siglo VII. En los conventos de monjas, se
permitió a la abadesa recibir las confesiones de sus pupilas, para evitar
ciertos escándalos de confesores rijosos y monjas preñadas. Sin embargo, los
obispos terminaron por retirar a las abadesas esa facultad, ante las grandes
indiscreciones que se producían. Los domingos eran festivos, y los miércoles y
viernes, días de ayuno y abstinencia. En el año 306, un canon del sínodo de
Elvira prohibió contraer matrimonio a los eclesiásticos, que hasta entonces lo
hacían con la mayor naturalidad, aunque en la práctica la prohibición no se
cumplió y fue letra muerta hasta al menos el siglo X. Durante toda la edad media
y gran parte del Renacimiento, y aunque desde el concilio de Nicea de 325 se
prohibía a los clérigos tener mujeres jóvenes en sus casas, la barraganía fue frecuente
y hasta habitual entre curas y frailes prácticamente hasta la Contrarreforma.
Muchos clérigos tenían en sus casas a barraganas y siervas bajo falsos
parentescos.
Mientras
los emperadores de Oriente mantuvieron a duras penas una precaria organización
del Estado política y burocrática, en Occidente la carencia de autoridades
civiles en la mayor parte de ciudades y provincias, hizo recaer en los obispos
la autoridad no sólo religiosa, sino también civil y hasta en ocasiones
militar. Tal fue el origen del régimen teocrático que, salvo excepciones,
presidió más de diez siglos de la Historia europea. Al frente y en cabeza de
aquel sistema estaba el Papa de Roma, aunque la teoría de que san Pedro, al
fundar en Roma la primera ecclesia,
había pretendido atribuirle un primado, no comenzó a desarrollarse hasta el
siglo V. Antes de eso, el obispo de Roma estuvo a la par de las otras cuatro
sedes patriarcales, Alejandría, Constantinopla, Antioquía y Jerusalén. Fue en
el concilio de Calcedonia de 381, cuando con no poca oposición, se reconoció al
patriarca romano como primus inter pares.
Esta supremacía fue consagrada ya en el siglo VI, cuando se revistió al Papa de
Roma como sucesor de Pedro, vicario de Cristo y jefe ecuménico de la Iglesia,
dándole el viejo título romano de pontífice,
con el significado literal de constructor
de puentes. Y es que en el siglo VI, con la sociedad cristiana de Occidente
ya completamente medievalizada, y sus gentes hablando un bajo latín dialectal
que en cada región derivaba hacia la lengua romance correspondiente, cualquier
título pomposo del tiempo de los césares imponía un respeto tremendo.
Llegué a estar casi diez años sin probar una sola gota de alcohol. Luego hice la primera comunión, y desde entonces fue ya un no parar.