La
historia eclesiástica de los primeros siglos del cristianismo estuvo marcada
por distintas desviaciones y fuerzas centrífugas que actuaron a lo largo del
espacio geográfico de lo que había sido el Imperio romano. Fueron las llamadas herejías. Todas presentaron dos aspectos:
el teológico, con diferencias, a veces simples matices, en determinados puntos
dogmáticos; y el político, renaciendo los nacionalismos a través de la fachada
herética. A menudo con el pretexto de una manera distinta de interpretar las
Escrituras o de concebir a Dios, se agrupaban alrededor de quienes la
defendían, una serie de fuerzas que transformaban en verdaderas rebeliones
contra el poder central la más mínima diferencia. La descomposición del Imperio
se acompañó del auge de los gobiernos locales y la reivindicación de lo
autóctono.
En
Oriente, la Iglesia se había convertido en un instrumento del Estado
centralizado en Bizancio. En Occidente, con lo que un día fue el Imperio
fraccionado en una multitud de reinos de los bárbaros, la Iglesia había ido un
poco más lejos, sustituyendo de facto al mismo Estado. En un caso y el otro, la
Iglesia era para los nacionalismos el enemigo a batir. Ahora bien, el
cristianismo estaba ya tan arraigado que no era posible renegar de él
directamente retornando por ejemplo, a los viejos ritos paganos. Los
nacionalistas debían combatir a la Iglesia centralizada en Bizancio y en Roma,
apoyando a obispos locales y a clérigos díscolos de sus territorios. Arrio era
un predicador de Alejandría del siglo IV que rechazaba la divinidad de Cristo,
la consustancialidad con Dios. El hombre era un teólogo que defendía de buena
fe su postura. En el concilio de Nicea se defendió de su acusador, Atanasio,
con sólidos argumentos.
De
los trescientos dieciocho obispos que asistieron a Nicea, sólo dos estuvieron
de acuerdo con Arrio y fueron excomulgados con él. Sin embargo, de vuelta a sus
diócesis, muchos de los que le habían condenado, siguieron apoyando sus tesis
por conveniencia política. Entre ellos el obispo Eusebio y su discípulo, el
también obispo Ulfilas, que se encargó de cristianizar a los pueblos bárbaros
centroeuropeos. Por eso, la mayor parte de los godos de Occidente fueron
arrianos, y a Roma le costó mucho ir reduciendo al catolicismo a los reyes de
los diferentes reinos.
En
el norte de África, los donatistas luchaban para sustraer sus territorios de la
influencia de Roma, y en el otro extremo del Mediterráneo, los monofisistas lo
hacían para liberar Siria y Egipto del poder de Constantinopla. Otro tanto podría
decirse de los priscilianistas en la Hispania noroccidental, de los
apolinaristas, los sabelianos, los macedonianos, los mesalinos…
Nestorio
y los nestorianos, condenados en el concilio de Éfeso, negaban la virginidad de
María. Sus doctrinas calaron en Siria y en Persia, donde se fue preparando el
fundamento de la cultura musulmana que con el tiempo daría lugar al Islam.
También en Egipto arraigó el monofisismo de tal manera que a la jerarquía
eclesiástica le resultó imposible reconducir la situación.
Con
el tiempo, los ortodoxos de Oriente se acostumbraron a convivir con una u otra
desviación, surgiendo en su área de influencia diferentes iglesias y credos. En
Occidente se terminaría instaurando una teocracia católica. Roma y sus papas que ejercían un poder
político decisivo en su territorio con el apoyo de los diferentes reyes,
aprendieron la lección de aquellos primeros siglos en los que las cosas se
resolvían con concilios y amistosas reconvenciones. A partir de entonces se
impuso la mano dura a través del brazo secular. Ya no se consintieron más
desviaciones. Prisciliano y varios de sus seguidores fueron decapitados
inaugurando el que sería un largo periodo de intolerancia. Algo más tarde, los
cátaros de Albí, fueron exterminados sin miramientos. Después llegaría la
Inquisición…
El profe Bigotini prefiere no entrar en disquisiciones teológicas. Es más, opina como Borges, que los libros de teología deberían estar en la sección de fantasía de las librerías.
Todas
las religiones aseguran que las demás son falsas. Pues bien, todas tienen
razón.
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